Por Luisa Valenzuela

Él me abraza. Ella se repite: él me abraza. Se lo dice en silencio sólo con palabras como si su cuerpo todo no estuviese implicado. Se lo dice como quien se cuenta una historia remota que empieza así: él me abraza.

Le perturba la indefinición generada por el uso del pronombre personal masculino de tercera. De tercera persona, añade para sí, porque si bien los hay de tercera categoría, no es el caso con este tal Rodrigo, bueno para el abrazo.

El tal Rodrigo le va a durar poco, lo sabe, pero también sabe que un abrazo de verdad es para siempre. Queda una marca allí donde lo otro va siendo borroneado. Rodrigo trae su guitarra a la cama, entona unos boleros y ella se regodea en lo dulzón y un poco irónico de su canto. Este hombre le gusta por su humor, por no tomarse del todo en serio, como quien está en otra. Y lo está, bien lo sabe ella, y muy pronto se va a ir con la música a otra parte, o mejor dicho volverá a su casa a su familia a sus quehaceres de economista en lejano país y ella habrá de quedarse por acá, la retornada, después de tantos años. Años de exilio en un principio, y más tarde de un dejarse seguir viviendo a la distancia. Hasta que en cierto momento la necesidad de volver se le hizo imperiosa y todavía no entiende por qué ni para qué.

Este Rodrigo del aquí y ahora deja de lado la guitarra. Toda una vida te estaría mimando, repite ya sin acompañamiento musical, hiperbólico él, y le pasa la mano por el cuerpo suave, muy suavemente, y ella percibe que le gustaría creer en sus palabras pero para qué; para qué apostar a lo efímero. Sin embargo, este hombre le gusta, mucho le gusta, hasta que él con su mejor voz de bolero le propone:

– Vayamos esta tarde a tu Buenos Aires querido, mi reina, seamos clásicos, demos un paseo por la calle Corrientes.

Como si le hubiera leído el pensamiento pero en negativo, en sentido inverso de sus deseos.

– Ni se te ocurra, le contesta ella.

Y después, para no parecer tan terminante:

– Andá vos; al fin y al cabo estás en el país por pocos días, aprovechá, date un baño de Capital Federal y después volveme refrescado. Yo te espero acá tranquila, leyendo.

Ya me esperaste acá tranquila leyendo durante los días que llevo en este congreso, se lamenta o agradece Rodrigo, su Rodriguito lindo de los boleros dulces que no entiende nada. Por suerte. Que ni se pregunta qué material de lectura encuentra ella en este triste apart hotel anclado en pleno centro de La Plata. Andá, yo leo, insiste ella, y es cierto, aunque no siempre la lectura sea de un texto impreso; a veces la lectura se llama introspección dentro de la cual late una pregunta: ¿Para qué he vuelto? Y otra: ¿Por qué no logro volver del todo?

Rodrigo nada sabe de la vida de ella, pero algo intuye.

Rodrigo se resiste. No mi reina, le dice, no sueño con dejarte sola acá entre fantasmas locales. Son los míos a pesar de todo, le retruca ella. Tú eres de todas partes, corrige él, y ella percibe que algo de razón tiene este mejicano loco que conoció en pleno vuelo. Así no más fue: lo conoció y conquistó o él la conquistó a ella porque vaya uno a saber cómo se arman estos enredos, en el avión. Tantos vuelos transcurridos infructuosamente, piensa ella, y ahora, cuarentona, el chivo cae en el lazo, el pez muerde el anzuelo, o mejor dicho el pájaro cae en la trampera.
No tengo que andar pensando en estos términos, piensa ella. No tengo por qué hacer una crónica de esta pequeña historia; es mía y sólo mía, la disfruto, vibro, grito un poco sotto voce para no alarmar a los vecinos, pero igual el grito está, estallándome en todo su esplendor.

– Eres una porteña renegada, se queja Rodrigo después de un largo rato de lujosos estertores mudos. Algo nunca visto, nunca oído, jamás soñado, agrega. Una porteña renegada que no quiere pisar su única e insustituible calle Corrientes.

– Ni ninguna de las otras calles capitalinas si vamos al caso.

– Ni ninguna de las otras.

– Por ahora.

– Por ahora.

Ambos saben que el después vendrá demasiado tarde, que él ya no estará aquí para compartirlo. Este es su tiempo de descuento; el congreso está por concluir, él tendrá que volver a su vida verdadera. Mientras tanto, acá está desnudo frente a ella y una vez más echa mano a la guitarra, ese consuelo de ambos.

