Por Alejandra Basualto
Clandestinos. Clandestinos y pobres. ¿Qué peor asociación, mezcla o emparejamiento para unos él y ella menores de veinte, con la piel caldeada, casi desteñida de tanta caricia sin destino o, mejor dicho, con destino probable al fracaso? Porque cuál solución habría para tanto amor rebalsando, escurriendo espeso y oloroso, pegado a los dedos, manchando hasta los pantalones de él y de ella en el sitio correspondiente a cada quien, dependiendo de la ubicación de sus partes pertinentes e involucradas en tan torturantes y espasmódicas contorsiones.
Aunque así no pensaban ellos, claro. Porque hay que ver con qué entusiasmo juntaban moneditas o billetes de poca monta, producto de los vueltos de las compras del pan para el casino de empleados, las propinas robadas al cartero, las míseras ganancias de la venta de encubiertas botellas vineras, pisqueras, y hasta las cerveceras y retornables de cocacola-fanta-orangecrush y bilz-y-pap, más los montones de mercurios-épocas-nación-segunda-tercera-cuarta y últimas, que llegaban bajo el brazo de los que venían a trabajar de lunes a viernes, para ser ojeados durante la colación y después quedar abandonados en el baño, encima del bidé, ahora convertido en repisa velador mesa de centro y hasta silla de reposo para el compañero que venía con las marraquetas a la hora del téo los breves descansos en épocas de sobretiempos, que ocurrían casi todos los días, incluso festivos, especialmente cuando se acercaba el fin de año y apuraban los calendarios y memorias anuales de la clientela, en gran parte formada por industriales venidos de lejanos países, con la esperanza de hacerse aquí la “pequeña América”. Mal que mal, éste es sólo un pequeño país subdesarrollado que casi se cae del mapa.
La imprenta parecía siempre a punto de zozobrar bajo el pegajoso olor de las tintas recién vaciadas en los tinteros e impresas en esos papeles satinados, lisos, de colores claros, y que se convertían por obra de magia en pájaros azules, en rostros de mujeres sofisticadas y sensuales, en brillantes edificios iluminados y en interminables cuartillas llenas de números ordenados en filas verticales, cuyo significado él y ella ignoraban, y tampoco les interesaba conocer. Pero ese olor ácido, venenoso, les atraía, despertaba sus sentidos a ciertas voluptuosidades, a ciertos estremecimientos internos, que los hacía mirarse a los ojos y sonreírse, empinados sobre las enormes pilas de cartulina, lista para ser guillotinada a medida.
Tenían allí obligaciones de menor importancia. Obedecían órdenes, ayudaban en la cocina, llevaban paquetes, entregaban presupuestos, cartas, mensajes, vaciaban los toneles donde se arrojaban toda clase de papeles desechados, recortes de formatos diversos, películas inservibles, en fin, tesoros que, si lograban ocultarlos de los camiones recolectores, se convertirían en mercancía pagada a buen precio por los cartoneros.
Cuando nadie parecía estarlos controlando, se escabullían a la sala de máquinas, con sus cotonas tiznadas de colores sucios de tanto mezclarse, y se escondían detrás de las enormes prensas, para abrazarse y restregarse inútilmente contra la ropa áspera que les negaba la sensibilidad de los dedos sobre la piel desnuda, pero igual encendía fuegos y las respiraciones se convertían en jadeos que competían con los cilindros y las platinas en su desenfreno. Resoplaban como los crisoles y las cambas de las viejas linotipias arrinconadas, que prestaban servicios ya muy de vez en cuando. Sabían que allí nadie los sorprendería. La modernidad tenía muy ocupados a los operarios en el aprendizaje del manejo de aquellos aparatos electrónicos con pantallas a todo color, que hacían maravillas en tiempos mínimos. Los mayores observaban los nuevos adelantos con reticencia. Si parecían obras de hechiceros, y tan poco confiables, además. Bastaba con equivocarse en una tecla para que todo se desordenara y el trabajo quedaba parado durante horas, hasta que aparecía el técnico, con sus ademanes seguros, sonrisa prepotente, y demasiado joven para ganarse el respeto de los viejos operarios. Movía los dedos con tal rapidez que nadie alcanzaba a darse cuenta qué pase mágico hizo para arreglar el entuerto. Así y todo, los dueños insistían en que era necesario adoptar la tecnología más moderna, para estar a la altura de los competidores, y nada se ganaba con protestar. Todos debían aprender. Era tan fácil. Había que ver a las secretarias de la gerencia -esas de minifalda y chaquetilla de tweed, maquilladas y esbeltas- cómo desplegaban sus dedos bailarines sobre el teclado de las computadoras y con qué eficiencia y pulcritud emitían boletines, memorandos, cartas sin errores ni borrones, eligiendo la tipografía adecuada para cada caso.
