Por Miguel de Loyola
Conocí a Antonio Avaria en la SECH con motivo de un homenaje a Jorge Edwards, por allá a principios de este nuevo siglo. Cuando el acto culminó, Jaime Hagel hizo el puente respectivo, ellos se conocían desde los tiempos de la Difícil juventud. Avaria me tendió su mano gruesa, al mismo tiempo que repetía su nombre en señal de saludo con esa voz de barítono tan gruesa como su mano.
En la conversación, se interesó por conocer mi novela Despedida de soltero, por ese entonces recientemente publicada. Quedé de hacérsela llegar a su casa, él insistió en la posibilidad de almorzar juntos con ese motivo. La idea me entusiasmó, su nombre no me resultaba para nada desconocido, por el contrario, había leído los cuentos de su libro Primera Muerte, y guardaba cierto cariño nostálgico por los escritores de su misma generación que habían padecido el exilio o las consecuencias ingratas y dolorosas de la Dictadura en la plenitud de sus vidas (Luis Domínguez, Citroneta blues; Mauricio Wácquez, Excesos; Carlos Olivares, Concentración de bicicletas, etc. Había comprado esos libros siendo estudiante de literatura en “China” (calle San Diego), al decir de José Donoso en ese cuento maravilloso con ese título.
Después de terminado el acto en la SECH, nos trasladamos a charlar a un bar ubicado a un costado del parque Forestal recomendado por Jorge Edwards, quien aseguró alcanzarnos tan pronto terminara su consuetudinario artículo de opinión para La Segunda del día siguiente. Llegamos un grupo bastante numeroso: entre ellos el propio Claudio Giaconi, vestido elegantemente de terno y abrigo largo. Era invierno, y algunos goterones soltaba el cielo sobre las calles crepusculares de Santiago, humedeciendo la tierra, el cemento y el ambiente. Al pasar por la calle Gral. Santiago Bueras en dirección al Parque Forestal, preguntó si sabía cual era el segundo apellido de aquel ilustre héroe. Para nuestra sorpresa, resulto ser: Avaria. Cuando llegamos al bar, ubicado en un lúgubre subterráneo, aparte de tablas de queso, no había nada más para comer. Pasaron las horas y Edwards no llegó. Antonio fue el único que lo esperó y terminó cenando con él esa noche en un boliche de la calle Lastarria.
Una semana después, le dejé mi libro en el buzón de su casa, esperanzado, por cierto, en que además de leerlo, pudiera comentarlo en el diario, como el mismo generosamente lo había insinuado. Es la clásica esperanza típica que suele asistir a todo escritor desconocido.
Hasta ahí puedo recordar cronológicamente el inicio de nuestra gran amistad. Porque en lo sucesivo comenzamos a juntarnos todas las semanas con Hagel y aun dos y tres veces también para asistir a las más variadas actividades culturales y a comer algo, por cierto, porque tanto tenía de Quijote como de Sancho mi buen amigo que ahora en paz descansa. Le gustaba mucho cenar en restaurantes una vez terminadas las actividades. Amante de la buena mesa y la bebida, no quedaba contento si no regresaba a su casa después de haber cenado algo con algún amigo escritor. Traía la cultura del hombre que ha vivido en los más diversos países, sin los típicos problemas del chileno acomplejado para pedir al mozo un plato para dos, sobre todo cuando el dinero es escaso.
Antonio era un hombre informado, leía tres diarios por la mañana, sabía todo lo que estaba pasando en la ciudad en materia de actos culturales. Nadie podía sorprenderlo con alguna noticia referente a eso, ni tampoco con los títulos de las novelas de los escritores chilenos de todos los tiempos. A mí, francamente, me impresionaba su memoria de elefante para tales menesteres, y la mucho que le faltaba para manejar el programa Word Perfect, mediante el cual todavía escribía sus artículos, y asunto por el cual solía llamarme muy a menudo en esos primeros tiempos. Muchas veces, bromeando, le dije que guardara un poco de memoria para manejar mejor el computador, sin ocuparla toda con los asuntos inútiles de los diarios. Pero era un hombre de prensa, de esos que quieren tener junto al primer café de la mañana, las noticias al alcance de la mano. “Pierdo toda la mañana en esto” me dijo también muchas veces, reconociendo esa manía como una debilidad y una pérdida de tiempo. Pero no lo podía evitar, tenía una necesidad imperiosa de enterarse de lo que pasaba en Chile y el mundo.