Los interludios musicales, piensa ella algo escéptica; el número vivo de mi infancia cuando había que llenar el espacio entre dos películas. No lo voy a descorticar ni voy a escribir un ensayo sobre emociones humanas, piensa ella. Ni lo voy a grabar; de hecho, mi grabadora sólo es usada para los trabajos de campo. Los trabajos de cama quedan intocados por el verso, para parafrasear al bardo.
Sólo que éste no es un viaje etnográfico, de trabajo; ahora está por fin de vuelta. La puntita nada más, pero de vuelta. De regreso. Retornada. La muy errante. La errabunda.

Al hombre a su lado lo conoció precisamente en el vuelo que la traía de regreso. Eso le pasa por hacer escala en Dallas. No es que se esté quejando del desenlace –suculento–, que además le está permitiendo volver con moderación y por etapas. La perturba la parálisis que siente ante la inminencia del retorno a casa.

No se lo puede contar al doctor Rodrigo de León. O no quiere contárselo. Piensa que él podría compenetrarse con el tema y hasta dar algún consejo, pero prefiere no hablar; en esas aguas no conviene meterse, no señor, en absoluto.

Dulce, la llama él. Dulce quiere ser ella y dejarse las uñas mochas para siempre y olvidar asperezas.

– Entonces me quedaré sin visitar tu bella ciudad en este viaje. Total ya la conozco. Es a ti a quien no conozco, eres un paisaje cambiante como las nubes.

– Corazón de piedra verde.

– Despiadada porteña.

– Mariachi de mi…

El final de la frase queda en suspenso. Mariachi de mi alma no le sale y sin embargo es lo que siente porque él ha estirado una vez más la mano con esa ternura tan suya que ella le ha ido destrabando a lo largo de largos días y noches de intermitentes interludios.
Ella tuvo una semana completa para poner en orden su circo interior y todavía no se anima al pleno retorno.

– ¿Seguro que no quieres ir al DF local? Alquilamos un carro, es sólo una hora de viaje; podemos regresar a pernoctar acá si prefieres.

– Seguro, no quiero.

(Rodrigo no le pregunta qué le ve ella a La Plata para insistir en quedarse en esa ciudad insípida, sin historia, pero ella le lee la pregunta en los ojos. El la trajo a este destino y se responsabiliza y no le reprocha nada, y ella lo siente un tipo sólido, le gusta apoyarse en su pecho).
Ya de entrada él le dio esa impresión, en el salón VIP del aeropuerto de Dallas. Ella estaba escribiendo tarjetas, desesperadamente, a todos sus amigos de San Francisco, como si no pudiera desprenderse de ellos ni de esos mundos. No queriendo largar el hueso, ni queriendo retornar a su país –es decir aquí, ahora–, donde de todos modos había resuelto retornar por propia voluntad. Entre tanta escritura y confusión de tarjetas y pegada de estampillas y copia de direcciones, levantó la vista y ahí estaban esos ojos risueños observándola con cierto descaro. Los mismos que, oh casualidad, en el avión habrían de sentarse a su vera.

– Me pregunto para qué volví, dice más para su coleto que para Rodrigo, que ya está casi dormido con la cabeza sobre su hombro, incomodándola. También le incomoda la guitarra, que él dejó abandonada a sus pies, pero elige no moverse.

Él reafirma la pregunta con un gruñido de sueño. El también se lo debe de estar preguntando. Por momentos ella teme que él crea estar con una prófuga de la Justicia o algo parecido. De otra forma, ¿por qué esta antropóloga simpática, complaciente, hasta agradable de ver –se autoalaba– va a cambiar su derrotero y venir a encerrarse con un desconocido en un apart hotel de una ciudad que le es ajena, resistiéndose al verdadero retorno a su propia ciudad natal, sin siquiera hacer una mísera llamada telefónica? Por momentos él debe de pensar que está loca o que es estúpida o todo al mismo tiempo. Loca, estúpida, prófuga. Quizás eso lo excite.

– Estoy acá para matarte, le susurra ella al oído, pero él la descalifica con un leve gesto de la mano, como quien espanta una mosca. Lo que quiere es dormir.

