Encuentro con Borges

por Rodrigo Barra Villalón

Corriendo abordé un bus casi vacío en el paradero y ocupé un asiento del centro, junto al pasillo. Llevaba los auriculares puestos. La mochila pesaba por los libros. En la fila de al lado, un puesto adelante, había un señor de edad, canoso y corpulento, al que solo podía ver el lado derecho de su cara. Por la radio transmitían un partido de fútbol que el chofer escuchaba a todo volumen. Una señora se puso de pie y afirmándose en una de las barras, hizo una mueca al bajar con su bolsa reciclable, de esas que ahora hay que llevar a todas partes. Me quedé solo con el anciano.

Al mirar por la ventana, creí estar en el interior de un laberinto y me dije, sin saber la razón, que pronto emergeríamos en la Urbe de los Inmortales. En el río Mapocho, bajo el puente que cruzábamos, vi unos perros bebiendo de sus aguas e imaginé que jamás morirían… Asumo que mi sensibilidad se pudo haber visto algo afectada por el consumo de la mota que recién me había convidado un compañero de Filosofía.

De pronto, el viejo empezó a tener convulsiones. Agitaba los brazos y apretaba los ojos. Después intentó controlar su cabeza con ambas manos. Todo ocurría, extrañamente, en el más absoluto silencio. Ni siquiera se escuchaban los ruidos de la ciudad o la carrocería del bus al avanzar.

Lo miré atentamente.

Yo a ese viejo lo conocía, con cada convulsión su rostro me era más familiar. Sus comisuras marcadas, la frente amplia, sus labios gruesos y el ojo derecho medio cerrado… ¡Era Borges! Estuve, no sé, diez, veinte segundos o más, observándolo. Me restregué los ojos, pero seguía siendo el escritor muerto.

Allí, en el mismo bus y delante de mí.

Sus espasmos se detuvieron y miró al infinito con sus pupilas ciegas, como hacía en sus conferencias cuando guardaba silencio. Dirigió su rostro hacia el techo, con ese ademán que combinaba asombro y alegría. Parecía estar hablando con alguien en voz baja.

Me acerqué a él.

—Maestro —dije al fin—, ¿algo que pudiera aconsejarme? —Uno puede fingir muchas cosas, incluso la inteligencia —contestó—. Lo que no puede fingir es la felicidad.

Después giró hacia la ventana y cuando volvió a mirarme era otra persona. Una cuadra más allá lo vi bajarse en su paradero. Hace rato había pasado el mío. Con el apuro, se me cayeron los auriculares y los perdí.