El primer autor del cual hablamos largo y tendido, y no sólo una vez, sino en muchas ocasiones, fue Thomas Mann, particularmente de algunas escenas de La Montaña Mágica, acerca de las entradas y salidas de madame Chauchat al comedor, del fru fru sensual de sus vestidos, y de aquella escena dudosa y memorable en la sala de música del Sanatorio donde para algunos queda implícita la consumación del deseo amoroso de Hans Castorp. Para Avaria eso aparecía claramente dicho en la novela, para Hagel también. Yo no estaba tan seguro que así fuera, pero terminé de convencerme ante la opinión de los dos más grandes lectores que he conocido de cerca. A Hagel, por cierto, siempre lo relaciono con Hans Castorp, por su ascendencia alemana y su apariencia juvenil, y a Avaria con Joachim, por su presumible contextura física a la edad de aquel. Hablamos mucho en esa primera época de La Montaña mágica, de aquel mítico Sanatorio internacional “Berghof”, ubicado en los Alpes Suizos, cerca Davos-Platz, y también, como era de esperar, de Muerte en Venecia, cuyos canales recorrimos junto a la góndola de Von Aschenbach, en nuestro caso persiguiendo a las hermanas del polaco, cuya belleza sugerida en la novela resulta también alucinante. La escena de la peluquería la comentamos una infinidad de veces, por lo extraordinariamente lograda, como tantas otras de esa obra perfecta del nóbel alemán. La relación con Los papeles de Aspern, de H. James, por compartir el mismo escenario, para mí resultaba inevitable, no obstante, creo que nunca logré a entusiasmar a Avaria con esa misma idea. No le gustaba mucho H. James, le resultaba un escritor más bien tedioso. No conocía, extrañamente, el cuento Lo real, pero cuando lo leyó, algo cambió de opinión respecto al mayor discípulo de Flaubert. Después pasamos a Madame Bovary y sus amantes, otra novela maestra cargada de una sensualidad e intriga hábilmente dosificada a través de sus páginas. Lo curioso es que no hablábamos de las novelas en términos de su lograda escritura, acaso porque era un asunto por lo demás implícito en nuestro mutuo fervor por destacar sus escenas maestras. Gentileza que no tiene hoy la novela actual, y pasa por encima de los escenarios., remitiéndose al incesante divagar del narrador.
Pasamos también por La educación sentimental, obra que releí en una edición muy valiosa que el mismo me facilitó de su biblioteca personal. Ahora que lo pienso, el protagonista de dicha obra, es el prototipo o ideal de Avaria. El buen mozo, de Maupassant, fue otra novela comentada por esos primeros tiempos, a raíz de Mandame Bovary, y por lo poco conocida para el común de la gente. Muchos creen que Maupassant escribió solamente cuentos. Repasamos, por cierto, las anécdotas de El collar y Bola de Sebo, a su juicio los dos mejores de esa larga lista de cuentos del escritor francés. Seguimos adelante con El extranjero de Camus, novela que defendía con dientes y muelas ante mis comentarios negativos e intentos de desbaratar sus juicios respecto a su valor actual. Creo que Antonio se identificaba con el personaje, como la gran mayoría de los escritores de su época, y los que seguían teniendo los ojos puestos en París como capital de la cultura.