El tiempo podría tener siempre esta misma textura untuosa, ser así como un nido hecho no de lugar, hecho de esto –tiempo– que se estira y cambia y ella siempre arropada en él, dejándose mecer a su compás. Que un pasajero encontrado en un avión le regale a una tiempo es casi milagroso. Se siente como en sentencia diferida, a un paso del tribunal sin llegar nunca. Durante el vuelo, la primera información que Rodrigo le dio de sí no fue que era economista, sino que hacía surf. Soy un hombre de gran paciencia, le dijo con algo de amenaza implícita; a veces, a la madrugada, en traje de neoprene, tengo que pasar larguísimos ratos esperando la ola propicia, pero vale la pena esperar, dijo, porque cuando llega la ola propicia el resto es pura gloria. Ella se sintió cabalgando la ola con él, dejándose arrastrar en su corriente. Eufórica. Ahora está sola sobre la tabla, dentro del túnel de la ola que en cualquier momento puede romper sobre su cabeza. No importa. Transcurrir en el túnel de agua es lo principal, ese deslizarse en un movimiento que parece estático, un equilibrio perfecto sobre el manto líquido que se desplaza a altísima velocidad.
A la mañana siguiente Rodrigo salió temprano para encontrarse con una colega local que lo acompañaría a comprar, entre otras cosas, un bolso. La fecha de su partida estaba próxima. Ella no quiere ni pensar en eso. Lo va a echar de menos, pero no es su partida lo más inquietante. No. Lo grave es que sin él ya no se justificará su permanencia en esta ciudad de provincia, donde desearía quedarse, encapsulada, enredada en sus propios hilos.

Volver es unir soltando amarras, es borrón y cuenta nueva y a la vez zambullirse en el pasado. Volver, como arrancarse una máscara, nos devuelve al intangible efecto final de lo que somos. Volver nos centra y nos anula. Ella no quiere volver y sin embargo ha vuelto. Está volviendo. Esta es apenas una breve etapa en el camino del verdadero regreso.

Por la suite del apart hotel ella se pasea con paso cada vez más angustiado. Cuando empieza a faltarle el aliento, se decide y sale al balcón. No es agorafobia lo que siente; es otra cosa; con Rodrigo han ido por las noches a diversos restaurantes, han ido a bailar y al cine, más de una vez han cruzado esa plaza central tan rodeada de emblemáticos edificios. Pero frente al balcón la plaza enorme la interpela y le va reabriendo heridas. Allí están las marcas, los blancos pañuelos dibujados sobre las baldosas, esos hitos. Da unos pasos atrás, retrocede hasta la habitación y corre las cortinas del ventanal como quien cierra un espacio sagrado. Mejor volver a echarse sobre la cama y dejar de merodear por los vericuetos del recuerdo. Si el tiempo de retorno es tiempo de ver claro, la cosa no le está resultando fácil. Ella siente que no hay retorno posible, sólo el peligro implícito de una caída en picada. Volver es darse de bruces con aquello que fue y con aquello que nunca más volverá a ser y con lo que sigue siendo igual, imperturbable. Volver, como retroceder en el tiempo, como huir para atrás, es imposible.

Cuando Rodrigo regrese con su bolso nuevo, cuando empiece a meter toda su ropa en la valija los libros en el bolso, ya no habrá más excusa. Decirle adiós será una forma de muerte, no tanto por lo que él es o pudo llegar a ser, sino por lo que la espera luego. Y cuando por fin él entra en la habitación con ese bolso que es señal de partida ella cierra los ojos y simula dormir. Despierta mi bien, despierta, le canta él sentándose a su lado en la cama, acariciándola. Ella aprieta los párpados. No, no despertarse, no, pero él la sacude un poco e insiste, Despierta, tengo una propuesta para hacerte.

 Y se la hace: ya que ella se resiste tanto a volver a su Buenos Aires querido, quizá le resulte mejor aplazar el regreso. El no quiere meterse en su dolor o en sus problemas ni inquirir el motivo de tan drástica decisión, pero es evidente que ella no está dispuesta a completar su viaje de retorno y entonces él le propone una tregua, como quien dice. El le ofrece un pasaje de ida a México, pueden volar juntos, y después verá.

– No gracias, dice ella sin siquiera poder emocionarse o digerir tamaño ofrecimiento. No, no puedo aceptar algo así.

– Tengo millaje, no me afecta, me lo devuelves cuando puedas. Ya averigüé, hay lugar en el vuelo. No me cuesta nada hacerlo.

– ¿Qué hago en México, cómo puedo devolverte, qué…

– Es menos complicado de lo que parece, puedes trabajar si quieres. El director del periódico de Zihuatanejo es mi amigo; seguro que consigues trabajo allí, con tu experiencia y tus idiomas. Después te buscas lo que más te convenga, pero vivir en esa zona es bello, barato, y yo paso allí mis buenos fines de semana. Te enseñaré a hacer surf.

– Buena falta me hace el surf, pero no en el agua. En la vida.

– Y bueno. La vida, como el mar, todo una gran metáfora.

No hubo demasiado tiempo para pensarlo: el vuelo salía a las seis y veintiséis de la siguiente mañana y ya era pasado el mediodía. La promesa de seguir juntos, de otro vuelo codo con codo, de las olas del Pacífico, tomaron la delantera. Ella dejó de sentir el peso de su incapacidad y le abrió paso a la esperanza. Cambio de derrotero, se dijo, no porque el que venía siguiendo me resulte del todo intransitable, sino porque se me ha presentado una alternativa feliz. ¿Quién hubiera soñado con olas y cocoteros acá, en La Plata?

