El escritor uruguayo Mario Delgado, gran amigo de Luis Sepúlveda, ha enviado a Letras de Chile un notable recuerdo que nos permite conocer otra faceta del escritor chileno.
por Mario Delgado Aparaín, escritor uruguayo
El autor uruguayo, uno de los mejores amigos de Luis Sepúlveda, retrata a través de una anécdota sucedida en Gijón hace años la personalidad y el compromiso del chileno Sepulveda y su amigo Mario Delgado, fotografiados con toda la carga del humor de otro de sus íntimos, Daniel Mordkinzki, durante el Salón del Libro de 2004 para la sección de la imagen comentada que durante años firmó para este periódico junto a Manuel Fajardo, que se ocupaba de los textos.
Cuando se realizaba el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, una de las experiencias más notables de descentralización cultural en España, yo trataba de llegar unos días antes a Gijón, para disfrutar lo más posible de la vida cotidiana de Lucho Sepúlveda y Carmen Yáñez, en su casa de Río Piles. Los trasnoches, entre mates, vinos, cigarros y pequeñas historias, eran imposibles de olvidar. Yo no puedo recordar nunca a Lucho sin sonrisa, aun en las historias donde campea la tragedia. Algo había entre nosotros que crecía en forma de comunión, para extenderse como un poncho de vicuña sobre los amigos y las amigas que llegaban de todas partes del mundo. Y para no perdérmelo, me acostumbré a hacer pequeñas y rápidas anotaciones en una pequeña libreta Moleskine, que él me había regalado para echarle una mano a la memoria cuando hiciera falta. Por aquellos tiempos estábamos abusando de la risa y la sonrisa, de una forma descarada. Pergeñábamos una historia loquísima a través de correos electrónicos a la que titulamos ‘Los peores cuentos de los hermanos Grim’, experiencia que nos valió el crédito y el descrédito en partes iguales, lo cual nos importaba un carajo, porque el disfrute era mayúsculo y al final de los finales, bien podríamos haber hecho un buen trío con la petisa Edith Piaf y cantar juntos ‘No me arrepiento de nada’.
Por aquellos días, la cabezota de Lucho inundada por una inteligencia y una imaginación prodigiosa, no daba abasto para albergar los múltiples temas que le saboteaban el sueño. Desde la misma organización de la vida del Salón, pasando por la novela y los artículos que estaba escribiendo, hasta la terrible tragedia que vivía y vive la comunidad mapuche en Chile, lo habían familiarizado peligrosamente con el insomnio. Recuerdo que el artículo que en aquel momento estaba escribiendo para ‘Le Monde Diplomatique’ anunciaba que les iba a contar una historia muy desigual de la lucha entre un mapuche y una empresa textil multinacional. La empresa no era otra que el imperio Benetton y sus arbitrariedades a un lado y otro de la cordillera de los Andes. Lucho me contaba que, en el siglo XIX, el pueblo mapuche contaba con un territorio que pasaba los diez millones de hectáreas. Casi un siglo después, en 1973, debido al despojo de las tierras y a los traspasos inmorales de la dictadura chilena a manos de particulares y a empresas multinacionales, los dominios mapuches eran de solo trescientas mil hectáreas. Enfrentamientos, resistencia, asesinatos de dirigentes y represiones sangrientas en un mundo de corrupción asoladora, eran parte de los temas de Lucho. Pero sus preocupaciones no iban solo por carriles ideológicos o políticos. La salvación de los mares, de las selvas y sobre todo la permeabilidad de la conciencia inocente de los niños frente a los conflictos humanos y naturales, fueron obsesiones que llevaron a Lucho a crear verdaderas joyas de la literatura infantil. Entre ellas, tal vez la que más me ha fascinado, la ‘Historia de un perro llamado Leal’. En este hermosísimo libro, Lucho cuenta desde las profundas raíces de la cultura rural, la historia de Afmau (Leal y fiel en mapudungun), un perro criado por los mapuches y que luego es robado por los wingkas (los blancos, los huincas). Por ahí, Lucho nos da en una expresiva estampa, una visión crítica de esta gente, en un lenguaje cautivador para los pequeños lectores: «Los wingkas son seres de costumbres extrañas, no sienten gratitud hacia todo lo que hay. Al cortar el pan lo hacen sin respeto, sin agradecer a ngünemapu por ese alimento, y cuando sus bestias de metal talan el viejo bosque de siempre, no sienten el dolor de lemu, ni piden perdón por lo que hacen».
