Juan AguilarPor Juan Aguilar

Era sabido en el barrio, por todos los que pertenecíamos a ese mundillo ordinario del fútbol-pobla, que el personaje que algún día llegara a vestir alguna camiseta sería un crack, mayor aún si ese tipo en su espalda cargaba la número diez. Eran tiempos difíciles, donde el piojento que llegara a tener alguna polera recién comprada tenía ganado el cielo. Porque cuando uno vive en los suburbios todo se hereda, todo llega ocupado a nuestro cuerpo, todo viene del hermano mayor, del primo lejano que mandó esa bolsa de basura con ropa, del tío al que le quedó chico el polerón o qué sé yo. Entonces sabiendo nuestra condición sólo nos quedaba soñar con algún día vestir una camiseta de fútbol.

Veíamos por la TV a grandes del “juego bonito” que llevaban toda la responsabilidad del diez, en aquellos años cuando recién empezaron a llegar las cajas tontas de forma masiva y transmitían partidos del torneo local e internacional y donde con los “brocas” mirábamos sin pestañear cada partido, donde el vecino riquillo que tenía una tele, nos cobraba un par de pesos por ser espectadores.

Alucinábamos con ser Platini, Cruijff, Don Elías, Beckenbauer, Rivelino, entre otros. Cada uno de ellos tenía la calidad y la técnica, la esencia y la presencia de todos esos tocados por la varita mágica de aquellos tiempos. Y cuando terminaba el partido, pescábamos el trapo y salíamos corriendo para parecernos a nuestros ídolos. Yo a mis tiernos siete años, y sabiendo mi condición física ordinaria, con esa piel chola y el pelo chuzo, aún así me creía como esas estrellas y pescaba la redonda. Y aunque la gallada me gritaba desde lejos que era “hediondo de malo”, yo alucinaba como el niño que era.

No pasaría mucho para que a nivel Pobla se empezaran a organizar los primeros campeonatos adultos. Así fue como a ellos asistíamos con los colegas solo como hinchas, con el ojo crítico, audaz, agudo y endemoniado. Fue también ahí donde lo vi jugar por primera vez, y lo vi entrar con la diez como los grandes, en esa cancha de tierra que se regaba ratito antes, para endurecer decía el viejo Quiroz de la esquina, y después pasaba el gordo con su tarrito con cal pintándola, marcando cada línea de ella, haciéndola parecer un verdadero estadio. Fue ahí donde lo vi controlar la redonda como si éste fuera el ejercicio más natural, como si éste fuera un mero trámite, y lo vi pasarse a todo el equipo contrario.

Él era único, su fútbol, su talento, lo hacía ser nombrado y recordado por días, hasta que el fin de semana siguiente venía otro partido y ahí estábamos con los mocos colgando y dejando pasado a “chingue” cuando celebrábamos sus goles. Cómo olvidar a ese talento escaso que nos hacía tan feliz cada fin de semana, eran días pensando en el próximo partido y así fue como nos hicimos hinchas del “Chile Nuevo”, porque ese equipo también creía en un nuevo país, en aquellos años donde el tirano se hizo vitalicio y la democracia llegó sin pena ni gloria.

Fueron domingos gloriosos gritando desde la galucha, mientras adentro de la cancha este talento se ganaba nuestros aplausos. Fueron días de completo nerviosismo esperando un resultado, todos atentos a que ese talento hecho hombre nos regalara a la gallada alguna jugada, para después imitarla en el pasaje. Fue ese año donde el equipo se consagró campeón, fue ese mismo año donde le creí a ese arquero y su famosa bengala, fue ese mismo año donde el tiempo se detuvo y ese jugador top que llevaba la diez nos dio los tres goles de un sufrido campeonato, fue el mismo año donde la galucha me preguntaba: y usted mijito ¿a quién chucha salió tan malo pa´la pelota?; fue ese mismo mes donde escuchaba de lejos el rumor de la gallada que decía no hay comparación; fue ese mismo año, donde por primera vez vi en una cancha al mejor diez que recuerde, fue ahí mismo, en esa vieja cancha de tierra donde mi viejo se vestía de héroe y fue ese año con mi ojo crítico, donde yo lo consideré, el mejor jugador del mundo.

Juan Aguilar nació en San Bernardo, Chile (lo que no se debe olvidar). Proveniente de una familia que mezcla el arte-humor con la locura callejera constante. Escritor, Trabajador Social de la Universidad del Pacífico. Desde los catorce años incursionó en el mundo de las letras, primero escribiendo canciones para su primera y única banda musical, luego, manteniendo viva su inspiración de tono evocativo y sentimental opta por cambiar las canciones y los escenarios de kermés por lo que sería su gran afición, los relatos. Antes de sacar su primer libro, se desempeñó en variados trabajos, recogiendo información necesaria para saber que la realidad tiende a desaparecer.

Libros Publicados:

Soy Calle (Relatos inútiles en tiempos subversivos). Año 2012

El Diario de Don Carlos. Año 2016

El Gigante Fernández y otros cuentos.  Año 2016