Pero ély ella pertenecían a otro mundo. A pesar de que convivían con todo el personal de la imprenta y deambulaban cerca de los ejecutivos y administrativos, a centímetros de distancia, casi rozando sus hombros al cruzarse bajo el dintel de una puerta o a la espera del ascensor-, sabían que cada cual estaba protegido por una burbuja invisible que lo aislaba de los demás. Eso, por supuesto, no les impedía hablar, comunicarse escuetamente a través de órdenes y peticiones, de gestos fáciles de comprender y una que otra sonrisa que formaba parte de la buena educación y la formalidad necesaria para la convivencia empresarial.
Pero el mundo real era otro asunto. Ellos lo conocían desde que nacieron. Él venía de una población cerca del río. Las latas agujereadas del techo dejaban pasar la lluvia a chorros sobre las dos piezas de la mejora, en la que convivían siete. Día y noche caía el agua sobre las camas. Y cuando estaba dormido era peor, pues la costumbre y el cansancio no lo despertaban hasta que el escalofrío le aguijoneaba la espalda y la tos comenzaba a reventarle el pecho con ese ardor que subía y subía hasta la garganta. Y peor aún, si el río comenzaba a crecer, como en los últimos inviernos. La familia se sentaba entonces junto a la ventana para espiarlo. Miraban al cielo queriendo adivinar cuánta más agua bajaría. No era cosa de tomar decisiones a la ligera. Mucho les había costado conseguir lo que tenían, y si dejaban la casa, seguro que lo perderían todo. Podría ser que el río no alcanzara a llegar, pero sí –seguro vendrían los rateros y los desvalijarían. Por eso, en los años lluviosos vivían en vigilia, y en los años secos casi morían de frío, porque las heladas los madrugaban con la cercanía de la nieve, tan bonita y escarchada, allá arriba del Manquehue.
Ella venía de la Quinta Normal, donde sólo conocía casas viejas de adobe arrimándose sobre calles antiguas, adoquinadas o polvorientas por falta de pavimento. Era la mayor de cinco mujeres, todas de tez paliducha y pelo castaño, herencia de un abuelo europeo que vino, entre las dos guerras, a buscar mejor destino a estas desconocidas latitudes. Aquí se instaló a trabajar la tierra de otros, que le dieron casa y mujer a cambio.
Él y ella terminaron la escuela primaria, cada cual en su barrio. Él no quiso estudiar más. Sólo anhelaba trabajar, tener su dinero para llevar a casa. La plata del lavado y el planchado que ganaba su madre no alcanzaba para tantas bocas. Y así consiguió su primer trabajo como niño de los mandados en aquella imprenta.
Ella siempre tuvo buenas notas, pero tampoco pudo seguir en la escuela. Las cuatro hermanas menores esperaban su oportunidad. Así, una tía, que trabajaba de cocinera en el casino de los gráficos, la llevó una mañana como ayudante. Al jefe de personal le pareció razonable contratarla. Después de todo, cada vez llegaban más empleados que había que alimentar, y la niña se veía agradable y bien presentada, como para servir a las mesas o realizar otras labores ocasionales en la misma imprenta.
Se conocieron allí, y pensaron que el destino les había hecho un favor. Comenzaron a mirarse, a olerse, a llevar a cabo el rito completo del encantamiento. Cuando se tocaron y se besaron, supieron que no podrían dejar de hacerlo jamás. Pero necesitaban completar la jugada. Los cuerpos, tan afiebrados como las mentes, sólo tendían a aquello. ¿Cómo, cuándo? Ni en la imprenta ni en las casas había privacidad. Los parques anochecidos y los caminos rurales les parecían poco seguros. No era cosa de hacerlo apurados. Querían que fuera bien hecho, con todo el tiempo del mundo, con una pieza y una cama para ellos solos, con toda una tarde de sábado o de domingo, con el silencio necesario para escucharse hasta los latidos, con la libertad para susurrar, cantar o gritar de placer, sin esconderse de nadie. Tenían derecho a los ritos de iniciación como todo el mundo y con la mayor dignidad posible. Eso querían.
