Por Mario Silva

El Ñato llegó a la casa donde arrendábamos piezas por el mes de marzo, cuando la huelga en la fábrica ya llevaba seis meses y cuatro muertos.
Lo condujeron al antiguo gallinero, donde don José guardaba los cachureos. Sus cosas cabían en un saco harinero. Me acerqué a mirarlo, pero me dio miedo: tenía cara de malo.

Su nariz estaba quebrada, deforme; sus cejas eran gruesas y llenas de cicatrices; también le faltaba un pedazo de oreja. Tendría casi la misma edad de mi papá. Antes de que terminara el día, otro vecino, el de la pieza cuatro, “el manos brujas” –que trabajaba ‘estirando’ los dedos en las micros–, le puso el apodo de “Ñato Pérez”.

La primera semana sólo salió un par de veces de su pieza, y fue para comprar algo de mercadería. Sabíamos que estaba ahí por el olor a comida que salía de vez en cuando y el ruido de su tos seca, de perro. Tosía mucho.

Al mes de estar allí, pegó en su puerta un pedazo de cartón que decía: “Se reparan zapatos”. Pero no le fue bien, porque el zapatero de nuestro barrio, el guatón Palta, le dijo a todos que el Ñato Pérez era un ex presidiario, y seguramente iba a juntar muchos pares y se echaría el pollo con ellos, para venderlos en provincia. Todos le creyeron, porque el Palta también era ex presidiario y conocía a su gremio.

Pero mi papá no le creyó y, por ayudar al Ñato, le mandó a reparar un par de bototos de trabajo y los zapatos de mi mamá, a los que les cambió tapilla y media suela. No trabajaba mal, según mi padre, pero le faltaba garra para defender su trabajo. “Parece que se esfuerza mucho por estar triste”, le comentó a mí mamá, mientras ojeaba las revistas Estadio, que coleccionaba empastándolas año a año.

* * *

El Ñato hablaba poco, y recuerdo que me llamaba mucho la atención su limpieza. Al amanecer se lavaba de medio cuerpo, con el chorro de agua helada de la llave al final del patio. Y se afeitaba con hoja, pero sin colocarla en la máquina. La tomaba entre sus dedos, y mirándose en un pedazo de espejo roto, comenzaba a pasársela por la barba. Lo hacía sólo con agua. Luego se secaba con una toalla recortada de un saco harinero desteñido y deshilachado.

Lo vi así la primera vez que entré solo al baño, muy temprano, cuando por fin dejé de orinarme en la cama. Mí papá me despertó y me dijo:

–Hijo, vaya, usted ya está grandecito.

Al llegar al baño, el Ñato me saludó:

–¡Buenos días!

Le contesté moviendo la cabeza. Tenía frío, y más frío me dio al verlo así, lavándose casi pilucho.

Mi papá me vigilaba desde la puerta de la pieza. Se acercó y le preguntó al Ñato que cómo andaba la cosa.

–Mala, don Alberto –respondió con cierta pena–, don José me pidió la pieza porque no tengo para pagar el arriendo. Le he andado buscando pega, pero por mis antecedentes, no me la dan. Estoy jodío, nomás…

Me demoré un poco más en el baño y paré la oreja, para escucharlos detrás de la puerta entreabierta.

–Siempre se puede hacer algo, la cosa no puede ser nunca tan mala –replicó mi padre–. ¿Y qué sabe hacer, gancho?

–Sólo sé reparar zapatos, don Alberto. En el servicio militar aprendí a cortar el pelo, pero las herramientas son muy caras…

Terminó de secarse y se colocó la camisa. Mi papá golpeó la puerta y tuve que salir. Antes de entrar a la pieza, se detuvo y dio media vuelta para preguntarle:

–¿Usted boxeó alguna vez?

–¿Lo dice por mi nariz?

–No, es que usted me parece cara conocida. No sé de dónde…

–Fue hace mucho tiempo, como peso mediano –contestó llevándose la mano a la cara, con pesar–. Claro que la nariz me la quebraron los gendarmes, cuando casi maté a un choro que se calentó conmigo. Pero no quiero acordarme de la cana.

Mi papá me hizo entrar y cerró la puerta. Yo igual me quedé escuchando.

–A usted lo conozco… –insistió papá– ¡Ahora recuerdo! A usted lo vi en la pelea de exhibición con Kid Dinamita, en el gimnasio de la Federación. ¡Usted es “Cara de Ángel Pérez”, de Curicó! ¡Se la vio dura el negro! Mi taita me dijo que usted dejó al negro cagando sangre durante una semana. Métale duro en la línea baja…

–Sí –repuso el Ñato, moviendo la cabeza de un lado a otro–, pero esos fueron otros tiempos.

–¿Sabe? En la fábrica vamos a armar un equipo de boxeo –dijo mí papá, tratando de entusiasmarlo– y vamos a necesitar un entrenador. Es necesario que los compañeros aprendan a defenderse, y de pasada practiquen un deporte. Además, puede hacerse un billetito. Claro que no sabemos cuándo se va a solucionar la huelga, pero si pasa… ¿Le gustaría trabajar con nosotros?

El Ñato se encogió de hombros y guardó silencio, mirando el suelo por un largo rato.

Mi padre entró a la pieza y él siguió allí, como pegado al piso.

