Por Miguel de Loyola
Nunca me he resignado a ver la Estación Mapocho transformada en un recinto “cultural.” Para mí hoy no es más que un mausoleo donde fueron enterrados los trenes a perpetuidad, por causa de un decreto emanado de algún luminoso ministerio público. Todavía no entra en mi cabeza la idea de que la modernidad la dejara fuera de circulación, en un país largo como una culebra, el tren sigue siendo el medio de transporte más indicado para recorrer su longitud. Eso se entiende en cualquier parte del mundo, menos aquí, en nuestros círculos.
¿Será por eso que me resisto a asistir a toda actividad ajena desarrollada bajo su techumbre ferroviaria?
Sucede que apenas enfrento las mamparas de la entrada de la Estación Mapocho, comienzo a ver tumbas por todos lados, andenes sepultados bajo el brillo de las baldosas, las cruces y epitafios de boleteros, maleteros, maquinistas, inspectores y guardagujas. Todo ese mundo que alcancé a conocer de cerca siendo estudiante proveniente de provincia. Vagones cargados de jóvenes cantando al compás de una guitarra. Trenes repletos de pasajeros provenientes del norte o del sur arribando en pleno centro de Santiago. Despedidas apuradas tras el último pitazo de salida. Carros de primera, segunda y de tercera. Un coche comedor con sus luces nostálgicas en medio de la sonajera de platos.
Para montar exposiciones o ferias de libros al estilo de las que conocemos, bastaba con habilitar un mall cualquiera, pero no arruinando un edificio pensado para recibir y decir adiós a los pasajeros. A los pasajeros que somos todos en este mundo, y por tanto necesitamos de un espacio para despedirnos. Todavía no me queda claro por qué fue declarado monumento histórico si le arrebataron su razón de ser.
Por eso rara vez visito la Feria del Libro. Además, en la forma que está planteada, más que feria me parece una cárcel para los libros, de esos libros que necesitan del aire puro para respirar libres sus propios asuntos. Una Feria del Libro donde los escritores no cuentan para nada en absoluto, resulta más que un absurdo, parece una burla. En las inauguraciones, por ejemplo, hablan todos menos los que escriben los libros. Qué tiene que ver el representante de Chilectra, o los representantes del oficialismo imperante. Se entiende que son los auspiciadores del evento, pero respeto a sí mismos debieran mantenerse al margen, al menos en materia de discursos. Cómo se explica que se invite a los escritores a escuchar discursos políticos cuando se supone que la cosa tendrá que ser justamente al revés. Son ellos, los que necesitan oír otra clase de discursos. Sólo eso denota el servilismo de quienes organizan esta clase de eventos. Un servilismo que comienza a parecer esclavitud para poder estar cerca de los círculos de poder. ¡Dónde se ha visto eso en el mundo del arte!
Así como están planteadas las cosas, vivan los libros piratas, aquellos que se venden en las cunetas, sin la parafernalia organizada por un sistema que privilegia siempre a los mismos.
Por eso rara vez visito la Estación Mapocho. Al final siempre termino pasando rabia, y la nostalgia por esa estación sepultada termina por deprimirme. Prefiero conservar en la memoria el silbatazo de los trenes o el chirrido de las ruedas sobre los rieles, antes que el tijeretazo con que año tras año se da por inaugurada la famosa Feria del Libro.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.