Él hizo por teléfono los trámites pertinentes, ella en su euforia empacó las valijas de ambos, los dos festejaron de lo lindo esa noche y ella sintió que se estaba desprendiendo de una red invisible y viscosa. Las pocas horas que le quedaban para el sueño no pudo aprovecharlas, y cuando el despertador sonó a las tres de la mañana ella saltó de la cama y lo azuzó a él para que no perdieran el transporte a Ezeiza.

Una vez a bordo del autobús, apoltronada en su asiento y segura de estar ya camino al aeropuerto –es decir, a otra parte cualquiera del mundo menos ésta– se durmió con el alivio de alguien que ha logrado escapar de un sueño indescifrable. Y dormía plácidamente apoyada contra el hombro de Rodrigo cuando se detuvieron en el puesto de peaje de Dock Sud, y habría seguido durmiendo a lo largo de todo el cruce de la Capital Federal de no ser por el tumulto que se generó minutos después del puente. Ella alcanzó a entenderlo como en cámara lenta, en diferido. Tres hombres de traje y corbata que habían subido al autobús aprovechando la parada –tan trajeados ellos, tan formales– en algún momento desenfundaron sus pistolas y encañonaron al chofer y apuntaron a los pasajeros. Ella sólo supo del tirón y el dolor en el hombro cuando le arrancaron la cartera, y de inmediato se sintió empujada y arrastrada por los otros en un descenso forzado. Rodrigo intentó tomarla de la mano pero fueron separados en la estampida. La confusión subsiguiente, los gritos y los llantos y los llamados de auxilio la dejaron anonadada. Todo había sido tan rápido y ya los asaltantes huían con el ómnibus a gran velocidad dejando atrás a los ex pasajeros, que lloraban la pérdida de todos sus bienes, no sólo las valijas: relojes, celulares, joyas, billeteras, carteras, portafolios, documentos. Se encontraban varados en medio de la desierta autopista elevada cuando todavía era de noche. Ella estaba descalza porque se había quitado los zapatos para viajar más cómoda. La impotencia y el desamparo aumentaban la desesperación de todos. Ella sintió que le faltaba el aire y fue apartándose del grupo. Un perro vagabundo se acercó a olfatearla y ella, sin pensar, lo acarició. Un perro. Negro parecía en esa hora incierta cuando mínimamente empezaba a clarear, allá por el lado del río. Lo del río no lo percibió ella, sin conciencia de la geografía, pero empezaba a clarear desde el río y el perro, de espaldas a la claridad, avanzó por la autopista elevada en la que se encontraban y ella se largó a seguirlo. Descalza como estaba. A sus pies y frente a ella Buenos Aires era un fantasma. El perro no, el perro avanzaba y si ella se detenía la esperaba, el perro parecía querer guiarla o al menos así lo entendió ella entre los vahos de una duermevela que ya no le era propia, duermevela de la ciudad desperezándose con las primeras luces del alba. De golpe, un reflejo sonrosado estalló en los vidrios de distantes ventanas y ella revivió un lejano amanecer, en Machu Picchu, tras otro perro vagabundo que la fue llevando escalinatas de piedra arriba hasta que toda esa fantasmagórica ciudad muerta hecha de piedra quedó a sus pies, y desde lo alto ella pudo ver subir del valle un manto de niebla que avanzó hasta cubrir por entero las ruinas como un acto de magia, de desaparición, para luego irse alejando como quien devela algo nuevo, algo enteramente reluciente y recién hecho a pesar de los siglos transcurridos. Ahora también: ahora ella es nadie, sin documentos, sin zapatos, sin nombre, y a lo lejos la gran ciudad empieza a recuperar su esencia y a redibujarse a medida que se disuelven las brumas del alba. Y en su recuperación, Buenos Aires, allí enfrente, vista desde la autopista elevada, le va abriendo los brazos dispuesta a recibirla como a una persona también nueva, renacida.

Luisa Valenzuela

Nacida en Buenos Aires, trabajó en periodismo. Entre 1979 y 1989 fue escritora en residencia en las universidades de Nueva York y Columbia (EE.UU.). Su obra de ficción comprende, entre otras, las novelas Hay que sonreír, Como en la guerra y Novela negra con argentinos, reeditadas como Trilogía de los bajos fondos por el Fondo de Cultura Económica (2004). En estos últimos meses se reeditaron su primera novela, Hay que sonreír (Fondo de Cultura Económica), Cola de lagartijas (Norma) y Cuentos completos y uno más (Alfaguara).

En: ADN Cultura