Sentados  alrededor de una mesa cubierta con vasos, casi llenos de licor a medio consumir,  contábamos historias de hazañas inventadas, tratando de impresionar a los nuevos alumnos de la Facultad de Leyes, que nos miraban con la boca abierta, como si creyeran todas nuestras patrañas.

La pequeña Felisa guardaba silencio, los ojos entrecerrados, ausente. Nuestras palabras no alcanzaban a perturbar su serenidad de ídolo incaico. Tímidamente alzó la mano pidiendo la palabra. Sonreímos, ¿Qué podría contar esa muchachita recién llegada del altiplano haciendo uso de una beca que olía a arreglín político? 

 Tomé mi vaso y brindé por ella. El resto siguió mi ejemplo. Mientras Felisa se ruborizaba frente a nuestro homenaje, me acomodé dispuesto a hacer abstracción mental y no escuchar lo que pensaba sería una inocente anécdota de muñecas.  Ella alisó su larga trenza negra, aclaró la voz y después de mirarnos fijo, como si quisiera saber si estábamos atentos, relató lo siguiente:

 La vieja casa familiar desaparecía en la oscuridad que envolvía el poblado, convirtiéndola en una mancha mimetizada con los riscos montañosos que se alzaban como gigantes mudos en la noche.  Armando, vestido de sombras y envuelto en su poncho, mira un punto perdido en el horizonte, como si buscara la estrella de su destino que parecía haberse apagado.  Sólo la vacilante luz de una vela que se agita trémula tras la ventana, le recuerda que en esa habitación de paja y adobes, su pequeña hija se muere.  Dando un largo suspiro, el hombre levanta los ojos al cielo lleno de estrellas, entretejidas como una guirnalda de luces que parecen alegrar la noche de Navidad. Luego sube por la ladera de esa montaña perdida en la inmensidad del altiplano.  Quiere estar solo para rumiar su pena. El viento helado lo hace temblar y se arrebuja en su poncho.  Nunca se había dado cuenta de la aridez de la tierra hasta ese momento. Con la mirada triste recorre los secos apriscos sin vida. No queda ni una brizna de hierba, ni una cabra saltando a su paso, ni un balido rompiendo ese silencio largo que lo envuelve.  La sequía se lo ha llevado todo.  Desaparecieron los pastos jugosos y la alfalfa dejó de crecer, el agua se escurrió entre las piedras, sumergiéndose en la arena.  Hasta las grandes rocas parecían gemir bajo los rayos del sol durante el día, cuartearse bajo el intenso frío de la noche, para desmoronarse lentamente al amanecer  – no te hagas ilusiones – le había dicho la comadrona con voz resignada – la niña morirá, no tiene fuerzas para vivir y la madre está seca.

La falta de agua y pasto habían provocado preñeces dolorosas y partos difíciles de pequeños caprinos sin fuerza para vivir;  salían del vientre de la madre para dar un balido desafinado, agitar sus patas en un desesperado esfuerzo por aferrarse a la vida, temblar un instante y morir.  La madre moría tras ellos.  No le quedaba ni un animal, ni una gota de leche, sólo algunos trozos de queso, protegidos dentro de la alacena, con los que no se podía alimentar a esa pequeña nacida tres noches atrás.

-Tienes que pedir ayuda, Armando – suplicó Raimunda – la niña se nos muere.

Pedir ayuda. Que fácil resultaba decirlo. Todos los cabreros de la zona sufrían como ellos.  El cielo los había olvidado y el cruel viento de las alturas empujó la lluvia hacia el otro lado de la montaña. En Aiquile había agua, buenos pastos, leche. Los ríos cantaban  a través de las quebradas silenciosas.  El viaje era largo y el orgullo lo hacía más difícil.  No quería enfrentarse a José Mamani ni bajar la cabeza frente a él, reconociendo que la vida lo había vencido ¿sería capas ese hombre de negarle a un padre suplicante un poco de alimento para su hija, sólo porque  dos años atrás se pelearon por una mujer?  A pesar de estar seguro de ser rechazado, ensilló su jamelgo y rogando a Dios no desfallecer por el camino, cabalgó toda la noche, cerrando su mente a la duda.  Su hija se moría y él tenía que evitarlo de algún modo, aún a costa de su orgullo.

