Por Andrés Abella
Educación
¿Valió la pena
tomar cuatro micros
durante mil días
para llegar a la escuela?
De un lado u otro
de la Tierra
nadie puede ver
el lado oscuro de la Luna
Con gusto habría cambiado
el frío y gris silencio del patio
por la soledad del campo
Quizás debí caminar
unos kilómetros,
perforar la suela de mis zapatos,
en vez de someterme
a la miseria de la religión
Fui testigo
de la ridiculez de los adultos
y la afectación de los niños
Me dediqué a corregir
la ortografía de las monjas,
a cometer los pecados capitales
y a rebelarme contra
el odio hacia Darwin
Conocí a mi primera maestra
de Castellano
y escribí algunos poemas
con mis más profundas dudas
Fue un tiempo amargo e infeliz
Quise ocultarlo con un espejismo:
carencia y privilegio,
mentiras en las que todavía creo
y me dan miedo
El liceo
Cuando el mundo se ensanchaba,
dejando en el pasado
la marchita inocencia enardecida,
entré al liceo.
Mi mochila estaba llena de dudas,
mi curiosidad intacta
por la divinidad de la ciencia,
las letras y la historia.
Estuve allí cuatro años,
los mejores de mi vida.
Recuerdo los rituales:
el primer café en un café,
mis cuadernos con poemas…
En el liceo aprendí
a vivir en dictadura.
La desmesurada
clandestinidad.
Las palabras
de la protesta.
El timbre metálico
de un presidente muerto.
Descubrí un nido de poetas
al tiempo que daba
mi primer beso.
Un día le prendimos fuego
a un avión de papel
y lo arrojamos
desde el último piso
Entonces comprendí
que mi ciudad era una jaula
con la puerta abierta
a un mundo coronado
por falsos méritos.
Lito
Cuando vi tu rostro
en el féretro
no eras
el Lito verdadero
No encontré
el frágil retazo
de tu aciaga infancia,
eché de menos
tu mueca burlona
En el ataúd
sólo vi una máscara,
un simulacro
ocultando
humillaciones,
puñetazos
y el tatuaje
azul y negro
de la soga
en tu cuello
En el velorio
estaban tus enemigos
y mi silencio
Nunca te hice daño,
pero en tu lápida
quedaría mi nombre
¿Soy culpable
de mi indiferencia,
de mi inútil presencia?
Tu suicidio
no me da una respuesta
La miseria
De un peñasco el niño inauguró
las hostilidades.
El misil se incrustó en la bicicleta
de mi hermano con el dolor
de las sorpresas indeseables.
Recordé la pista de bicicross,
donde tuve mi primer conocimiento
de la injusticia.
El circuito ofrecía alcanzar un mérito,
pero con el precio de las crueles burlas
de los ricos.
Pagué por mis medallas
con sangre, humillación y cicatrices.
Pero sólo era un juego.
Al ver a mi hermano en el suelo,
frené indignado y exigí una disculpa.
«¡Que se pare el conchetumadre!»,
contestó el agresor.
Estupor.
Espanto.
Él era quizá mayor,
con el ceño altivo
de los sobrevivientes:
nervudo, muscular y demoníaco.
Jugaba en un basural,
escarbando su felicidad
en los escombros.
Identifiqué la frustración
de nuestras vidas,
porque éramos iguales:
mestizos y pobres.
«¡Agarren sus hueás de bicicletas!,
¡pobre que digan algo los hueones!»,
dijo con odio.
No respondí nada.
Mi hermano asintió en silencio.
Creyéndonos superiores a la miseria,
los despreciamos.
Pero también sentimos envidia.
Elegía de invierno
Recuerdo la lluvia
cubriendo con una capa
de fría seda
el metal y el adobe.
Era una sinfonía
de clavos y alfileres
cayendo sobre los tejados.
Intentaba tocarla
con mis pequeñas manos,
pero ya no pertenecía
al tacto.
Recuerdo también
la fugaz garúa
y su eterna vocación
de disfrazar las cosas
convirtiéndolas
en espejismos de ellas mismas.
La neblina azul
evocaba sueños
que se perdían
en los chapoteos
de mis botas.
Me asustaba el vendaval
de los temporales,
su clamor indescriptible
en los intersticios
de San Roque.
Sin embargo,
me aventuraba hasta Playa Ancha
y cuando miraba atrás
Valparaíso entero parecía
un instrumento de viento.
¿Qué timbre o campana
podía compararse
a la sonora pedrada
del granizo?
Era mejor
que el helado
cuando lo vaciábamos
en tazones colmados
de azúcar y canela.
El frío era tan sádico
como mi madre,
que me obligaba
a envolverme
en papel de diarios
debajo de la camiseta.
Mis intentos
por desplazarme
en el mundo
sin estruendo
eran estériles.
El frío
se deslizaba
perpetuo
por los cerros.
En mi adolescencia,
en los años sin padre,
aplastaba mis huesos.
Era veneno,
puñal y fuego
que mi madre
y mis hermanos
hacinados
en una cama
no podían conjurar
con el calor
de sus cuerpos.
Andrés Abella es periodista y poeta, nacida en Valparaíso en 1970. Actualmente resido en Silver Spring, Maryland, un suburbio de la capital de Estados Unidos de Norteamérica. Fui alumno del liceo A-22 Eduardo de la Barra de Valparaíso desde Primero a Cuarto Medio. Estudié Producción y Conducción de Radio en el instituto AIEP de Viña del Mar, Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad Católica de Valparaíso y Periodismo en la Universidad Estatal de San Francisco, California. Trabajé como periodista y editor de noticias durante más de 15 años en medios impresos y electrónicos. Actualmente trabajo para la Red Católica de Inmigración Legal, apoyando esfuerzos para lograr una política migratoria humana y justa en los EE. UU.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…