SilencioPor Aníbal Ricci

–¿No va a sufrir?

–La inyección es instantánea.

Julieta se mudó el sábado al edificio. Sus hijas tenían cuatro y dos años, por lo que las dejaba al cuidado de Milagros, hace poco llegada de Lima y dispuesta a no cuestionar los horarios de su patrona. Julieta se despedía sagradamente de Fabiola y Fernanda, todos los días a las nueve en punto abandonaba el tercer piso enfundada en un abrigo largo. Milagros se fijaba en sus tacones que hacían juego con la cartera y los labios.

Milagros preparaba el desayuno para las niñitas y a las nueve aparecía la madre envuelta en una bata blanca. Fabiola iba por las tardes al jardín, era parlanchina y divertía a Fernanda con sus muecas. Una vez terminado el café Julieta se instaló en el sillón del living y sintonizó el matinal para escuchar los consejos matutinos. El domingo Fabiola y Fernanda bajaron a los juegos y después de tomar onces cayeron desplomadas y no se levantaron hasta el lunes. Era el primer desayuno que compartían en el departamento, las niñitas se veían felices, nunca habían visto a padre y al parecer no lo echaban de menos. Julieta trabajaba todas las noches salvo el domingo, único día en que Milagros se dedicaba a sus cosas.

–¿Dónde está Cleopatra, mamá?

–La llevé unos días a casa del abuelo.

–¿Por qué no fuiste con nosotras?

–El viernes tenía muchas cosas que hacer.

Milagros regresó del colegio con Fabiola. En el camino le fue contando que habían trabajado con papel lustre. Fernanda estaba encantada con los barquitos que le regaló su hermana. Julieta permanecía en silencio y no prestó atención a las figuritas. Su rostro apenas dejaba traslucir sentimientos. Alguna vez le había dicho a Fabiola que el papá les enviaba dinero desde el extranjero, que había vivido con ellas el primer tiempo, pero debió salir del país en busca de oportunidades. Repitió esa mentira cada vez que fue interrogada por su hija, hasta que un día dejó de preguntar. Julieta no era su verdadero nombre, lo había tomado prestado de una película de Almodóvar. Fabiola tenía dos años por ese entonces y no pareció advertir el cambio. Adoptó ese nombre al arrendar una pieza, cansada de inventar chapas ante los clientes, hasta que se decidió por mantener ese nombre melodramático. Se consideraba una actriz, pero la droga y el paso del tiempo la convirtieron en una mujer a la que le daba lo mismo que la descubrieran. Ni siquiera su padre se extrañó de esta Julieta que jamás le presentó a Romeo alguno. Pedro había enviudado diez años atrás y no volvió a rehacer su vida. La vieja casa de Quinta Normal parecía la morada de un fantasma, corredores interminables comunicaban las habitaciones con dos patios interiores. Fabiola y Fernanda pasaban horas jugando debajo del parrón. Con el tiempo la pintura de las paredes se fue deteriorando y los viejos cuadros completaron la fachada de mausoleo. Cuando Julieta salió del colegio, trabajó de vendedora en una tienda. No conocía las discotecas y le agradó que le invitaran tragos. Regresaba de madrugada, dejándose encantar por el mundo de las apariencias. Nunca había salido con hombres que condujeran sus propios autos. La llevaban al cine y a pubs ambientados con luces tenues. Quedó embarazada de Fabiola y el sujeto desapareció por arte de magia. Conversó con una enigmática chica en sus idas a bailar y se dejó encandilar por su vestimenta elegante. Le confidenció que era prostituta y sus honorarios hicieron que Julieta evaluara seriamente cambiar de rubro.

–¿Cuándo vamos a ir donde el abuelo?

–Se fue por unos días al sur.

–¿Para pasear a Cleopatra?

–La perrita cumplió dos años y no conocía el campo.

Las escenas devastadoras de Almodóvar obraban sobre la protagonista para dar origen a esta tragedia. Las palabras omitidas, las conversaciones que no tuvieron lugar, todo ese vacío fue absorbido por Julieta. Pedro no fue capaz de trasmitirle el afecto que sintió por su madre. Toda su niñez y adolescencia la vio deambular por los corredores, leyendo titulares de los diarios. Una y otra vez los repetía –al desayuno, al almuerzo y a la cena– en una ceremonia que fue perdiendo gracia con el paso de los años. Jacinta no distinguía a su hija, la confundía con su hermana, una amiga, siempre con un nombre diferente. Pedro no derramó ninguna lágrima durante el funeral. Julieta solía pensar que su madre los había abandonado mucho tiempo atrás. El único recuerdo lúcido provenía de un retrato que su padre mantenía colgado en el dormitorio. Julieta lo culpaba por la enfermedad. Quizás qué daño le provocó en sus primeros años de matrimonio. El silencio lo condenaba y ese mismo silencio lo heredaría Fabiola. Esas palabras no dichas eran un mensaje premonitorio, alguien sería arrollado por un tranvía proveniente de un pasado sin recuerdos. Madres sufrientes, hijas perdidas, vidas transferidas por viejos fantasmas.

–Cleopatra se quedó en el sur.

–¿No se la trajo el abuelo?

–El departamento es muy pequeño de todos modos.