Al atardecer del otro día llegó agotado frente a la enorme puerta tachonada con clavos de bronce, se detuvo indeciso, pero el recuerdo de su hija le dio fuerzas para arrastrarse a través del patio embaldosado, sintiendo los ojos fríos de Mamani clavados en su espalda.  Puso una rodilla en tierra y alzó la cabeza para mirar a José, quien, apoyado en la baranda del segundo piso, contemplaba con soberbia al pobre indio suplicante.

-¿Así que tienes una hija? ¡Qué pena que la madre no tenga leche! Te dije que la venganza sería mía, ¿verdad?, ¿por qué no te ríes ahora? Vete, antes que te haga echar a la calle.

Raimunda  y Armando se conocieron durante las fiestas de la Virgen de Copacabana.  Ella pasó agitando sus caderas en medio de los promeseros, haciendo ondear su falda que subía y bajaba, dejando a la vista sus torneadas piernas morenas, mientras la brisa inventaba pequeñas olas en las aguas del Titicaca.  La esperó sentado en las gradas de la iglesia.  Ella venía riendo con unas amigas, ignorante de esos ojos que la seguían. Cuando estuvo casi a su lado, él le tendió una larga faja de lana, tejida con vivos colores.

-Disculpe, señorita, le ruego que la acepte como un homenaje a su belleza.

Ella lo miró fijo, buscando en ese rostro ansioso alguna segunda intención. Desconcertada,  se apoyó en sus amigas que, tan sorprendidas como ella, cuchicheaban conteniendo la risa.  Aceptó sin decir palabra, pasó la banda por su cintura, la ató con una lazada que dejó colgando sobre su falda y siguió su camino. Algunos pasos más allá se detuvo, volvió la cabeza y le lanzó una sonrisa. 

–  Gracias, se la ofreceré a la Virgen.

La rondó durante un año. Sabía que tenía pocas esperanzas. Otros hombres también la pretendían.  De por medio estaba José Mamani, el hombre más rico y poderoso de la zona. Con su sola presencia descartó a los otros enamorados. Altanero y poco agraciado, dueño de varias casas, una en Aiquile y otras en la capital, con grandes rebaños de caprinos, alpacas y llamas, manejaba con mano dura su ejercito de cabreros, vigilando atento los pozos llenos de agua para que ningún intruso usufructuara de ellos.  Pero Raimunda miraba a Armando, enternecida por esa mirada de perro fiel y su tímida sonrisa ¿cómo no hacerlo si era tan diferente al corpulento Mamani que se movía con dificultad en las alturas? Armando era más joven, más delgado, con un talle esbelto como la totora del Titicaca, con sus dientes blancos, sin las manchas del que mastica hojas de coca. El amor es ciego y tonto. Capricho de mujer bonita. Jamás pensó en el futuro y se fue con Armando porque él sabía reír con toda el alma, olvidando que era un cabrero pobre que vivía encaramado en lo más alto de la cordillera, donde el oxigeno es escaso y la vida más dura.

 En el cruce de caminos divisaron a Mamani montado en un caballo tan negro como sus ojos, que brillaban con la furia del despecho.  Alzó la mano para detenerlos. Azuzó a su bestia para llegar junto a ella y tenderle un saquito de quínoa.

– Nunca te faltará nada a mi lado – murmuró suavemente, tratando que la emoción no traicionara la fuerza de su voz.

Ella y Armando intercambiaron una mirada sin saber qué actitud tomar.  José desvió los ojos  por las colinas.

-No, José, gracias por tu oferta, pero quiero a Armando. Tampoco con él me faltará la quínoa, el maíz, la leche y la felicidad.

– ¡Más suerte la próxima vez! -gritó Armando –  De nada te ha servido tu plata y con esa cara de mono nunca encontrarás novia.

 Agitado de risa y  sin importarle el rostro serio de su rival que lo miraba con odio y el puño cerrado sobre el machete, dio a sus animales algunas suaves palmadas para hacerlos galopar, alejándose rumbo a las montañas. Armando giró la cabeza para hacerle un saludo de despedida y volver a reír.

-¡Adios, Mamani! No pongas cara de funeral.

-No te rías, la venganza será mía – gritó José mientras rompía el saquito de quínoa, esparciendo la semilla sobre la tierra – algún día necesitarás la leche de mis cabras. El agua de mis pozos y sólo encontrarás este grano derramado sobre el polvo del camino.

