Por Yosa Vidal
Alicia Sánchez- Ruminot escribe desde hace mucho tiempo, eso lo sé de primera fuente: he admirado durante horas sus historias de cuadernos y talleres, de momentos decisivos que exigían ser escritos; Alicia me ha contado historias de migraciones –del campo a la ciudad, de cambios de ciudades y de países- e historias de repeticiones –estadías largas, ritos que se mantienen, costumbres, el tiempo detenido en una cama, en la casa de la niñez y la juventud- y luego, seguido, como parte de su historia, la historia del acto de escribirlos.
La historia de su escritura ha sido una práctica que no siempre ha visto su par en la publicación; ha sido más bien un quehacer, primero social, de encuentros que comparten lecturas comunes y personales, con amigas y amigos que acompañan sus escrituras, que ensayan formas de contar, de hacer literatura, de escuchar y de leer de una forma muy familiar, como se comparte la cocina o como se conversa mientras se teje. Con esto quiero decir que la escritura de Alicia -que se deja evidencia muy nítidamente en Siempre al sur-, es parte de una práctica cotidiana de las palabras, que se da con una naturalidad encantadora y aunque sus historias versen sobre latitudes muy lejanas, y aunque terminen en un crimen suculento -no es poca la sangre que chorrea de estos cuentos- el narrador cuenta siempre sus historias como a un amigo cercano.
Pero también sus cuentos dan cuenta de una intimidad muy profunda, en que se ve a la escritura como una práctica personal, asociada a la necesidad de conservar experiencias y lugares en su memoria en historias contadas como en voz baja, y en la que nosotros, sus lectores, podemos acceder en puntas de pie, a ver por una rendija a la que nos invita a asomarnos. En las seis narraciones de corte autobiográfico, que pertenecen al género de las “memorias”, ubicadas hacia el final del libro, se puede leer particularmente esta intimidad. También permanece en los cuentos menos referenciales, pues siempre hay un narrador que conserva una oralidad que pareciera ser parte de ese mismo paisaje, de las mismas experiencias que vive la narradora que viaja en “La partida”, de la “Inundación en el sur”, que habla de la “Tia Laila” o de “La Renga”, porque es la narradora –aunque sea en tercera neutra- que pareciera estar contando esas mismas historias a sus familiares, alrededor de una mesa, en el sur del sur de Chile.
Hay tópicos que se repiten, la infancia como un lugar mítico y también como el lugar en que se habita con otro tipo de lucidez; historias de furia, de venganza, dulce y satisfactoria, de una violencia casi afirmativa ejercida por mujeres que vengan una violencia inicial como lo es en “Cerdo a la Parrilla”, “Derecho a guardar silencio” y “Cumplimiento”. Los lobos también abundan, los lobos feroces, los abusadores y también los lobos víctimas de una visión estereotipada, entre los que se cuentan “Aullidos”, “Creerse el cuento”, “Leyenda” y “Mascota”. Como los anteriores, hay una serie de cuentos en que se invierte la historia al estilo de “La Casa de Asterión” de Borges, con gestos de ironía en que no sólo se trueca la historia sino también se re escriben cuentos que a su vez han sido formas irónicas de entender la historia como “Quetzalcóatl”, que interpreto como una manera contemporánea de entender el encuentro del indígena con el español aparecido en el famoso cuento de Monterroso “El Eclipse”.
El sur da continuidad a estos textos, la geografía, la fuerza de la naturaleza, un cierto uso de las palabras, la dimensión poética de la escritura que, utilizando un lenguaje llano, esquivo a los adornos y al exceso de adjetivaciones, es muy dado a las imágenes. Pero hay otro elemento que a mi parecer da fuerza y un hilo conductor a las historias de Alicia Sánchez-Ruminot, y es lo que yo llamaría la temática y la estructura del vaivén: por una parte, en términos del contenido, los cuentos cuentan vaivenes, hay botes y aguas que se mueven, unas más fuertes y otras más leves, hay lluvias y vientos que desplazan los ejes de los personajes y del paisaje, los goznes de las ventanas y de las puertas se mueven para que luego venga la calma y todo quede en su sitio, no de la misma manera, sino aquietado. Algo similar sucede con las estructuras de los cuentos: en “Noches de invierno en el sur” la narradora habla en un tono cercano y hogareño, pero termina transformándose en ese otro que amenazaba el orden familiar desde afuera, similar a lo que sucede en “Mamá en la soledad”, en que ese otro es la madre que desvaría y habla sola, y la narradora, nuevamente, termina encarnándolo: el lobo es oveja y la oveja lobo, el victimario la víctima y si sobrevive, victimario, el cuerdo es el loco y luego cuerdo.
“Voy deshaciendo la maleta que tan cuidadosamente arreglaste para mí” -dice el final de “La partida”. -“Siento que la distancia entre nosotras ha aumentado con tanta agua de por medio, y tus decisiones dominantes y tus temores infundados quedarán varados en alguna orilla”. El tiempo verbal es el presente, como en la mayoría de estos cuentos y memorias: algo pasará, no se sabe bien qué; puede continuar la calma o venir el aguacero. El texto comienza con un río saliéndose del cauce y termina con la llegada a otra orilla, esta vez marina, una orilla desconocida y que promete libertad; un personaje más dueña de su voluntad puede deshacer su propia maleta –ya no hay otro que la deshaga por ella como la armó-, y está la promesa de llegar a otro destino mientras los temores queden varados en una orilla. Pero esos temores quizás volverán con la próxima marea, con la fuerza del mar, en el vaivén que permite el presente de la narración, la maleta que se volverá a armar, la historia que se debe seguir contando.
Siempre al sur es un libro breve que deja el gusto primero de una escritora con mucho oficio y luego, que su brevedad se sostiene en otras tantas narraciones, orales y escritas, y que se presienten de más largo aliento. Quedamos muy atentos a lo que vendrá.
ESTÁ EN LA BIBLIOTECA NACIONAL.