Pero la historia que quisiera contar de Lucho y los mapuches, es otra. Una de aquellas mañanas, después de desayunar en la cocina, Lucho se levantó de la mesa y me dijo: «Negro, tengo que ir hasta el centro de Gijón y vos te quedás solo. Apenas llegue una periodista en una camioneta de la revista ‘Vogue’, me llamás y en minutos estoy aquí». Yo no lo podía creer. «¡Vogue! ¿Qué tiene que ver contigo esa revista de mierda?», le pregunté desagradablemente sorprendido. Él se rio, tomó un par de mates, se trepó al coche y desapareció.
La cabezota de Lucho, inundada por una inteligencia y una imaginación prodigiosas, no daba abasto.
Veinte minutos después, apareció en el frente una camioneta blanca Range Rover, con un logo gigantesco de Vogue. Del vehículo descendió una flaca anoréxica elegantísima, que preguntó por «el señor escritor Luis Sepúlveda» y apenas le respondí que no era yo, que el verdadero vendría enseguida, comenzaron a bajar por las puertas traseras baúles, trípodes, sombrillas y cámaras fotográficas. Mientras ellos hacían lo suyo, lo llamé a Lucho y le dije que la periodista ya estaba allí, con todo el aspecto de venir a pasar el fin de semana en su casa.
Media hora después, estaba la flaca sentada en una butaca de directora de cine y Lucho en otra igual, pero enteramente vestido de negro. Camisa, pantalones y zapatos negros. Un actor de cine. La entrevista duró quince o veinte minutos. Cada tanto, sentado a prudente distancia, yo pescaba algunas de las interrogantes de la flaca, que se esmeraba por darle un toque intelectual al asunto. «Luis, ¿en qué piensas antes de empezar un libro infantil?» Y Lucho, sin perder la calma: «Por lo general, en los niños». O «A la hora de definirte, ¿cómo lo haces? ¿Te defines como latinoamericano, como europeo o como ciudadano del mundo?» Y Lucho: «Naaa… como chileno nomás». Y así otras cuestiones por el estilo que parecían nublar los sesos de la flaca. Al fin se despidió de Lucho con dos besos, uno por mejilla y desaparecieron como habían venido. Antes de partir, me parece que la veo, ella sacó de su cartera brillante de charol un sobre blanco con el logo de la empresa y se lo entregó a Lucho con elegancia. En el interior del sobre había un cheque por una cantidad superior a los diez mil euros. «Negro, acompañame, hasta el centro, que tengo que llegar al banco antes que cierre». Fuimos y llegamos a tiempo. «Quiero hacer este depósito en esta cuenta», le dijo Lucho al empleado del banco, dándole un papelito con el número de cuenta. Pero antes de darle el cheque al funcionario, Lucho me miró con una sonrisa de oreja a oreja y me dijo: «Démosle un beso al cheque antes de mandarlo». Lo hicimos. Y cuando no pude más con la curiosidad, le pregunté a quién iba dirigido. Me respondió: «A una fundación mapuche que tenemos en Calbuco. Creo que para dos escuelitas rurales de la Región de los Lagos». Todo lo vi con mis propios ojos. Ese era Lucho Sepúlveda. Y que yo sepa, lo que hizo, nadie lo supo. Todo lo que acabo de contar, ocurrió en menos de tres horas. Luego, rememorando la entrevista, nos fuimos a las risas a tomar una cerveza en un bar cercano, que tiene su fama porque las mesas de afuera, se encuentran a la sombra agradable de las bolas del Rey Pelayo.
Es asombroso descubrir cómo se articulan las ideas y pasiones en torno a la poesía habiendo tanta distancia geográfica -nunca…