EL MUSEO DE LA BRUMA. Galo Ghigliotto. Laurel Editores, 2019
por Josefina Muñoz Valenzuela
La visita a los museos suele ser parte del viaje a otros países, porque suponemos que allí está conservada parte de su historia, sus habitantes, su cultura. En ese espacio encontramos información condensada y válida (al menos eso estamos dispuestos a creer), acerca de la prehistoria e historia, del arte y la cultura. La curatoría de las exhibiciones es realizada por personas que “presentan” aquello que contemplaremos como visitantes, tanto de acuerdo a las concepciones de la sociedad, como a su formación especializada, preferencias, valores, ideología, pertenencia a grupos, etc. En ese sentido, a nivel mundial, hemos asistido a una creciente oposición a, por ejemplo, la presencia de restos funerarios de culturas pasadas en los museos, por el atropello que implica a la dignidad humana, lo que ha significado un cambio visible en las presentaciones museográficas actuales.
El libro de Galo Ghigliotto, además de ser altamente conmovedor, estremecedor en realidad, es sorprendente en múltiples aspectos: desde luego, en su particular concepción, y en el tipo de lector que requiere. En el colofón se señala explícitamente que es una novela, pero presentada bajo la estructura de un catálogo que condensa la memoria de un museo cuyos objetos han desaparecido completamente bajo las llamas. Así, solo han sobrevivido estas descripciones acotadas y precisas de la más desoladora ausencia. Como lectores, debemos ir dando forma a aquello que está descrito en las galeradas del único catálogo impreso del museo, encontradas por casualidad, y a partir de las cuales iremos transformándonos en curadores de un montaje invisible que solo cobra vida en nuestra mente y continúa ardiendo desde las palabras, porque es también el museo de innumerables horrores que se presentan con absoluta naturalidad.
Durante toda la lectura, sobrevuela una gran interrogante acerca de quienes hicieron la curatoría de este museo que busca que el horror, la locura, el exterminio, pervivan en la memoria. Esta verdadera resurrección que vamos logrando desde las palabras, nos centra también en el corazón de una realidad invisible e invisibilizada durante más de un siglo, que corresponde al exterminio de las etnias originarias que habitaban en la Patagonia chilena y argentina. El poderoso sistema económico de estancias y cría de ganado ovino para vender la lana a Inglaterra requirió el asesinato de quienes vivían allí, especialmente de los selk’nam, yagan y kawesqar, y fue estimulado por recompensas en dinero. Contó también con la aprobación de los estados chileno y argentino, con el silencio de sus representantes políticos y el de las misiones religiosas que, sabiendo lo que sucedía, no pudieron o no se atrevieron a denunciarlo.
La primera página nos enfrenta sorpresivamente a los nombres asignados a dos de las tres salas del museo, quizás desconocidos para lectores jóvenes: los próceres (Julius) Popper y (Walter) Rauff, ambos partidarios y ejecutores de exterminios de grupos humanos.
Inicia la novela la pieza Nº 231 del catálogo recuperado; se trata de una pintura que representa una escena pampeana, descrita con minuciosidad, lo que confirma su existencia y permite que la recreemos en nuestra imaginación. Ya estamos dentro de la bruma, a menudo terrorífica, a veces con notas de humor y humor negro, que cubre y descubre ese mundo que se cuenta con tanta precisión descriptiva, mediante un lenguaje técnicamente correcto, pero que también refleja esa calidad fantasmagórica que se asoma y se desvanece como la bruma.
Las piezas constituyen un conjunto tan disímil, que hacen recordar aquello que se llamó gabinete de curiosidades, espacios en que las personas de fortuna exponían sus colecciones de “curiosidades” de diversos países del mundo. La pieza Nº 670 corresponde a un esbozo del protohomínido originario de la Patagonia; la pieza Nº 14 es un relato de un prisionero de campo de concentración en la isla Dawson; la pieza Nº35 es una foto del acto de agradecimiento a W. Rauff, de la escuela Las Mercedes; la pieza Nº176 corresponde a una lata de pintura spray con la que la cazanazis Beate Klarsfeld funó a W. Rauff en las afueras de su casa en Las Condes, Santiago; la pieza Nº 80 es la lista de detenidos llevados a la isla Dawson luego del golpe militar de 1973, que termina con un largo etcétera bajo el cual se ocultan (y excluyen) los nombres de quienes serían considerados, quizás, menos importantes; a continuación, la pieza Nº119, que reseña el traslado a la misma isla, pero a fines del siglo XIX, de un grupo selk’nam, llevado por la Sociedad Explotadora de la Tierra del Fuego. Y la pieza Nº 88, un largo collar de orejas humanas disecadas perteneciente a José Menéndez: Material: piel y materia humana, hilo, largo 1,87 m y peso 1,4 k.