Ese mismo día don José sacó las cosas del Ñato desde el viejo gallinero y las arrojó a la calle.

* * *

Lo perdimos de vista por un par de semanas, y cuando le volvimos a ver andaba tomadito. Mamá le dijo a mi padre que ahora el Ñato dormía en la calle, en la puerta de la botillería. Mí papá salió a verlo y le seguí de atrasito.

Ella tenía razón: el Ñato estaba curado y durmiendo en la calle.

Lo despertó y le dijo que nos acompañara a la casa, a tomarse un tecito, pero el Ñato no quiso. Mi papá, que según mi mamá es muy porfiado, fue a la casa y le llevó té caliente en una botella de cerveza envuelta en un chaleco, y un pan con mantequilla. El Ñato no lo aceptó.

Volvimos en silencio. “Se quiere morir”, dijo mi papá, “y pensar que hace unos años hizo arar a Kid Dinamita, el campeón mundial de los medianos…”.

Cuando llegaron las primeras lluvias y yo cumplí los cinco años, el Ñato ya estaba muy enfermo. Se la pasaba todo el día curado y por las noches se dedicaba a cantar rancheras frente a la botillería, para que le dieran una caña de vino, y cuando los otros borrachos estaban aburridos, uno de ellos hacía sonar un fierro, como campana, y el Ñato comenzaba a saltar y tirar combos. Se reían de él… Vi pena en sus ojos.

También la sentí. Mi papá me había enseñado lo que significaba un campeón mundial de boxeo. El Ñato había estado tan cerca de serlo… y ahora, al verlo ahí, sentía ganas de llorar.

Para mi cumpleaños, mí mamá preparó un queque y chocolate caliente y terminó de tejerme el chaleco “crecedorcito”. Mi padrino me regaló un carro de bomberos. Mis hermanos menores estuvieron felices y nos fuimos a acostar temprano. Yo me di cuenta de inmediato que esa noche habría “lucha libre”.

Sí, “lucha libre”. Mientras ella preparaba el chocolate, mi papá se le acercó, la tomó por la cintura y le dijo: “Negra, hoy te poní el equipo, mira que tengo muchas ganas de jugar un partido”. Se puso colorada y contestó: “Ya, entonces voy a acostar temprano a los niños”.

Siempre cuando ellos tenían lucha, mí papá llegaba afeitadito del Sindicato, y mi mamá hacía hervir agua en el tarro grande y se lavaba por presas. Antes de acostarse, se ponía una camiseta de fútbol de seda color amarillo, que tenía en el pecho la insignia de la Federación Metalúrgica de Fútbol, con el número cinco en la espalda. También se ponía un pantalón corto, de seda azul, y medias de lana. Mí papá decía que le gustaba sentirla suavecita…

A mí me dejaban durmiendo en la pieza de al lado, junto con mis hermanos menores. La otra vez escuché que mi mamá se quejaba. Me levanté y los vi luchando. Mí papá se dio cuenta que los había visto. Yo le pregunté qué pasaba y él me tranquilizó, me dijo que sólo estaban jugando a la “lucha libre”. No me quedé tranquilo hasta que los escuché reírse y los vi levantarse. Mi papá se paró a poto pelado frente a le ventana y se fumó un cigarrillo, mientras tarareaba un tango.

Aquella noche del cumpleaños, antes de acostarnos temprano, mi mamá me mandó a dejarle un pedazo de queque y chocolate caliente a la vecina Carmen, y vi al Ñato ahí, a la salida de la casa, llorando. Me dio mucha tristeza. Se veía tan desvalido…

De regreso a casa se lo conté a mi papá y él no se dio por enterado. Me dijo que después lo vería, porque ahora tenía que hacer. Me fui a la cama y me quedé despierto, pensando en lo que debería estar sufriendo el Ñato. Desde la cama le oía toser. Y cuando comenzó a llover, me puse a llorar. Mi papá, que ya había empezado a luchar otra vez con mi mamá, me escuchó y me preguntó qué me pasaba. Le volví a contar lo del Ñato. Se levantó y salió a la calle, para volver trayéndolo a rastras.

El Ñato tosía mucho, tenía fiebre y parecía que iba a morirse. Mí papá me sacó de la cama, llevándome a la de ellos, y le dijo a mí mamá: “Negra, creo que hoy te vai a ir por el alambre, porque voy a atender al compañero Ñato, mira que está malena”. Yo me quedé acurrucado al lado de ella, que olía a jabón, estaba suavecita y muy enojada.

Mi papá cambió de ropas al Ñato, lo obligó a tomar chocolate caliente con algunos Mejorales y también a comer un pedazo de queque, para luego acostarlo en mi cama. Apagó la luz y se acostó con nosotros. Me quedé al medio, súper calentito. Mi papá se dio cuenta que mamá estaba enojada y se puso a conversarle. Dijo que el Ñato estaba enfermo de pena, y que le recordaba mucho a su hermano mayor que se había muerto por tomar tanto. Mi mamá le contestó que mejor se preocupara de nosotros, que con esto de la huelga la estábamos pasando negra. “¡Tú andai salvando al mundo y tus hijos se están muriendo de hambre!”, le dijo. Mi papá se encogió de hombros y le contestó que la negociación la iban a ganar a como diera lugar, y que esto significaba mejores sueldos.