Sobre Kafka nuestros diálogos circularon en torno a El Proceso, tan semejante al nuestro, al que vivimos a diario en nuestra sociedad. Discutimos sobre la personalidad de abogados y magistrados, tan bien retratados en la obra. Antonio estudió derecho en la Universidad de Chile durante tres años, con bastante éxito, pasaba por alumno sobresaliente, pero su espíritu inquieto, ansioso de aventuras, lo llevó a abandonar la carrera en la mitad del camino. Pero eso le confería autoridad para hablar de los hombres encargados de las leyes. Por supuesto, nos deteníamos a comentar también la arquitectura de esos edificios demenciales recreados en la novela donde funcionan los ministerios de justicia, tan semejantes a los nuestros, por lo demás. Lo mismo hicimos con Dostoievski y Tolstoi, Ana Karenina, por cierto, por su relación con Madame Bovary, y Crimen Castigo, por su discurso polifónico. Aunque ahora estoy seguro que no teníamos la misma sintonía con los rusos. A él le gustaban mucho más los autores franceses, ingleses, norteamericanos, alemanes, y, por cierto, los latinoamericanos.
En tanto, comenzaron a correr los días y Avaria no hablaba de mi libro. Su indiferencia al respecto resultaba inquietante. Jaime Hagel había advertido que Antonio pasaba por un crítico muy “exquisito.” Retrato de grupo con señora, de Heinrich Boll, fue una obra que leí por consejo suyo, pero no me entusiasmó. La encontré demasiado morosa y repetitiva. Tal vez en alemán resulte otra cosa, para los que tienen acceso a esa lengua, por cierto. Coincidíamos en cierto disgusto mutuo por Hermann Hesse, pero salvábamos entre sus innumerables obras a Damian, por su clima enrarecido y tenebroso.
Recuerdo las interesantes sesiones culturales organizadas por Tobaco and Friends, a las que asistimos, lo mismo que a una infinidad de lanzamientos de libros, recitales y conferencias. A los muchos escritores que me presentó con la mayor naturalidad del mundo. Zurita, José Miguel Varas, Roberto Rivera, Fernando Jerez, Lilian Elphick, Poli Délano, Jaime Quezada, Elizabeth Subercaseaux, Gonzalo Rojas, Manuel Silva Acevedo, Oscar Han, Antonio Skármeta, Gonzalo Contreras (el poeta), Floridor Pérez, Manuel Peña Muñoz, Enrique Lafourcade, Francisco Vejar, Fernando Sáez, Armando Uribe, Carlos Iturra, Oscar Bustamante, Diego Maqueira, Darío Oses, Roberto Ampuero, Hernán Loyola, Roberto Alifano, Virginia Vidal, Eugenia Echeverría, Esther Edwards, Diamela Eltit, Faride Zerán, y tantos otros escritores y escritoras que se me escapan.
En los escenarios públicos, Antonio Avaria se desenvolvía como dueño de casa, hacía de puente entre unos y otros, conocía a todo el mundo, y le gustaba saludar a las personas. Era de una sociabilidad impresionante. No quería perderse ninguna actividad social relacionada con libros.
Eso, tal vez, en este país del pelambre, le jugo más de alguna mala pasada. A pesar que nunca lo oí quejarse de sentirse cuestionado, a veces lo percibí en el ambiente. Los chilenos, y particularmente los escritores, somos tan retraídos y ensimismados que a veces nos molesta o desconcierta una actitud contraria. Por supuesto, Antonio no sólo conocía a los escritores, sino también a los editores y hombres de otras artes. De los políticos, no se le escapaba ninguno. A todos los conocía desde sus tiempos de militante en la Izquierda Cristiana.
Difícil resulta precisar cuál era su autor predilecto, incuestionable. De los autores latinoamericanos, García Márquez encabezaba la lista, pero sin dejar fuera a Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, Cortázar, Sábato, Mallea, Rulfo, Borges… Antonio en ese sentido, no era un lector excluyente, reconocía méritos en todos aquellos que podían terminar y publicar sus obras. De los chilenos, Carlos Droguett, Mauricio Wacquez, José Donoso, Coloane, Miguel Serrano, Skármeta, Dorfman, Lafourcade, Edwards, Hernan Valdés, Jorge Guzmán…, creo que podrían encabezar la lista. Pero si uno le hablaba de Manuel Rojas, por ejemplo, o de los criollistas, asentía con una venia reflexiva acerca de su indudable valor. Solía recordar muy a menudo el cuento La picada, de Luis Durand, acaso porque le había tocado dormir una noche en la intemperie en los tiempos de su juventud, cuando después de viajar desde Santiago a Talca a fin de visitar a una novia que no lo invitó a quedarse a dormir, a sabiendas que venía ex profeso a verla desde tan lejos.