El eco de las montañas le devolvió la risa de su rival, como una cruel bofetada.

Con el alma destrozada y un litro de leche que consiguió con el párroco del pueblo, Armando cabalgó toda la noche reprochándose el haberse reído de ese hombre

 ¿Por qué no asumió su triunfo con dignidad, sin burlas?  Ahora la venganza de Mamani se volvía una realidad.  Su hija se moría.

 Desde su nacimiento, la niña yacía tendida en la cama, sola, alumbrada por un par de velas, como si ya estuviera muerta. Cansada y famélica, la moribunda se dormía para despertar acuciada por el hambre.  Armando hervía un poco de agua que aún conservaba en vasijas de barro, donde dejaba caer algunas hojas de coca y trataba de engañar el pequeño estómago de la niña que no quería morir – no durará dos días – había asegurado la partera, pero ya habían pasado seis y el agua de coca parecía hacer milagros, pero cada hora que pasaba su voz se notaba más débil. Gemía silente, esperando que su garganta reseca dejara de tragar su propia saliva.

 El viento helado recorre la montaña gimiendo con la voz agónica de su hija. Armando se arrebuja en su manta mientras lágrimas frías surcan su rostro, las seca con rabia mientras se lanza de rodillas alzando los puños al cielo – ¡Dios! –grita – ¿dónde estás? No me importa  la sequía que destruyó mis rebaños ni los pechos infecundos de Raimunda, sólo te pido que no te lleves a mi hija. Tendido de bruces abre los brazos mientras su cuerpo se agita con violentos sollozos.  Pega su oído a la tierra y escucha el rumor de las aguas subterráneas que corren lejos de su alcance, siente el olor al pasto chamuscado por el sol y palpa la yareta siempre viva.

– Señor, es Navidad, no te la lleves.

Un galope furioso que corre contra el viento de la noche que parece salir del fondo de la tierra le llega como el trueno de la tarde. Armando cierra los ojos, sus oídos y su corazón ¿qué le importa que la naturaleza gima, que el trueno retumbe en el cielo o que la tierra se estremezca en un largo estertor? Está más allá de los sonidos y de los dolores. Su hija se muere, es todo lo que le importa.

Los pasos de un caballo se acercan sigilosos.

-¿Qué haces, Armando, tirado en la tierra como una alimaña? – La voz de José Mamani lo hace saltar como si un enjambre de tábanos se hubiese dejado caer sobre él . Alza la cabeza y ahí está el hombre, montado en su caballo, mimetizado con la oscuridad, convertido en una negra mole como las rocas del monte.

-¿Qué quieres, Mamani?

-He cabalgado durante un día y una noche sólo para escuchar tu risa estúpida, contemplar como se apaga la alegría de tus ojos. Reír, como tú te reíste de mi ¿no te dije que la venganza sería mía?

-Sí, José, la venganza es tuya. Estoy de rodillas y te pido perdón, es lo que debemos hacer los pobres ¿verdad?

Un balido interrumpe sus palabras rompiendo el silencio de la noche, retumbando contra la montaña, elevándose hasta las estrellas como una esperanza de vida.

– Aquí tienes, mierda, agárrala firme, no vaya a ser cosa de que me arrepienta.

Armando se pone de pie y estira sus brazos. Mamani deja caer en ellos una cabra con las tetas llenas de leche. Sin esperar respuesta, azuza la bestia y corre a través del camino montañoso hasta que la oscuridad se traga su figura y el silencio vuelve a llenar la noche que ahora parece brillar con más luz que antes.

Felisa alza el rostro y recorre con su mirada la concurrencia.  Impresionados no nos atrevemos a romper el silencio. Seca una lágrima que pugna por escapar de sus ojos y sonriendo con una tristeza que parece venir del mundo ancestral de su raza postergada. Dijo:

-Esa niña era yo.

 

Branny Cardoch (Santa Cruz, Colchagua)

Ha publicado Piel de Fango (Novela, Santiago:Forja, 2006) y La sonrisa de Gioconda (Novela, en Prensa). Ha ganado numerosos concursos literarios, como el Primer Premio Municipal «Gabriela Mistral», con el cuento «Rosario, cuerpo dulce» (1999). Ha participado en los talleres de Jaime Miranda y Poli Délano.