Ellos creían que yo estaba durmiendo. Mi mamá le volvía a repetir lo mismo de siempre. “Si eres tan bueno para las negociaciones, ¿por qué no te dedicai a los negocios y te hacís millonario?”. Ahora se enojó él; se levantó y se puso a fumar frente a la ventana.

Era tanta la fiebre que tenía el Ñato, que comenzó a transmitir mientras dormía: parecía pedirle perdón a una mujer.

Mi mamá también se levantó y fue a colocarle paños mojados sobre la frente y el estómago. Cuando ya amanecía, el Ñato se quedó dormido y ellos volvieron a meterse a la cama. Mi papá pasó sobre mí y le dio un beso en la boca a mi mamá, y le dijo: “Gracias por entender, negra. Te quiero”. Mi mamá dio un suspiro, se dio media vuelta y se puso a dormir.

* * *

Al otro día todos nos levantamos tarde, pero lo que más recuerdo es que el Ñato sonrió al verse en mi cama. Yo lo estaba mirando fijamente. Me sentí feliz de verlo bien. Llamé a mí mamá y ella le preguntó cómo se sentía. Le contestó que bien, que se iba a ir apenas se levantara.

Pero no pudo.

Estaba muy débil por la fiebre de la noche y todavía le tiritaba el cuerpo. Mi mamá fue donde el compañero Saldías, que trabajaba en el matadero, y volvió con un par de patas de chancho y preparó un caldo con mucha cebolla. Desde ese día, y mientras el Ñato se quedó con nosotros, comimos cebollas a toda hora. Según mi mamá, era para los pulmones, y yo le creí, pero, ¡huácatela!, qué mala es la cebolla sin limón ni aceite, ¡puf!, tiene el mismo sabor picante de las hormigas.

* * *

Una semana durmió el Ñato en mi cama, y después volvió a la calle.

Se nos perdía por días, pero de nuevo aparecía. Siempre venía con algo para ayudar a la olla.

También seguía tomando, a pesar de que mi mamá le decía que no lo hiciera, que el vino era el demonio mismo y que si seguía tomando, el diablo le iba a robar su alma. Cuando mí mamá hablaba del diablo, a mí me daba mucho miedo, porque le creía. Pero él no le hacía caso y continuaba llegando medio pasadito, hasta que un día mi papá le dijo que así no podía seguir recibiéndolo; era un mal ejemplo para nosotros: “Lo siento mucho, compañero, pero así no puede volver a llegar. ¿No ve que aquí en mi casa nunca me han visto con la pipa?”. El Ñato se paró de la mesa, agachó la cabeza y salió en silencio. Mi papá me dijo que tomar es una enfermedad, y que esta enfermedad se llama “alcoholismo”. La única manera de mejorarse era dándose cuenta de que se está enfermo, y el compañero Ñato Pérez no estaba haciendo lo suyo.

* * *

La huelga siguió y mientras durara yo no vería a mis hermanos mayores, que estaban viviendo repartidos en las casas de mis otros tíos. Los echaba de menos para que me cuidaran. No me gustaba cuidar a los más chicos, que eran cuatro y tan llorones. Al parecer, según lo que le comentó mi mamá a la vecina Carmen, venía “otro” en camino y ya tenía dos meses de espera. Todas las tardes, cuando mi mamá salía a buscar la comida a la olla común del Sindicato, yo la esperaba para ver si llegaba de vuelta con un hermanito en los brazos, y entonces me dijera: “Mira, me lo encontré; venía en camino”.

Cuando mi mamá le contó a mi papá que estaba esperando “otro”, éste se encogió de hombros y dijo: “Chucha, habrá que apechugar no más”.

A mis papás los tíos les decían “los conejos”. Yo no entendía por qué.

* * *

Al otro mes de mi cumpleaños, cuando a mi papá lo fueron a buscar los guatones de la policía política para meterlo preso, apareció nuevamente el Ñato.

Era sábado y los policías estuvieron a punto de atropellar al Ñato en la esquina. Alguien gritó: “¡Los sapos! ¡Llegaron los sapos!”. Mi papá se subió al techo y no lo pillaron. El Ñato estaba muy golpeado, seguramente se la habían dado otros borrachos. Los guatones se fueron y mi papá salió a la calle para entrarlo. Mi mamá no dijo nada, pero estaba con la cara larga. Y esa noche yo fui testigo de algo muy terrible. Mi papá sentó al Ñato a la mesa y le sirvió sopa de cebolla con chuchoca, pero no quiso comer. Le tiritaban las manos. De repente, se puso a llorar en silencio. Le temblaba el cuerpo y estaba hediondo a trago.

–Ella vino a buscarme, don Alberto –le dijo entre sollozos–, la finada no me perdona que la haya matado. Desde hace una semana que no me deja tranquilo. Yo le he rezado a la Virgencita, pero no me escucha.

Mi papá se sentó al frente del Ñato y mí madre buscó la Biblia en el ropero. Corrió la cortina que separaba la cocina de la pieza comedor y abrazó el libro. Yo me quedé paralizado por el miedo, sin hacer ruido. Mi papá tenía una sonrisa nerviosa en el rostro.

–Ni la Virgen ni Dios escuchan, compañero –dijo moviendo la cabeza y mirándose las manos–: son sordos para los pobres. ¿Qué pasa, compañero? ¿De qué se trata la cosa?