Cuando hubieron reunido la cantidad suficiente para arrendar una pieza de hotel por toda una tarde (el sueño de pasar juntos una noche completa era imposible por ahora. No les alcanzaba ni el dinero ni el permiso. Las madres estaban siempre alerta, no podían permitirse el lujo de mantener más bocas que las ya existentes) se miraron a los ojos con las chispitas doradas de la felicidad explotando sobre sus cabezas, ahí al alcance de la mano, si bastaba con levantar los brazos…
Ella estaba decidida. Lo había pensado mucho, había puesto sobre la balanza el paquete completo de sus convicciones morales aprendidas en el colegio, y los temores de un embarazo no planeado, pero todo eso perdía importancia cuando dejaba fluir aquella sensación extraña, entre inquieta y dolorosa, entre sofoco y quemadura, entre aleteo y sonrojo, entre desmayo y ganas de correr, todo aquello mezclado y hecho nudos, empujando dentro de ella, llenando todos sus resquicios, tanto en sueños como en vigilia. Y cuando él lo propuso para el próximo sábado a la hora de los Sábados Gigantes, ella aceptó de inmediato.
La micro que hacía el recorrido por Santa Rosa hacia la Alameda avanzaba lenta y casi vacía. La población trabajadora duerme siesta o se acomoda frente al televisor para soñar con mundos prestados aunque sea por una tarde a la semana. Nada los invita a viajar al centro de Santiago en su día de descanso. Pero ellos, sentados en la última hilera de asientos, no se fijaban en estas cosas. Sólo querían sentirse a sí mismos, olerse, mirarse, tocarse con la suavidad de la espera, con la calma del que sabe que nada impedirá que su plazo se cumpla.
Pocas cuadras antes de llegar a la Alameda, él la tomó del brazo y la ayudó a bajar en el paradero. Caminaron de prisa, y de pronto la empujó rápido dentro de una casa antigua, a través de un dintel de brillante barniz oscuro. Una hoja de la mampara estaba semiabierta y se ocultaron detrás.
Podían oír el tac tac de sus corazones. Les parecía que retumbaban con tal intensidad que no sería necesario tocar el timbre. Tuvieron la certeza cuando la puerta se abrió y una voz femenina los conminó a entrar, antes de que alcanzaran a reaccionar.
Sintieron vergüenza y miedo. La voz preguntó cuánto tiempo. Él respondió que toda la tarde. La voz indicó el precio y los precedió hasta una escalera desteñida por el paso de muchos pies. La voz subió delante y abrió la segunda puerta de un pasillo. Recibió los billetes y preguntó si querían algo más. El dijo que no y cerró.
Hacía frío. Los muros eran de un rosa desvaído y no había otros muebles que una cama de plaza y media al centro de la pieza y un velador de impreciso color café al lado derecho. En una esquina asomaba una puerta baja y angosta. Él se adelantó y la empujó para ver qué había detrás: apretujados en un espacio mínimo, un bidé, un water y un lavatorio, parecían a la espera. Se miraron desolados, desconsolados.
Algo estaba fallando. Algo no había sido contemplado en los planes tan cuidadosamente trazados, pero no podían precisar qué era. Estaban cohibidos. Se sentían raros. Se sonrieron para darse ánimo y cuando sus ojos se encontraron, supieron que estaban de acuerdo. Allí no podrían amarse, aquello era sórdido y ajeno. Descubrieron que la privacidad no es todo lo que se precisa para hacer el amor. Faltaba algo primordial. Echaban de menos la cotidianeidad de lo conocido, las máquinas, los olores de las tintas, los papeles, la imprenta… Ese era el hogar de sus amores.
