El segundo poemario de Bernardo Grez

por Felipe Eugenio Poblete Rivera

El segundo libro de Bernardo Grez (1971), aparecido en agosto de 2018 y titulado «Antípodas», al igual que su entrega poética anterior, titulada «Eros y Tanatos» (2011), está organizada en dos polos. En el caso del primer libro, ya desde el título ello se hacía evidente, y ahora en «Antípodas», y en forma equiparable, se trata de los hemisferios de la luz y de la oscuridad. Ahora bien, contiene también un tercer bloque, denominado “Otros poemas – Poemas para la Chimba”, lo que de alguna forma –y fue lo que le comenté al autor– no cumple la dualidad, sino la trenza.

Existen al menos dos rasgos más que comparten estas publicaciones de Bernardo Grez: el amparo editorial en La Trastienda, de Alejandra Basualto; y la inclusión de imágenes producidas por Cristóbal Ladrón de Guevara, tanto en cubiertas como en interiores. Incluso las dimensiones de ambas publicaciones son las mismas (16 × 23 cm.), y la tipografía… De pronto parezca superfluo atender esos aspectos, pero percibo que sí son aspectos ineludibles en una publicación, sobre todo considerando que de uno a otro libro se ha optado por reiterarlos, cediendo así a una voluntad de continuidad que me parece admirable y hasta fecunda.

En «Antípodas» es reconocible un mismo tono verbal entre su par de hemisferios, a pesar de la supuesta radicalidad diferenciadora que suponen luz y oscuridad, secretamente unidas por el fondo. ¿Cuáles son las antípodas? El diccionario acusa meramente la ubicación diametralmente contraria –eso de estar en Chile y estar en la China– pero además son las zonas del orbe situados desmesuradamente lejos.

En el primer hemisferio, el de la luz, varios poemas son de tono erótico. Y digo ‘varios’, en razón de que en cada hemisferio hay una cuarentena de poemas, número alto, considerando que las publicaciones de libros de poesía a veces suelen ser breves y acotadas, a veces con menos de veinte poemas1 , aunque está el contraejemplo paradigmático de «Desolación» compuesto por cien poemas.

¡Como sea! En este poemario, Bernardo Grez toma la determinación de jugar con las palabras, de servirse de ellas y utilizarlas, no de modo derechamente ingenuo, pero sí bajo el signo de la confianza que también la niñez posee al acercarse a las cosas. Este factor lúdico es, si no característico, al menos sí bastante reconocible en varias zonas del libro. Por contraparte, pienso en Enrique Lihn y su voluntad de sospecha, su carácter metareflexivo, en donde el poema parte siendo una pregunta por su propio contenido. Pero acá, dejando de lado ese carácter excesivamente reflexivo (la palabra poema no figura en estos poemas, tampoco la palabra poesía), hay más bien una aventura con las palabras. Así, por ejemplo, el poeta puede construir un verso como el siguiente: “valiente como un picahielos” (p. 10), totalmente inédito, es un invento.

E invenciones son también muchas otras, en que las palabras que escoge el poeta combinan los dominios del cuerpo con los de la geografía: “tu sinuoso litoral” (p. 15), “tu piel de montaña” (p. 101), dibujando posibilidades nuevas, interpretaciones abiertas. Hay por ejemplo “caracoles gendarmes” (p. 31), pero existen además otras configuraciones notables, en que se dislocan los usos apropiados del lenguaje para amplificar una sensación poética, por ejemplo “el jardín / que te mira con ojos nísperos” (p. 50), o “tus dos margaritas / volátiles y gaviotas” (p. 17), incluso una “sonrisa paloma” (p. 53). Claro, son palabras que reconocemos como sustantivos y que el poeta emplea, a mí gusto muy acertadamente, como adjetivos. Hay otros ejemplos deslumbrantes como estos, pero será tarea de la lectura revelarlos…

A su vez, todavía en esa línea, percibo un diálogo con un libro mayor de nuestra tradición poética, me refiero a la «Residencia en la tierra», en que el joven Neruda marca un límite en su poesía, y en la poesía en general. Bernardo Grez guiña el ojo a ciertos poemas de ese libro, como “Entrada a la madera”, con su “En madera” (pp. 47- 48) o también su “Pies” (p. 46), que me parece sano deudor y/o homenajeador del “Ritual de mis piernas”. Pero no se trata de copias ni robos, por supuesto, ni tampoco de reescrituras, sino de búsquedas poéticas que se emparentan. Claro, el caso excepcional de Neruda no admite comparaciones, ni admite competencias. Y Bernardo sabe eso, y por lo mismo puede atreverse a indagar en esas búsquedas, sin aspiraciones absurdas, sino genuina creatividad. Adicionalmente, encontramos un “Tango con serpiente” (p. 33) y una “Oda a los pelos” (p. 38) que también pueden evocarnos al “Tango del viudo” y la “Oda con un lamento”, de la Residencia de Neruda; al cual Bernardo menciona en el epígrafe de su poema “Tanto mar” (p. 40), por lo demás.

En este sistema poético que nos ha propuesto Bernardo Grez, este especial ecosistema de colores y símbolos que construyó verso a verso, es uno en que abundan los objetos y las cosas: y está la cuneta, la estufa y la oruga, hay jaulas y maizales, hay almohadas, naranjas, alas, libélulas y polillas; también hay “encías violáceas” (p. 103), rumores, racimos, talones y relojes, hay candelabros, ángeles, abundan las ciruelas; además hay veladores y hay laurel, formalina, costras y amígdalas, en fin, una ancha sorpresa ante la materia, pero además ante las formas verbales, las palabras, que esas materias o cosas toman al momento de ser dichas ¡qué traducción la de lo real a lo verbal!

A través de ciertos poemas, además, el autor va confesando su poética. Así, en el poema “A imagen y semejanza” (p. 64), torno a la escritura cuenta: “descosidos garabatos / que no vencen ni convencen / pero arañan la memoria larga” y más abajo: “escribo por necesidad de pérdida” (p. 64). Y es en relación al ámbito de la memoria cómo se articula la vinculación con la tercera sección de este libro, esa especie de tema extra que suelen traer ciertos discos de música, que son los “Poemas para la Chimba”, vale decir, poemas para los barrios de la infancia del autor. He ahí otro hemisferio, que a mi gusto se revela tanto o más agudamente escrito que los precedentes. Y en tanto el segundo, el de la oscuridad, resalta con mayor énfasis el tema psicoanalítico, me parece plausible considerar esta sección, dedicada finalmente a la infancia, como un lado oscuro adentro de ese hemisferio de la oscuridad. Pero no porque sean oscuros los motivos de los poemas, no, más bien por la profundidad de la hebra con que fueron tejidos e instalados precisamente después de la oscuridad.

Yo no sé si el autor nos ofrezca estos poemas en ese orden porque quiera insistir en una dirección de lectura que ofrece ese orden. El libro lo hace la lectura, y en ella, partir de un hemisferio u otro, percibo, no equivale a ninguna obligación. Muy por el contrario, la invitación al viaje ya está hecha.

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1 Poemarios como «Mudanza» (Alejandro Zambra), «Aire quemado» (Gladys González), «La península» (Ignacio Mardones). O incluso la «tentativa del hombre infinito» (Pablo Neruda) y «El espejo de agua» (Vicente Huidobro).

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Felipe Eugenio Poblete Rivera
Enero 2019