El Ñato seguía tiritando y sus ojos parecían a punto de saltar y caérseles de la cara.

–De ella, la que fue mi esposa, don Alberto. Hacía muchos años que no venía a verme y ahora ha vuelto para cobrármela.

En ese momento se abrió de golpe la ventana y entró una ráfaga de viento helado que inundó las piezas. Mi papá se levantó a cerrarla.

–Cuénteme no más, compañero. ¿Usted mató a su patrona? ¿Por eso la cana?

–Sí, sí, don Alberto, pero no quería hacerlo, no quería… yo… yo la quería. –Se tapó el rostro con las manos y sollozó.

Me acerqué otro poco, ocultándome junto al canasto de la ropa sin planchar. Al lado se puso el Cholo, mi perro, que también tiritaba. Mi mamá, en la cocina, oraba con los ojos cerrados, mientras mis hermanos menores dormían a pata suelta. Todo estaba en silencio y sólo la voz del Ñato se escuchaba. Sonaba desgarrada por el dolor y el miedo.

–No quiero morirme, don Alberto, no quiero… –Se paró de la mesa y apuntó hacia la ventana: –¡Ahí está, don Alberto, ahí está ella! Véala, ¡me viene a buscar! ¡Ayúdeme, por favorcito, ayúdeme, se lo suplico!

Mi papá miró hacia la ventana y debajo de la mesa, pero no vio nada. Sonrió moviendo la cabeza, y le dijo:

–Tranquilo, compañero, tranquilo. Aquí estamos nosotros, no’ má.

–¡No, don Alberto, ahí! –dijo, apuntado ahora al lado de la ventana– ¡Ahí está! ¡Mírela!

Entonces el Ñato metió la mano entre sus ropas y sacó el pedazo de espejo con el que se afeitaba y se lo puso en las muñecas.

–¡Ella me dice que yo la maté!, que no quería morir. Y no entiende que no deseaba hacerle nada. Me puse loco al verla acostada con ese gallo. ¡Hay, Señorcito, yo no quería!…

Mi papá se paró rápido, justo cuando el Ñato había comenzado a cortarse las venas. Alcanzó a tomarle la mano, se puso firme y le hizo soltar el pedazo de espejo.

–¡No, don Alberto, déjeme morir!

Entonces el viento volvió a abrir la ventana y levantó el mantel. Mi papá se volvió a parar, pero se quedó quieto cuando mi mamá salió de la cocina, Biblia en mano. Ella se detuvo frente a la ventana y cerró los ojos. Me di cuenta de inmediato que la había tomado el espíritu –aunque no era Metodista Pentecostal–, y comenzó a dar un baile dentro de la pieza. Paró de repente, y abrió los ojos.

–¡Fuera de aquí, en el nombre del Señor! –gritó a todo pulmón– ¡Fuera de esta casa!

El Ñato también abrió los ojos, y mi papá miró a mi madre como si no la conociera. El Cholo se puso a ladrar en dirección a la ventana.

–¡Fuera de mí casa, espíritu errante! –insistió mi mamá, apuntando también hacia la ventana– ¡Fuera, en nombre del Señor!

Mi papá se paró de la mesa, se acercó a mi mamá y le preguntó con cara de sorprendido, casi de traicionado:

–¡Negra!, chucha, no me digai que… ¿te hiciste canuta?

Mi mamá siguió ordenando:

–¡Fuera de esta casa, señora!

El Ñato también se paró y se puso detrás de mamá, mirando hacia la ventana.

Mi papá no sabía qué hacer. Miraba hacia la ventana, al Ñato, a mi mamá, y movía la cabeza.

–Oye, negra, ya te dije que no quiero saber nada con las religiones. ¡No quiero que nadie les cague la cabeza a los cabros chicos.

El Ñato miraba sobre el hombro de mi mamá, mientras el Cholo ladraba con más ganas.

–¡Yo le dije que era ella, que me venía a buscar, señora Chela! ¡No deje que me lleve!

Entonces yo, que con todo lo sucedido ya estaba más que aterrado, la vi a ella. Era alta, y vestía como si estuviera en una película. Apoyada en el marco de la ventana, miraba a mi mamá con ojos de pena.

–Háblele, don Alberto, háblele, a lo mejor a usted le hace caso –insistió el Ñato, que ya estaba más loco que cabra de cerro.

Mi mamá se puso de rodillas y el Ñato hizo lo mismo. La luz de la casa se apagó y mi papá preguntó:

–¿Qué pasa, negrita? –con tono asustado, mientras se acercaba a mi mamá.

Escondido en un rincón, dije:

–Pregúntele qué quiere, papá, a esa señora que está ahí…

–¿Qué señora?, si el compañero sólo sufre un ataque de delirio. ¿Dónde? ¿Qué señora, hijo?

–La que se quiere llevar a don Ñato, papá.

Se tomó la cabeza y miró en todas direcciones. Dio unos pasos y se detuvo con los ojos muy abiertos.

–Salgan, salgan de la casa –dijo–. Salgan y déjenme con ella.

Lo esperamos en la calle. El papá tenía cara de asustado. Pasó un rato y se asomó por la ventana. Serio, pálido, le dijo al Ñato:

–Su mujer dice que ha venido a despedirse y que ya no volverá más. Deseaba pedirle perdón, porque ella también tuvo culpa. Y sólo regresará si usted vuelve a tomar, compañero. Ahora, entren, ella ya se ha ido.

