Rito de iniciación

por Carolina D’ Albora

A la mañana siguiente, Consuelo partiría de vacaciones a Rapa Nui. Miraba la noche por la ventana de su dormitorio (su marido aún se duchaba), triste porque acababa de descubrir que se aborrecía. ¡Había pasado toda su vida creyéndose perfecta! Y ahora se sentía una inútil.

Cuando Cristóbal salió del baño, decidió enfrentarlo.

—¿No me ves? —preguntó— ¿No te das cuenta de que somos unos robots?

Él intentó mirarla a los ojos, pero ella se alejó bruscamente.

—¡No nos tocamos!, no seas falso.

—Estamos cansados —explicó Cristóbal, bajando la vista.

Consuelo le dio la espalda, no quería verlo ponerse el pijama. Pensaba en mil cosas, imágenes, recuerdos. «Él no entiende», pensó, «¿o yo soy la culpable?». Fue al baño y se miró al espejo: vio enojo y desazón. Pero en verdad no tenía certeza de sus sentimientos.

Tal vez predominaban la melancolía y el mutismo. «Con Cristóbal somos unos irresponsables», se dijo. Y luego recordó el amor. Fue una sensación lejana, como si evocase una experiencia de otra persona.

Acostumbraba celebrar sus cumpleaños con una gran fiesta. Pero hace una semana se negó a los festejos. El silencio fue absoluto. Sus hijos y esposo la miraron perplejos con la torta en las manos y ella simplemente les dio la espalda. Desde ese momento la familia se hallaba en crisis, pero las vacaciones estaban planeadas de antes y no podían perderlas.

El matrimonio y sus dos hijos, de diez y tres años, subieron al avión bajo un cielo gris. Nadie sospecharía, al mirarla con sus cuarenta años, su melena negra y chasquilla gruesa, la soledad de sus pensamientos.

El vuelo llegó sin novedad. Los pascuenses los recibieron con collares de flores, música y bailes polinésicos. «Son chilenos tan distintos», pensó Consuelo. Era la hora del almuerzo y los niños estaban ansiosos por comer. Cristóbal la miró entusiasmado, con la ilusión de que las cosas mejorarían, y ella le sonrió discretamente.

Por la mente de él giraron fotografías de su vida en común, desde los primeros días hasta el presente. Sintió un punzazo en el pecho y cerró los ojos por un instante, entendiéndolo todo.

A sus treinta y ocho años, era un hombre amargo, encerrado en una jaula de creencias y prejuicios. Intentaba, sin embargo, ser tolerante. Así ocultaba su aburrimiento.

Aunque era un arquitecto brillante, no construía nada sino que asesoraba a grandes empresas. «Crear es para otro tipo de personas», decía. Estaba consciente de que los sentimientos no eran lo suyo. «¿Por qué Consuelo me paraliza?», se preguntaba. «Ella está mejor preparada para terminar nuestro matrimonio, pero… ¿yo también quiero eso? ¿Y cuánto tiempo nos queda? No debiera importarme, el dolor siempre estuvo dentro de mí».

Al otro día, ella quería broncearse en la playa, lejos de su esposo y sus niños. Pero el sol se demoraría una semana en salir.

Aprovecharon de recorrer la isla, ver los espectáculos diurnos y nocturnos, y comer en exceso. Consuelo observó que los pascuenses eran hombres fuertes, toscos, con un gesto agresivo en sus caras.

Un día antes del retorno, quiso practicar buceo. Partió con su hijo mayor, preguntando aquí y allá, hasta dar con el muelle correcto. Momentos después, remontaban al mar en una amplia embarcación.

Había doce pasajeros y ocho instructores. Al mando del timón, en el puente, el capitán no cesaba de dar instrucciones. En una cabina estaban los trajes y tubos de oxígeno, que más tarde los instructores repartieron. De pronto, una alemana estalló en llanto y se negó a bucear. La escena generó unos instantes de tensión.

Hasta que se oyó al capitán designando los turnos de los buzos principiantes. La cara de Consuelo dio indicios de arrepentimiento. Pero estaba con su hijo y no podía decepcionarlo.

—Tú vas con ella —le dijo el mandamás a un instructor.

El hombre, en un santiamén, arrojó a Consuelo al agua y entre ola y ola la ayudó a practicar su respiración. Ella, casi ahogada, se aferró a la mano del nativo. Una mano trabajada, áspera, que con fuerza y seguridad la invitó a confiar.

El nombre del pasceunse era Tiki Pakarati. Tenía treinta años y jamás había salido de la isla; no le llamaba la atención. Era un joven alegre, pero de expresión seria. Cuando pequeño aprendió a disimular enojo para darse importancia. Era un artista tallando madera, nadaba como un pez y sabía cocinar algunas cosas.

Le ordenó descender. El silencio, los corales, los peces de mil formas, tamaños y colores, se mostraron únicos e irrepetibles ante los ojos de ella.

En un momento, el muchacho la tomó de los brazos. Colocándose sobre ella, la condujo en un vuelo submarino. En un recoveco aparecieron dos peces, bellos y candorosos, y Pakarati se los indicó irónicamente, dibujando con sus manos un corazón.

Entretanto su hijo, a cierta distancia, empezó a ahogarse y su instructor tuvo que subirlo con tanta rapidez como se lo permitieron sus pulmones. La situación fue de vida o muerte. En la nave lo recibió el capitán y de inmediato le hizo respiración boca a boca.

Consuelo ignoraba lo que sucedía, aunque en realidad no le interesaba nada más que ella y el pascuense. Quiso sacarse el buzo, el balón de oxígeno. Tener una vida bajo el agua y respirar la sal, rodeada de monstruos oceánicos…

Al día siguiente, mientras paseaba por el pueblo, Consuelo imaginó a Cristóbal en las casa de ambos en Santiago. Observaba la cama perfectamente tendida y luego daba media vuelta, saliendo del dormitorio con un gesto impasible en el rostro.

Siguió avanzando por las calles, hasta que divisó al pascuense en el puesto de buceo y al acercarse, nerviosa, aparentó indiferencia. A escondidas, buscó los ojos huidizos del joven y se sintió sola. Entendió por fin que no estaba loca. Estaba vacía, sin planes, libre. Sus hijos se hallaban en el hotel y pronto tendrían que tomar el avión de regreso.

Miró a Tiki por última vez y pensó en decirle su nombre, pero se arrepintió. Él ni siquiera la había visto.