Gloria PérezPor Gloria Pérez

-Dicen que llegó del sur ¿sabe? Arrancando del invierno y buscando trabajo. Dicen que tiene la simpatía de la gente de allá, aunque yo no le he tratado mucho, eso sí…-El administrador hizo una pausa, acostumbrado a reparar en los detalles de sus inquilinos y prosiguió su relato- es tranquilo el hombre. Nunca se escucha ruido en su departamento ni hay arreglos que hacer, paga puntual, sale todos los días muy temprano al trabajo y vuelve cerca de las ocho. Nunca ha recibido una queja ni una visita…-su tono ahora se torna reflexivo -pero todos los domingos, llueva o truene, él sube a la azotea por las tardes…

El alboroto comenzaba a cobrar volumen en la entrada del viejo edificio, que en nada se diferenciaba de sus compañeros, erguidos todos y dispuestos en fila como viejos uniformados con los mismos tendederos y las mismas plantas colgando de los minúsculos espacios de sus ventanas.

Solo este hecho hacía la diferencia entre el edificio B-509 y sus hermanos, iguales de sombríos y gastados, rodeados de jardines de calas moribundas y cardenales limitados por amarillas ligustrinas mal podadas.

El viento había desaparecido y solo una tibia humedad se agitaba espesando el aire, el cielo permanecía indiferente sobre la luz violácea y purpúrea que se desprendía detrás de las nubes.

En la entrada los inquilinos de los pisos superiores se habían reunido rezando, o maldiciendo todos ellos, con la mirada hacia arriba.

Solo Ernesto permanecía impávido como único habitante de tan lúgubre construcción, sentado al borde de la azotea. En silencio y con los ojos perdidos.  Él sabía que era la hora, podía sentirlo, aunque nadie se lo confirmara, ese era el día. Había esperado mucho y esa tarde de domingo, llegado el momento, todo le hacía sentido.

Ernesto era un hombre silencioso y, aunque amable, no se relacionaba con otros. Había llegado allí hacia tres años ya, una tarde bajo una lluvia torrencial guiado solo por las imágenes de su sueño sin más equipaje que su pequeño bolso cruzado a la espalda y es que no necesitaba nada más.

De niño Ernesto nunca soñó. Se dice que todas las personas sueñan, aunque no puedan recordarlo, pero Ernesto de niño nunca soñó. Fue solo cuando tuvo 16 años que despertó maravillado por tan novedosa experiencia y desde entonces su sueño se volvió recurrente y constante, invasor, insolente como caleidoscópico destello de la luz que estrella a través de un cristal, aquella sucesión de imágenes se adueñaba de sus sentidos, se agitaba y se agrandaba hasta vencerlo. Perturbado entonces despertaba con la certeza de sus propios sentidos tras una vivencia absoluta.

Poco a poco se fue entregando a aquel sueño, repasándolo una y otra vez internándose en él, recorriéndolo. Buscando en él la puerta de salida.

-Dicen que algunos sueños son premonitorios- se adelantaba a decir algún familiar cuando Ernesto se atrevía a revelarlo- o parte del inconsciente que nosotros ocultamos… qué sé yo… un llamado de otra vida…

Así fue como Ernesto salió de su casa una mañana, envuelto en los besos, súplicas y bendiciones de su madre. Sin despedirse del padre que, dándole la espalda, lloraba en silencio el dolor y la decepción que siempre había sentido por el primogénito, por su carácter melancólico y abstraído, por su personalidad gris e incomprensible, siempre tan ajeno.

Cruzó grandes distancias entre muchas ciudades, guiado solo por sus recuerdos como un viajero que vuelve a casa. Llegó sin problemas hasta aquel edificio y se instaló en un piso sombrío lejos de las ventanas.

Las balizas de la ambulancia y la policía se mezclaban entre los murmullos de la gente en escandaloso ruido en la calle. Ernesto se levantó sin prisa, su rostro moreno parecía ahora más claro, hermoso, su nariz aguileña se dibujaba en armoniosa curva sobre la boca que antes resultara demasiado pequeña. Sonreía, con una felicidad extraña.

El viento regresó, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre las ventanas de los demás edificios, ahora llenas de ojos curiosos y sobre el B-509 vacío y expectante. Avanzando de la cordillera la tormenta se acercaba como una caravana amenazante de luces, sonidos y relámpagos. Avanzaba a la cuidad, al B-509, al corazón de Ernesto; pararrayos que esperaba dispuesto, a pecho descubierto con los brazos extendidos, la cabeza al cielo para recibir la lluvia. La ultima lluvia.

En la entrada la multitud se desvanecía buscando refugio, huyendo de la violenta lluvia que rompía y los relámpagos que iluminaban el cielo y se expandían amarillos y rojos, furiosos. Olímpicos.

Aquel era el día. Y Ernesto lo sabía.

Gloria Pérez nació en Chillan un lluvioso 15 de abril de 1976.  En el colegio se interesó por las letras, desde la poesía y la recitación, también el teatro y la lectura.

De adulta cursó lecciones de pintura en óleo en Escuela Difusión Artística y Cultural Claudio Arrau, en Chillan, y en Casa Domodungu, Talca.

Ha recopilado escritos desde 1995 con intermitencia. Ha vivido en Talca, Santiago, Los Ángeles y actualmente, por trabajo, reside en Chillan.