El Ñato fue el último en entrar. La luz estaba encendida y las dos piezas en silencio. Hacía mucho frío. Nadie habló, y nunca más se ha vuelto a mencionar del asunto.

* * *

Mi mamá no se convirtió en Metodista Pentecostal, como la vecina Carmen; el compañero Nato Pérez dejó de tomar; y mi papá no volvió a hablar en contra de Dios.

Después de esa noche, el Ñato se convirtió en uno más en nuestra casa y comenzó a trabajar en lo que fuera; también le ayudaba a mi mamá yendo a buscar la comida a la olla común del Sindicato.

Para su aniversario de matrimonio, mi papá llegó más temprano y le dijo al Ñato:

–Compañero, desde mañana va a tener pega. Y aquí mismo.

–¿Y de qué se trata, don Alberto?

–Van a venir los compañeros del comité “anti-krumiro”. Usted les va a enseñar a boxear. Mire que el dueño de la fábrica está mandando como rompe huelgas a gente profesional y ya se la han dado a tres compañeros. Nosotros somos obreros, no matones.

–No puedo, don Alberto, no ve que si caigo preso por pelear, no me salva nadie. Cuando uno ha sido profesional, nos caen todas las de las leyes. No, no puedo.

–No, poh, compañero, usted no entiende. Sólo se trata de que les enseñe a defenderse, que sepan pegar un combo cuando los otros les den lo suyo. Nada más. Mire, desde mañana van a venir a la casa y usted les enseña. Yo sé que puede. No me falle, lo necesitamos.

El Ñato se encogió de hombros y aceptó en silencio.

* * *

Al otro día llegaron los primeros obreros. Eran cinco, todos jóvenes. El Ñato les ordenó que se sacaran las camisas y él hizo lo mismo. Se pararon cara a cara y el Ñato comenzó a explicarles de qué se trataba el boxeo. Estuvieron toda la tarde tirando combos; terminaron transpirando. Mi mamá les preparó café de higo y se fueron contentos.

Esa noche pasó una camioneta frente a la entrada de la fábrica y desde ella hicieron varios disparos con escopeta. Tres compañeros que estaban haciendo guardia fueron heridos por los perdigones. Mi papá y el resto de la directiva se reunieron en nuestra casa, sin que se diera cuenta don José, que, según mi papá, sapeaba para los guatones de la policía secreta. Él sólo confiaba en los compañeros en huelga.

En la reunión se acordó cortarles las alas a los krumiros y para esto se aceptó la ayuda ofrecida por el sindicato textil, que prestaba a dos compañeras expertas en marcarlos, porque los pacos sólo dejaban pasar a las mujeres. Simularían ir con guaguas en brazos y esperarían junto a los carabineros que cuidaban la puerta por donde salían los rompe huelga.

* * *

La “marcada” comenzó al otro día. Yo lo vi cuando fuimos con el Ñato a buscar la comida. Las compañeras textiles se paraban frente a la puerta, como si estuvieran esperando a alguien, y preguntaban el santo y seña a los que salían: los que no respondían correctamente, los marcaban tirándoles con disimulo un puñado de talco en la espalda. Así, cuando los krumiros llegaban al paradero del bus, los del comité los agarraban y les advertían: “Compañero, usted está saboteando una huelga legal. Si mañana los pillamos por aquí, se la vamos a dar”. Según mi papá, en la mayoría de los casos daba resultado, pero en otros había que meter la mano, zamarrearles la payasá.

* * *

A medida que avanzaban los días, el Ñato seguía dando sus clases en la casa. A los krumiros empezaron a pagarles más, y ya no aceptaban las amenazas. Comenzaron a llegar armados de cuchillos y tontos de goma. Todas las tardes había peleas. Al principio ganaban los del sindicato por paliza, pero a medida que avanzaban los días, la collera fue más pareja.

En casa la situación estaba más o menos, ya que ahora mi papá nos había prohibido ir a buscar la comida a la olla común, por esto de las peleas. La cosa estaba brava y a mí me dio mucho miedo, sobre todo después de que los pacos agarraron a mi papá y le botaron los dientes de un lumazo. Lo vi mal y me asusté.

Mi mamá discutía mucho con mi papá. Y decía que todos nosotros, los hijos hombres, íbamos a ser militares, porque los militares no aceptaban “sindicatos”. Mi papá, ante tal argumento, me hizo prometerle, de hombre a hombre, que yo jamás sería militar. Levanté mi mano y juré: “Papito, yo jamás voy a ser milico”, y él se quedó muy tranquilo, claro que no le dije que la semana anterior, después de otra pelea, mi mamá me había hecho jurarle que cuando grande sería aviador.

Nuestra casa se había convertido en gimnasio y enfermería. La hermana de la vecina Carmen, que era enfermera, iba con unas compañeras del Hospital Barros Luco. Todas las tardes llegaba alguien con la cabeza rota o con los dientes sueltos. Parecía guerra.