De los poetas, Neruda, el primero, por supuesto, eso es seguro, y ese verso de Walking Around: “el día lunes arde como el petrólero/ cuando me ve llegar con mi cara de cárcel…”, lo citábamos lunes tras lunes durante años. A Nicanor lo visitamos juntos en muchas ocasiones en su casa de Las Cruces, y Avaria le recordaba el impacto que produjo en Chile el lanzamiento de sus Poemas y Antipoemas. También citaba a menudo el poema de Gonzalo Rojas “qué se ama cuando se ama”, a Jorge Teillier, con quien fundara la revista Árbol de Letras (1967-1968). A Enrique Lihn y a Manuel Silva Acevedo, Gonzalo Millán, etc. De los poetas del Siglo de Oro español conservaba intactos en la memoria muchos de sus más ilustres versos.
Sin duda, Antonio Avaria era, para usar una imagen patentada por Enrique Lafourcade, un “animal literario.” Vivía en función de la lectura, a pesar de la falta de trabajo, de las contadas oportunidades laborales que tuvo después de su regreso al país, y de las puertas que le cerraron sus amigos de ayer en el exilio, cuando alguna de sus opiniones críticas publicadas en la Revista de Libros de El Mercurio afectaba sus egos. Esa situación, invariablemente, me traía a la memoria un juicio severo de Ignacio Valente referido al temperamento arrogante de los escritores chilenos, el que por entonces me molestaba mucho y me sorprendía que apareciera conformando parte de un libro como “Introducción a la Literatura”, de su autoría. El caso es que le tocó padecer en carne propia las reacciones más sorprendentes de muchos de sus (ex)amigos. Le envidiaban, tal vez, que escribiera en El Mercurio, sin saber, desde luego, que el diario nunca le dio un trabajo estable, y que los libros y autores criticados por su pluma, siempre le fueron impuestos.
Por los días de la víspera a su inesperado deceso, Antonio estaba leyendo La amante de Bolzano, del escritor húngaro Sándor Márai, de cuyos libros se había hecho adicto, y había terminado recién con la lectura de Las travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa. Esta última novela la había despachado el fin de semana reciente con una avidez asombrosa, y estaba impresionado por las escenas sadomasoquistas propiciadas por el amante japonés de “La niña mala.” La recreación de Paris de los fines del sesenta y la situación histórica retratada en la novela, sin duda despertó muchos recuerdos dormidos de su propia juventud, cuando estaba en vías de consolidar su carrera de escritor y las vueltas del destino le fueron mutilando esas ansias. Antonio se quejaba de lo mucho que le costaba sentarse a escribir, y del terror a la página en blanco. Por eso mismo, destacaba en la obra de Mario Vargas Llosa, a quien conocía de los tiempos de aquel mítico congreso de escritores de Concepción en 1962, su perseverancia y laboriosidad inagotable.
El escritor húngaro Sándor Márai a partir de la lectura de El último encuentro, se había transformado para nosotros en una revelación, y no podíamos explicarnos el motivo por el cual no alcanzó a ser reconocido en vida y hubo que rescatar sus obras después de su muerte. Sus novelas son obras maestras para estos tiempos en que la novela se ha ido transformando en objeto desechable, de consumo rápido. Para Avaria, que había vivido y pasado por los más diversos países de Europa durante su exilio, cruzando desde China hacia Europa en el Transiberiano, la temática de Márai, gatillaba su curiosidad por conocer esos retratos íntimos de la decadencia social del enigmático y fastuoso imperio Austrohúngaro, tan bien retratado en la psicología de sus personajes, la gran mayoría pertenecientes a la clase aristocrática. Una aristocracia tan distinta a la nuestra, basada en códigos de honor y en valores nobles, al punto que sus obras nos parecían verdaderas clases magistrales de ética, y por ende también de estética. La comparación con la gran novela del conde Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo (1958), resultaba inevitable.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…