Sin pensarlo dos veces, tomados de la mano, bajaron decididos las escaleras y abandonaron el lugar sin que nadie apareciera. La voz no estaba interesada en historias de adolescentes. Sólo permanecía atenta a los nuevos clientes que acudieran a la puerta.
En silencio caminaron hacia la Alameda y desde allí tomaron el Metro para bajarse cerca de la imprenta. No tenían ninguna idea clara sobre lo que iban a hacer. Sólo querían llegar allí. Probablemente habría gente trabajando sobretiempo.
Cuando se aproximaron a la reja, vieron que se hallaba sin candado, por lo que supieron que el edificio no estaba solo. Entraron con la misma seguridad de todos los días y se pasearon por las salas de máquinas, las prensas, la sala de las guillotinas, y continuaron su paseo hacia las oficinas. No vieron a nadie, pero un resplandor rojo en el laboratorio fotográfico les indicó que el técnico debía estar trabajando.
Mejor que mejor, se sonrieron. Nadie notará que estamos aquí. El fotógrafo acostumbraba a pasar tardes enteras en el cuarto oscuro, ausente a toda manifestación convencional del paso del tiempo, como el reiterado viaje del sol de montaña a mar, o cosas por el estilo. El tiempo era mensurable para él sólo en esas pequeñas porciones de luz con que la ampliadora impresionaba imágenes en la película fotográfica, o los minutos que el reloj del laboratorio indicaba para cada revelado.
Se escabulleron tranquilamente hasta la sala de la vieja linotipia. Sacaron algunos cojines de las sillas de los gráficos y los extendieron sobre el piso. Ahora sí estaban cómodos. Ahora sí.
Y la pasión se desbordó en ellos con toda la dulzura del primer amor y con todo el ardor del primer encuentro.
El tiempo tampoco regía para ellos. Ensimismados, con el sol adentro, no se percataron de que la noche había caído hacía horas. Ellos reían y cuchicheaban a gusto, con el deseo satisfecho pero las ganas de no detenerse jamás.
Por eso, el fogonazo súbito los cogió tan de sorpresa que ni alcanzaron a cubrirse. Cayeron hacia atrás por la fuerza del impacto. Las balas rompieron sus cuerpos como rojas granadas recién abiertas. Cuando el nochero encendió la luz, dejó caer el arma y se aproximó lentamente al teléfono para dar cuenta a los carabineros. La delincuencia aumenta día a día, pensó, sin mirar los cuerpos siquiera.
***
Alejandra Basualto. Nació en Rancagua, Chile, el 1 de diciembre de 1944. Se formó en los talleres literarios de Miguel Arteche, José Donoso, Alfonso Calderón y Pía Barros.
Es Licenciada en Literatura y Egresada de Doctorado en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Chile. Cultiva tanto la poesía como la narrativa, especialmente el género cuento. Su labor como directora de talleres literarios la ha llevado a conducir talleres en ambos géneros en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, y otros talleres de escritura creativa en varias universidades e institutos privados, como Balmaceda 1215. También lleva a cabo esta labor en el Instituto Cultural del BancoEstado y en su taller particular La Trastienda.
Desde 1991 dirige la Editorial La Trastienda, donde ejerce como editora y diseñadora. Ha dirigido en Chile un programa para alumnos extranjeros de la Humboldt State University por un semestre al año, durante 4 años consecutivos, también hace clases de español intensivo y literatura.
Los últimos años ha sido nominada como Jurado en diversos concursos literarios de cobertura nacional.
Libros publicados:
Los ecos del sol, poesía, 1970, Offser Service, Santiago.
El agua que me cerca, poesía, 1984, Taller Nueve, Santiago.
La mujer de yeso, cuento, 1988, Ed.Documentas, Santiago.
Territorio Exclusivo, cuentos, 1991, Ed. La Trastienda, Santiago.
Las malamadas, poesía, 1993, Ed. La Trastienda, Santiago.
Desacato al bolero, cuentos, 1994. La Trastienda, Santiago.
Altovalsol, poesía, 1996, Ed. La Trastienda, Santiago.
Casa de citas, poesía, LOM Ediciones, 2000, Santiago.
Además, publicada en diversas antologías en Chile, Estados Unidos, México, Francia e Italia.
Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y danés y ha obtenido diversas distinciones tanto en Chile como el extranjero.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…