* * *

Mientras tanto, la guata de mi mamá crecía y crecía, a pesar de que no comía mucho. Un día a la hermana de la vecina Carmen se le ocurrió preguntarle qué esperaban que fuera, niño o niña (ella, como enfermera matrona, afirmaba que sería hombrecito). Mi mamá le respondió que lo preferiría marino. Tarde se dio cuenta de que estaba mi papá, y se quedó callada. Él se acercó con tono conciliador, y le dijo: “El niño puede ser todo lo que quiera, pero mientras viva conmigo, ni cagando le voy a aceptar que se haga maricón, cura o comunista, ¡ni cagando!”. La hermana de la vecina Carmen se fue y no volvió más a ayudarnos. Después supimos que ella era beata y comunista, además de solterona. Mi papá decía que una persona no podía ser huevona dos veces a un mismo tiempo, no era lógico. Mi mamá se puso a llorar y le contestó que ella jamás permitiría que un hijo suyo fuera anarquista. ¡Jamás! Yo me puse a llorar y mi papá dijo que no hiciera caso, porque todas las mujeres eran bestias de otra especie, y que luego se le iba a pasar lo tontera.

En reemplazo de la hermana de la vecina Carmen, llegó otra compañera del Barros Luco. Era viuda, de unos cuarenta y cinco años, y no tenía hijos. A los dos días de haber llegado, me di cuenta de que se fijaba en el compañero Ñato Pérez, mientras éste hacía las clases de boxeo. El Ñato estaba mucho mejor de salud y había subido de peso. Lucrecia (así se llamaba) era gordita y bastante grande de porte. Arrendó una casa a media cuadra de la nuestra, para poder ayudar mejor a los heridos. Yo no le creí mucho eso de ayudar, porque miraba al Ñato con los mismos ojos con que mi papá mira a mi mamá antes de una lucha libre.

* * *

Un día le pidió al Ñato que la ayudara a reparar una llave mala en su baño. Fue, y como a las cuatro horas volvió peinadito y con sonrisa de león. Mi mamá le contó a mi papá y éste se puso a reír a toda mandíbula: “No hay nada más rico que el sexo, mujer. Bien por el compañero Pérez. Es contra natura no pegarse su polvo huacho. Hace bien para el espíritu”. Mi papá vio al Ñato y lo abrazó con fuerzas. El Ñato no sabía por qué, pero igual se alegró por el recibimiento.

Claro que después de esa gracia, el Ñato se fue distanciando de nosotros. Ahora venía sólo a dar sus clases y ya no iba a buscar la comida a la olla común. Mi mamá decía que la Lucrecia lo tenía encerrado en su casa, y mi papá, que raramente llegaba a vernos con lo de la huelga, afirmó que de seguir así, el Ñato iba a morirse de tuberculosis o de arrebatado, por darle tanto al sexo.

* * *

Un lunes por la mañana mi mamá se sintió mal y la tuvimos que llevar al hospital. Era el hermanito que venía. La vecina Carmen se encargó de ubicar a mi papá, pero éste no llegó a tiempo. Ese día lo recuerdo clarito, porque supe lo que era la muerte. Nos había tocado.

Cuando mi papá se enteró de la noticia del fallecimiento de mi hermanito recién nacido, se encerró en la pieza y estuvo llorando un rato. Luego salió y nos preparamos para el entierro. No había plata para nada, pero rápidamente se hizo una colecta, y el abuelo Miguel –el del almacén del frente– se puso con el arriendo del auto. Todo fue muy rápido. Los menores se quedaron en la casa y nosotros nos fuimos en el vehículo, con mi padrino. Mi papá llevaba el cajoncito blanco sobre sus rodillas y lo acariciaba, mientras las lágrimas le corrían por sus mejillas. Yo miraba hacia fuera, por la ventana, sin poder llorar, porque no lo había conocido. Lo enterramos en el nicho donde está mi abuelo. No fue ningún familiar, y también recuerdo que hacía mucho frío. Llovía.

A la vuelta del cementerio, el Ñato nos estaba esperando; le dio el pésame a mi papá y dijo que ya no iría más a la casa de la Lucrecia, porque la había pillado sapeando a los del Sindicato. Ella oía todo lo que se hablaba en nuestra casa y luego llamaba por teléfono a algún empleado de la fábrica y se lo contaba, por eso ellos siempre sabían todo lo que estaban planeando. Recibía plata por los soplos. El Ñato se sentía podrido y volvió a perderse por unos días. Antes de irse, mi papá le pidió que se cuidara, le agradeció el dato y dijo que tendría más cuidado con cuanto se hablara en casa.

* * *

Mi madre estuvo hospitalizada por un mes, tiempo en que mis hermanitos fueron repartidos por todo el vecindario. Hasta que regresó el Ñato. Nos reunió en la casa y él se encargó de todo. Lavaba, cocinaba y nos cuidaba, como lo hacía mamá. Mi papá estaba muy contento y esto lo dejaba más tranquilo, porque la huelga aún estaba caliente.