Seguimos leyendo este catálogo en extremo bizarro y, a la vez, en extremo serio, al estar construido de acuerdo a normativas de Inventario y Catalogación. Iremos conociendo más piezas sorprendentes de algo que ha sido considerado parte de nuestro patrimonio nacional. Avanzamos a través de transcripciones de relatos de lugareños sobre diferentes temas; cartas-denuncia sobre la cacería y asesinato impune de indios; un disco de Rosita Serrano, autografiado y dedicado al general Pinochet; registro de las visiones relatadas por indígenas convertidos a la religión católica al momento de morir; menú del almuerzo de una expedición de Popper; caja labrada en plata que contiene el ¡prepucio! del mismo Popper; pata de palo de la señora de José Menéndez, María Behety…
Una de las piezas es la carta de un niño que le pide a Papá Noel que le traiga un indiecito, porque su vecino tiene uno y como él se ha portado bien todo el año y seguirá haciéndolo, merece ese regalo. Además, promete que lo lavará bien para que quede blanquito como él. Y en la página 269, un recuadro en el que leemos (Espacio para horrores futuros), bajo el título de ESPACIO DISPONIBLE PARA PIEZA SIN NUMERAR. Sin duda, quienes están a cargo de este peculiar museo, saben que quedan muchos otros horrores y “curiosidades” por recibir y exhibir.
La pieza Nº 703 nos remite a un texto escrito en el libro de visitas, titulado La real realidad. Comienza afirmando que “La realidad es una bruma salpicada de imágenes difusas (…) Sobre esos fragmentos proyectamos nuestra mirada, y esta nos devuelve una imagen subjetiva que interpretamos según nuestros recursos, para asumirla como real. (…) Es duro vivir entre fragmentos. Es la constancia de vivir entre ruinas, las ruinas de algo que fue, o será”. Esta “real realidad” de la que deja constancia el catálogo recuperado nos instala en el centro de las preguntas que siempre surgen al relacionar la realidad con la literatura o la realidad de la literatura, siempre entremezclado con interrogantes sobre la verdad y lo verdadero.
Nos pincha un estilete al remarcar lo duro que es vivir entre fragmentos, entendidos como ruinas o como restos, como todo aquello que “sobrevive” al presente solo porque lo recordamos una y otra vez para mantenerlo vivo, aunque sea de manera vicaria, pero sabiendo que el tiempo solo nos va dejando restos, ruinas, recuerdos y destellos vagos semidesaparecidos en la bruma.
Acudimos a las palabras para consolarnos de las pérdidas, para que reconstruyan eso que desapareció para siempre y lo instalen en nuestra memoria, ante nuestros ojos como fue en algún momento, para que volvamos a oír su voz desde la penumbra y nos libre del dolor durante algunos instantes.
Por otra parte, el erosivo tiempo hace que parte importante de nuestras vidas (nosotros, nuestros seres queridos, las actividades, los sueños y deseos) vaya desvaneciéndose en el pasado, y solo puede regresar, en ocasiones y mientras nuestra memoria lo permita, convertida en fragmentos cada vez más difíciles de armar y con una precariedad que hace aún más difícil creer que algo ha sido verdaderamente real.
Esta novela – catálogo nos enfrenta a una tarea imposible: reconstruir un museo cuyos objetos fueron devorados por el fuego. Nos enfrenta también a enjuiciar los criterios que subyacen a la presencia de ciertos objetos y a la ausencia de otros, porque implica temas valóricos, ideológicos y políticos: no hay inocencia en las presencias ni en las ausencias. Finalmente, nos impele a preguntarnos por aquello que recordamos y aquello que hemos olvidado o, quizás, hemos querido olvidar de manera consciente, para armar un gabinete personal de curiosidades que no nos cuestione, pero que tampoco nos exija cuestionar.
Estamos en presencia de un libro notable no solo en su concepción y sus contenidos, sino también por su capacidad de ayudarnos a ilustrar e iluminar de manera muy profunda un especial momento de nuestro acontecer histórico y social (sin duda, posterior a su escritura), que ha sido definido como un “despertar” colectivo y que, en lo fundamental, corresponde al reconocimiento de que temas vitales para toda sociedad que creíamos presentes y reales, no eran sino una estremecedora y grave ausencia: educación, salud, vivienda, pensiones… Estaban detalladas en un catálogo que parecía real, pero su realidad solo era tal para quienes pudieran pagar por ella.
Invito a nuestros lectores a leer este libro, porque pertenece a ese tipo de escritura que expande nuestras capacidades interpretativas, como toda buena literatura, y nos permite ver más allá de la bruma, la externa y la interna.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…