Por Albina Sabater

Le dije a mi hija que no era buena idea ir en tren desde Atenas a Estambul. Pero ella insistió, porque en el mapa estaba clarísima la línea de ferrocarril. Por lo  tanto, el tren debía existir. Y discutir con Ithia es como hablarle a un bloque de cemento.

Ya en el hotel de Atenas el conserje nos miró extrañado cuando le preguntamos por la estación de trenes.  Nos indicó que debíamos caminar varias cuadras hacia abajo. Como los griegos comunes no parecen saber inglés y nosotras no sabíamos nada de griego, cada cierto trecho mi hija detenía a algún transeúnte, movía su mano de arriba abajo, como dando impulso a una locomotora imaginaria, y preguntaba “¿Chú-chú?”.

Llegamos a la estación, muy modesta, y en una ventanilla mostramos los boletos del Eurailpass, indicando “Istambul, Turkey”. El funcionario negó con la cabeza y dijo “No train to Turkey” ¿Qué hacer? Alguien nos dijo que sacáramos boletos para un lugar cuyo nombre no entendimos. Le hicimos caso. Supusimos que ese tren nos acercaría a Turquía.

Los vagones iban casi vacíos y no había otros extranjeros adentro. El viaje pareció eterno, mientras el convoy pasaba a través de campos y sembradíos, rodeando cerros, y se detenía a veces en pequeñas estaciones, con letreros escritos en griego, y que ni siquiera figuraban en el mapa del Eurailpass. “¿Turkey, Turkey?”, preguntaba yo cada cierto número de estaciones, hasta que una mujer, con un gesto imperativo, nos indicó que nos bajáramos donde recién se había detenido la máquina. Así lo hicimos.

Era Tesalónica. Bonita estación, restaurantes limpios, un local de Internet donde buscar, ¡por fin! nuestro futuro. Comprobamos que ya no había trenes a Estambul, pero que podíamos acercarnos. Ya era de noche y estábamos agotadas. Tuvimos que pernoctar allí, en un hotel cercano, precioso y carísimo. Por lo menos, descansamos bien, y el desayuno fue excelente. Tempranísimo en la mañana, de regreso a la estación,  “Turkey?, Istambul?”, abordamos un tren mínimo que nos llevó a otro lugar, de nombre impronunciable, donde el inspector del vagón nos indicó que debíamos bajarnos. Fuimos las únicas en descender en esa estación pequeñísima, vacía, y cuya salida nos condujo a un solitario camino pavimentado, rodeado por sitios baldíos. Ninguna construcción a la vista. Nada. ¿Única opción? Caminar.

De pronto, como sacado de la nada, como si fuera un set de televisión puesto allí en ese mismo instante, apareció un pueblo precioso, con una plaza donde había mucha gente sentada conversando bajo árboles frondosos, mientras varias madres paseaban a sus bebés en cochecitos, y algunos adolescentes saboreaban helados. Estábamos en Orestiada, la última ciudad de Grecia en esa frontera, un lugar hecho para marcar presencia, con casas nuevas y limpias, comercio, y gente muy amable. Había una cafetería, que me pareció similar al Paraíso, donde tomamos unos capuchinos y comimos hamburguesas como si hubiéramos ayunado durante una semana.

Pero nuestro destino era Estambul. Y la chica del café, que algo de inglés hablaba, nos indicó que debíamos tomar un bus. ¿Desde allí hasta Estambul?  Nos vendieron los pasajes en una especie de taberna. Yo desconfiaba, pero el bus que partía era moderno y cómodo, y ya estaba lleno de gente vestida a la usanza musulmana tradicional. Veinte minutos después, en las afueras de Orestiada,  el chofer se detuvo en una plazoleta y nos hizo señas de que teníamos que bajar, señalándonos la única calle visible, haciendo gestos de que debíamos seguir por allí. Fuimos las únicas en descender. El resto de los pasajeros siguió quizás hacia dónde. No había nadie en ese camino, como si hubiera sido un pueblo abandonado. Muy de tarde en tarde pasaba un jeep con soldados vestidos de camuflaje y con armas en la mano. Sentimos miedo. Pero había que continuar, arrastrando las maletas, que afortunadamente eran pequeñas. ¿Dónde estaría la frontera?  

Caminamos y caminamos, hasta que al final divisamos la bandera griega, blanca y azul, sobre una pequeña construcción. ¡La frontera! Con pasaportes italianos, y repitiendo “tourists, tourists”, preguntamos de nuevo por Estambul. Los soldados griegos se limitaron a señalar que debíamos seguir caminando por la misma senda, bordeada ahora de arbustos y cercas de alambre.

 

¿Qué podíamos hacer? ¿Devolvernos a Atenas? Absurdo. Quizás estábamos a metros de Turquía.

Pero los metros se convirtieron en kilómetros. Yo tenía la sensación de que había cámaras en todas partes. ¿Por qué una frontera tan lejana de la otra? ¿De quién era ese territorio que estábamos atravesando, si ya habíamos salido de Grecia pero todavía no entrábamos a Turquía? El tiempo y el espacio son relativos, dijo un físico. Y lo son. Ignoro cuánto tiempo pasó, cuántos metros o kilómetros caminamos, porque lo único que hice fue rezar en silencio hasta que, a lo lejos, divisamos unas zanjas, donde varios militares hacían ejercicios de tiro al blanco. ¿Y si se desviaba alguna bala? ¿Era mejor seguir calladas o hablar para que notaran nuestra presencia? Sólo se me ocurrió rezar y le dije a Ithia que hiciera lo mismo. Más allá divisamos unos pocos edificios y una bandera roja con una media luna. ¡Turquía! Y una ventanilla donde unos funcionarios revisaron nuestros pasaportes y nos indicaron que tomáramos un taxi.

¿Un taxi hasta Estambul? Con la cabeza dijeron que sí, mientras sonreían.  Tomamos el taxi, pero ignorábamos que nos esperaban sustos mayores en Turquía.

Albina Sabater Villalba es periodista, escritora y coach ontológico, entre otras cosas. Trabajó varios años en El Mercurio, en la Revista Ya y la Revista del Domingo en Viaje. Habla varios idiomas, ha estado en los cinco continentes, y ha vivido en África, Europa y Estados Unidos. Actualmente reside en Chile. Este relato fue premiado en el Concurso Mujeres Viajeras, de Editorial Casiopea, España, 2015. Además de escribir lo que le gusta, y publicarlo en Amazon, Albina Sabater hace investigación, redacción y edición de libros para instituciones que quieren dejar una huella impresa de su historia.