Un día estaba ayudando al Ñato a colgar las sábanas, cuando llegaron a avisarnos que el piquete de pacos se había retirado de la entrada de la fábrica, colocándose a una cuadra de distancia. Una movida sospechosa. También arribó la vecina Carmen y una de las compañeras de la textil, pidiendo que los hombres disponibles se presentaran en la carpa de la olla común. Los dos que estaban con nosotros agarraron palos y se fueron corriendo. El Ñato se quedó con nosotros, pero pasado un rato llamó al abuelo Miguel y le pidió que nos cuidara, porque tenía que ir a la fábrica. Yo esperé a que el abuelo se descuidara y partí detrás del Ñato. Lo alcancé a una cuadra de la fábrica, y llegamos justo cuando tres camiones grandes se estacionaron. Bajaron muchos hombres con palos y cadenas, avanzando hacia la olla común. Los de la carpa, al verlos venir, se metieron dentro de la fábrica. Los krumiros botaron la carpa y volcaron los fondos donde se estaba preparando la comida. Era una encerrona, pues dentro de la industria había otro grupo de rompe huelgas esperando a los obreros. Los huelguistas eran como veinte y los krumiros, después de reunirse todos, más de cincuenta. Mi papá quedó en el medio y uno de los krumiros, el más alto, lo tomó del cuello y tirándolo al suelo, le dio de patadas. Pero se detuvo cuando escuchó la voz del patrón, diciéndole: “Déjelo, mire que Alberto y yo vamos a negociar el término de este circo”. Mi papá se levantó con la cara ensangrentada, y le gritó:

–¡Ni cagando, don Américo! Esto sólo se arregla por la vía del pliego de peticiones, y si quiere me puede matar, pero pico de caballo que me va a hacer firmar nada sin consultar a las bases.

Don Américo, el italiano dueño de la fábrica, levantó la mano y le interrumpió:

–Nada de discursos, Alberto, esto no es una asamblea. Y… ¡mamma mía que me cago en la asamblea! Se firma o no hay nada, ¡prefiero quemar la fábrica!

Hizo un gesto y el matón volvió a darle de patadas a mi papá. Ahí se metió un compañero y la agarró con el grandote, pero al final lo noquearon con un tonto de goma. Era el compañero Pino, padrino de mi hermana Rocío, y quedó tirado junto a mi papá. Sangraba de boca y nariz.

–¡Tiene que firmar, Alberto, o de lo contrario voy a perder la industria!

–¡Cuatro muertos nos ha costado la huelga y usted quiere que firme! ¿Sabe, don Américo? –dijo mi papá, medio incorporado– ¡Me cago en su fábrica, en su país y en su Virgen, italiano hijo e’ puta! ¡Viva la huelga, mierda!

Y nuevamente se fue al suelo con otro golpe que le dio el grandote. Yo me puse a llorar y le dije con desesperación al Ñato: “Vaya y defiéndalo, usted es el campeón del mundo”. El Ñato me miró con ojos de miedo y movió la cabeza negándose. Entonces, en mi desesperación, corrí hasta donde estaba mi papá y lo abracé para que no le siguieran pegando. El grandote me agarró del pelo y me hizo parar. La cabeza me ardió. Mi papá estaba botado, moviéndose, tratando de no perder el conocimiento. Y al verme así, el Ñato salió desde detrás de los krumiros y se acercó al gorila.

–Déjelo, amigo, no ve que no es de su porte –dijo el Ñato, con calma.

Todos guardaron silencio. El krumiro grandote miró de pies a cabeza al Ñato y me soltó el pelo. Yo volví a abrazar a mi papá. Tiritaba.

El krumiro grandote esperó a que el Ñato se acercara otro poco y le tiró un manotazo. El Ñato le hizo el quite, pero igual algo recibió en la ceja, y ésta empezó a sangrar. El krumiro grandote lanzó dos golpes más, pero ahora el Ñato pudo esquivarlos con un movimiento de cintura. Estaba al alcance del grandote, pero éste no podía agarrarlo. Nadie podía creerlo. Entonces, por las espaldas del Ñato, apareció otro krumiro a la mala. Alguien gritó: “¡Cuidado atrás, Cara de Ángel! ¡Cuidado!”. El Ñato giró y lanzó el primer golpe, un recto de derecha que le dio al krumiro traidor en plena jeta, arrojándolo de espaldas, sin sentido. El grandote quiso aprovecharse de esto y lanzó otro golpe, pero el Ñato hizo un juego de piernas y lo dejó golpeando el aire. El grandote miró al Ñato con cierta duda y se le fue encima, pero éste lo volvió a esquivar. Ahí mi papá se dio cuenta de lo que pasaba y a medio levantar, lo animó:

–¡Vamos, compañero Cara de Ángel, enséñele a este desclasado infeliz quiénes somos! ¡Péguele en el hocico!

El Ñato miró a mi papá y comenzó a acercarse al grandote. Se le metió en la guardia y le lanzó un gancho a la boca del estómago. Se puso rojo y cayó de rodillas, boqueando. De pronto me di cuenta que tres o cuatro huelguistas caminaban por los techos de la fábrica, llevando algo entre sus manos.

Desde la entrada se escuchó un grito y los krumiros abrieron paso al “Hércules chileno”, un luchador de cátcher recién llegado a la ciudad. Se paró frente al Ñato, sacándose la camisa, y comenzó a hacer bailar los músculos de su pecho y a mostrarle los dientes. El Ñato también se la sacó, pero sin quitarle los ojos de encima. Pasó la mano por su ceja rota y chupó la sangre de sus dedos. Ahí vi en sus ojos esa mirada que, según mi papá, es la del matador, la que tiene un hombre decidido a pelear hasta las últimas consecuencias.

