por Rodrigo Barra V.

Hay una soga que permite al espíritu escaparse del cuerpo sin morir, explicó el chamán. En la facultad, aprendí que el cerebro no solo tarda mucho en apagarse, sino que comienza a actuar de una manera anómala cuando el corazón está dejando de funcionar. Queda en «estado de meditación» según los encefalogramas y las ondas delta predominan. Las mismas que se generan durante la meditación profunda. Curioso, quería saber qué pasaba. ¿Será que la muerte es una expansión de la razón? ¿Se extinguirá lo consciente cuando el cerebro deja de estar activo? ¿Y si la vida es solo un momento más de un mismo viaje?

Era otoño y estaba en medio de la selva. ¡No me había bañado en días! Del grupo de caminantes, fui el único al que picaron los bichos. Decenas, siguiendo su instinto atávico encontraron las arterias de mis tobillos en aquella ducha improvisada. Sangré «en sábana» como se precisa en términos médicos. Definitivamente, mi ADN contaminó a la jungla peruana. Con sus conocimientos ancestrales, el nigromante hizo un cocimiento de bejucos y hierbas amargas que espesó de tanto hervir. Lo aguardaba nervioso en su choza. «Sea paciente y todo resultará mejor», me dijo el viejo. Puso unas cuantas gotas en un cuenco. «Para limpiarlo, para prepararlo», explicó. Ingerí el brebaje.

Transcurrió una hora más o menos, en la que el día se hizo noche e inicialmente solo noté un ligero mareo, nada desagradable. Después de un rato, había tosido, vomitado, orinado y hasta me cagué en los pantalones. Tanto como es difícil imaginar. Fue bueno llevar mudas y volver a ducharme. El chamán bebía conmigo y lo venía haciendo desde antes. «Este líquido convertirá tu juicio», me dijo. Entendí que ellos saben bien cuántas veces pueden probar de la pócima sin privarse de la lucidez necesaria para vigilar nuestro proceso y dirigir al grupo que nos rodeaba. De pronto, a vista de todos, colmó un dedal de madera con el brebaje y me lo entregó sin decir palabra. Me vino una reacción fuerte y vomité agua cristalina. El hechicero dijo «ahora». La ayahuasca hizo su efecto, él se puso a entonar una cantinela en que repetía ciertas palabras.

El chamán bebió una y otra vez, transportándose. Empezó a gritar como un loco, hablaba sin concierto y no dejaba de gesticular. Hasta que caímos dentro de una suerte de nido de paja. Por la expresión de todos, deduje que lo creían un oráculo. Me incorporé del suelo, pero tras unos minutos, fui tumbado por un verdadero rayo que entró por mi boca y se desplazó por mi cuerpo hasta el ano, disipándose. Algo había tomado control de mi persona. Todo se fue apagando, los colores me hablaban, abrí los ojos y pude ver arboles caminando. Sentí miedo y los cerré de inmediato. Intenté resistirme, pero era imposible aguantarse. Estaba asfixiado, me dolía el estómago. Mi vida pasó por delante, pero no en imágenes, sino en emociones. Algo se movió a mi lado y de inmediato vi volar un picaflor gigante. Entonces, una voz clara y contundente me habló. «Todo es producto de tu mente, el DMT de las raíces genera las alucinaciones. No hagas caso, estarás bien… ahora, empieza tu verdadera transformación».

Inspiré y exhalé rítmicamente, tratando de calmarme. Me salían mocos, flemas, sudaba. Una voz de mujer me dijo al oído que debía huir y lo hice gritando como si en ello se me fuera la vida. Gracias a sus palabras superé la asfixia de esa muerte lenta y espeluznante. La violencia de las tercianas disminuyó y pensé, ya al aire libre, que todo había acabado. Pero la voz volvió a hablarme y de la nada surgieron unos corazones con brazos y patas. ¿Cómo supo la voz que ella los dibujaba cuando éramos adolescentes? Antes que se muriera, claro. «No estás aquí por casualidad, entiéndelo», repitió el ser invisible. «¿Creías que todo funciona por azar? ¡No!, todo ocurrió para lo que viene…».

Súbitamente, me vi rodeado por mis seres queridos, mis hijos, y todas las mujeres con que había intimado. Salvo la muerta, claro. Pero detecté su mirada en una antigua amante, el tono de su voz en otra y así logramos comunicarnos. Con un cariño inmenso, me dijo que no me preocupara, que ella ya había pasado por esto y que ahora era mi turno. Su rostro se confundía con el del colibrí azul eléctrico y brillante. De un momento a otro me rodearon gatos, cientos de ellos, podía sentir su suave pelaje. Fueron aumentando hasta sentirme inmerso en ellos, unos pequeñitos entraban y salían de mi boca. Me ahogaban. Moví una mano y sacaron sus garras, empezaron a rasguñarme. Hasta formar un río de sangre que inundaba la jungla. Estaba consciente de lo desagradable de mis sensaciones, arrepentido de haber tomado la opción de la ayahuasca, pero a la vez no lo estaba.

Al rato me llevaron en andas a una cama, «respira» me decían, que siguiera las instrucciones como en un parto. El cuerpo se me partía, el cuero cabelludo, las uñas, me lastimaban. Retorciéndome como un animal, la intensidad del dolor subía y bajaba. Así estuve por horas. Hasta convertirme en una bestia humana. Fue entonces cuando apareció un hombre con mi propio rostro, aunque más fuerte y alto. Me llevó al borde de un precipicio, ordenándome saltar. Sufrí más vómitos, mucosidades, baba. Aparecieron mis hijos. Ellos me animaban: «tírate, salta». Al fondo del abismo distinguí un resplandor. Sin más demora, me lancé al vacío y al instante descubrí que ya no estaba en mi cuerpo. Contemplé desde arriba mi caída y cuando llegué al fondo crucé un espejo. Quedé tirado, friolento, tembloroso. De pronto sentí una mano sobre mi frente… desperté en el piso, de vuelta en la choza, con los otros viajeros preguntándome cómo estaba. Me sentí liberado.

Al llegar a Santiago, me sorprendió descubrir que la última imagen que observamos al morir queda impresa en la retina. Me puse a estudiar sobre el menjunje llamado ayahuasca y su componente psicoactivo, el DMT. Decía que las células a punto de perecer lo liberaban. Que la substancia se encuentra en todos los vertebrados y que es la misma droga encargada de hacerte soñar.

Dudo que exista una artimaña evolutiva para preservar la conciencia. Es solo tu cuerpo que está eligiendo liberarla, porque sabe que tu destino será demasiado sombrío como para enfrentarlo. Así que sueñas, y la alucinación nos dice que todo estará bien. Y te inventas que existe una soga atada al alma y que nada en absoluto te sucederá. Pero el astrónomo no se queda con el ojo pegado al telescopio y siempre trabaja con la última imagen que vio.