El Ñato volvió a pasarse la lengua por sus dedos manchados de sangre y se fue a enfrentar al Hércules chileno, que, después supimos, vivía de acostarse con maricones con plata. Todos hicieron un gran círculo y guardaron silencio. El Ñato comenzó a caminar en círculo, con una mano cubriéndose el mentón, y la otra cruzada a media cintura. Miraba al Hércules con desprecio. Se pasó ambos pulgares por la nariz y comenzó a dar pequeños saltos, como calentando el cuerpo. Giró varias veces la cabeza y le crujieron las vértebras del cuello. El Hércules se le fue encima, gritando y abriendo los brazos, como lo hacen en el Teatro Caupolicán los días sábados; pero el Ñato se mantuvo tranquilo y lo paró con un recto de derecha y otro de izquierda, los que dieron de lleno en el pecho. Los huelguistas se animaron. Alguien grito: “¡Dale, Cara de Ángel! ¡Haz arar a ese mostacero de mierda!”. Los demás huelguistas se le sumaron, y el eco de los gritos llenó la fábrica semivacía.

En ese momento se volvieron a abrir las puertas y entró mi padrino, junto a unos veinte trabajadores más, armados de palos y cadenas. La cosa quedó empatada.

El Hércules volvió a írsele encima al Ñato, pero éste lo esquivó y propinándole un golpe cruzado de izquierda, le lanzó al suelo. La fábrica estalló en gritos; desde el suelo, el Hércules trataba de recuperarse. Escupió pedazos de placa ensangrentada. Se paró medio mareado y lo miró, luego desvió la vista. Hizo un gesto. Otro de los krumiros le pasó un puñal y el Hércules volvió a la carga contra el Ñato. Todos quedaron mudos al ver brillar el filo de la navaja. Pero la mirada del Ñato siguió siendo la misma. Se agachó, tomó la camisa y se la enrolló en el brazo. Empezó a saltar. El Hércules lanzó dos estocadas, que el Ñato logró bloquear. La camisa se manchó con sangre. Cuando lanzaba la tercera estocada, el Ñato dio un pequeño brinco hacia un lado, lo dejó pasar y le puso un gancho de derecha en la costilla falsa. El Hércules se dobló, soltando el puñal, y cuando comenzaba a caerse, Cara de Ángel lo levantó con un gancho de izquierda, para rematarlo con un golpe cruzado de derecha. El Hércules mostacero se fue de espaldas y quedó como dormido.

Entonces, cuando la tortilla se daba vuelta a favor de los huelguistas, sonó un disparo. Algunos se tiraron al suelo y todos guardaron silencio. Detrás de los krumiros apareció don Américo, acompañado de un matón con escopeta. Mi papá se acercó y, apenas de pie, le dijo con toda su furia:

–¡Si quiere sangre, la va a tener!

Ahí apareció mi padrino, que, según mi mamá, es el más anarquista de todos los anarquistas. Sacó su revólver y apuntó al krumiro de la escopeta.

–¡Muy bien, don Américo! Si quiere jugar a los pistoleros, comencemos de inmediato, pero conste que usted ¡empezó esta mierda! –dijo mi padrino, al tiempo que uno de los huelguistas silbó desde el techo y mostró una antorcha encendida. Mi padrino volvió a hablar, conteniendo la rabia:

–Si usted quiere guerra, no hay problema: le quemamos la fábrica, aunque nos quedemos sin trabajo. ¿Qué me dice? ¿Negociamos el pliego de peticiones?

Don Américo tomó la mano del krumiro de la escopeta y le hizo un gesto al resto. Las puertas de la fábrica se abrieron y don Américo se fue con la cola entre las piernas. Los matones le siguieron, mientras mi papá y el resto los despedían silbándoles como se hace en los estadios. Esa fue la última vez que vi a don Américo, porque murió tres meses después, de un ataque al corazón.

* * *

Mi mamá volvió a la casa justo cuando se firmó el acuerdo de fin de conflicto.

En diciembre, antes de la entrega de regalos, se inauguró el gimnasio del sindicato con una pelea de exhibición entre “Ventarrón Reyes” y su hermano, que venían del Sindicato de Ferrocarriles. Al finalizar la lucha, mí padrino dijo un discurso agradeciendo al compañero Cara de Ángel por su ayuda durante la huelga. Recuerdo que fue al centro del ring, se sacó la chaqueta y comenzó a hacer fintas, saltar en la punta de los pies y a lanzar golpes al aire. Todos nos paramos y gritamos: “¡Dale campeón, dale campeón!”. Ahí mi papá subió al ring con una maleta e hizo guardar silencio, comunicando a los reunidos que desde ese día Cara de Ángel sería el peluquero de la fábrica, porque el sindicato había hecho una colecta y le habían comprado las herramientas. Le entregó el diploma y lo abrazó emocionado. Cuando bajaron, Cara de Ángel tenía los ojos llorosos, y yo sabía que era porque se sentía feliz: era otra persona. Abracé a mi papá y nos fuimos a la comida de celebración.

Esa misma noche, durante el segundo plato, mi mamá le informó a mi papá que estaba “esperando”. Mi papá dijo: “Si es hombre, ni cagando será milico”. Mi mamá me miró y me cerró un ojo.

Si era hombre sería marino… porque allá no permiten los sindicatos.

*Cuento Ganador del Primer Premio del Concurso Gabriela Mistral, 2001.