Por Rubem Fonseca
A mí no me gustaba comer, hasta que ocurrieron los episodios que relataré dentro de poco. Tenía dinero para alimentarme con los más finos manjares, pero los placeres de la mesa no me atraían. Por varias razones, nunca había entrado en un restaurante. Era vegetariano y me gustaba decir que sólo echaba en falta los alimentos del espíritu -música, libros, teatro-. Lo que era una estupidez, como el Dr. Goldblum me demostró después.
Mi profesión es escribir, como todos saben. No necesito decir el tipo de literatura que hago. Soy un escritor al que los profesores de letras, en una de esas convenciones arbitrarias que hacen creer a los alumnos, llaman clásico. Y eso nunca me molestó. Una obra es considerada clásica, a través de los tiempos, por haber captado la atención ininterrumpida de los lectores. ¿Qué más puede querer una autor? Que me llamen pues, clásico, o incluso académico. Ya antes de comenzar a escribir, yo prefería a los clásicos. Felizmente, el acceso a los clásicos de la literatura y de la música no presenta las dificultades que existen, por ejemplo, en relación con el teatro. Las tiendas de música y las librerías, por más populacheras que sean, siempre ofrecen, junto con la basura abominable que suelen poner en venta, las obras de algún que otro gran maestro. No hace mucho tiempo descubrí, en una librería donde pululaban Sheldons y Robins, una hermosa edición del Orlando Furioso de Ariosto, en italiano, una perla en medio de la pocilga. En cuanto al teatro, la situación es desalentadora. Raramente se puede asistir a una representación de Sófocles, Shakespeare, Racine, Ibsen, Strindberg. Lo que se ofrece comúnmente al espectador son las mierdas del provinciano teatro norteamericano o las mediocridades del decadente teatro europeo, por no hablar del teatro brasileño, aprisionado en el suburbio sórdido de Nélson Rodrigues. El cine es un arte menor, si es que se puede calificar de arte a una manifestación cultural incapaz de producir una obra verdaderamente clásica. En cuanto a la ópera, la juzgo un entretenimiento de burgueses en ascenso que suponen refinada esa mezcla primaria de drama y canto, cuando en verdad, aún en un pasado reciente, satisfacía sólo los anhelos culturales de la chusma.
Era así como yo pensaba, en los tiempos en que gastaba los días en casa escribiendo y, cuando no estaba escribiendo, oyendo a Mozart y releyendo a Petrarca, o a Bach y Dante, o a Brahms y Santo Tomás de Aquino, o a Chopin y Camôes: la vida era corta para leer y oír todo lo que se encontraba a disposición del espíritu y de la mente de un hombre como yo. Hay una interesante sinergia entre música y literatura, que me propiciaba una fruición que no vacilo en llamar sublime.
Debo también reconocer que, antes del episodio que voy a relatar, era casi un misántropo. Me gustaba quedarme solo y hasta la presencia de la criada, Talita, me ponía incómodo. Por eso le había dado instrucciones de trabajar a lo sumo dos horas por día, y después retirarse. Yo la despedí transcurrido ese plazo, aun cuando el soufflé de espinacas, que hacía diariamente, no hubiese quedado listo, para, de esta forma, poder escribir y leer y oír mi música, sin que nadie me molestara.
Un paréntesis: cuando voy a escribir preparo primero la mesa. Y una cosa muy sencilla una pila de hojas de papel artesanal de lino puro especial fabricado «en los talleres de Segundo Santos en Cuenca», que recibo regularmente de España (sólo sé escribir en esos papeles, «que contienen mezclas de lanas teñidas a mano, esparto, hierbas, helechos y otros elementos naturales»), y una pluma antigua, de aquellas que tienen un depósito transparente de tinta. Nada más. Me hace gracia cuando oigo hablar a idiotas que escriben en microordenadores.
Pero volvamos a la historia. Una tarde, cuando estaba oyendo a Mahler mientras leía a Propercio, me sentí mal y me desvanecí.
Cuando me repuse, me di cuenta de que había anochecido. Un repulsivo sudor frío cubría mi cuerpo, que temblaba con espasmódicas convulsiones cortadas por escalofríos que me hacían entrechocar los dientes como si fuesen castañuelas. En seguida comencé a tener visiones, a oír voces.
Tambaleante, fui hasta la mesa del escritorio, empuñé la pluma y escribí un poema. Después me desvanecí nuevamente.
El médico, el Dr. Goldblum, a quien consulté al día siguiente, dijo que mi problema era inanición.
-Eso explica por qué las visiones se dieron después de tomar un vaso de leche tibia con azúcar -dije.
-Los santos tenían visiones porque ayunaban, y ayunaban porque tenían visiones, un interesante círculo vicioso. Voy a confesarle una cosa: incluso a mí me gustaría tener ese tipo de visión, por lo menos una vez -dijo Goldblum-. Ahora voy a leer su poema.
Yo le había entregado el poema al médico, suponiendo que se trataba de una abyecta evidencia que ayudaría a diagnosticar el brote de morbidez que había sufrido. Ahora que sabía que todo no era más que una sencilla y pasajera crisis de inanidad, ya no quería que el Dr. Goldblum leyera lo que había escrito en mi delirio. Había en él palabras groseras que los clásicos, con algunas excepciones (pensé en Gil Vicente, en Rabelais), jamás usarían. Intenté quitarle al galeno el papel que tenía en la mano, pero él fue más rápido y, protegiéndose detrás de la mesa, leyó el poema:
LOS TRABAJADORES DE LA MUERTE (PARA MÈGNIN Y H. GOMES)
Joyce, James se emocionaba con la marca marrón de caca en la pantaletita (no tan pantaletita, en aquel tiempo) de la mujer amada.
Ahora la mujer ha muerto (la de él, la suya y la mía) y aquella mancha marrón de bacterias comienza a ocupar el cuerpo entero.
Atacan por turnos: musca, muscina y califora, bellos nombres, dan inicio al trabajo de destrucción; lucilia, sarcófaga y onesia fabrican los olores de la putrefacción; dermestes (al fin un nombre masculino) crea la acidez de la prefermentación; fiofila, antomia y necrobia hacen la transformación caseica de los albuminoides; tiréofora, lonchea, ofira necróforo y saprino son la quinta invasión, dedicada a la fermentación; uropoda, tiroglifos, glicífagos, tracinos y serratos se consagran a la desecación; anglosa, tineola, tirea, atágeno, antreno roen el ligamento y el tendón, al fin tenebrio y tino acaban con lo que quedó de hombre, de gato y de ratón.
No hay quién resista a ese ejército contenido en un mojón.
-Muy interesante, se trata de una visión poética delirante de un ayunador -dijo Goldblum, que confesó haber compuesto, en las horas libres, ripios de domingo-. Parece algo de Augusto de Anjos -recitó, solemnemente-: «Verme es su nombre oscuro de bautismo, jamás emplea el acérrimo exorcismo en su diaria ocupación funérea, y vive en contubernio con la bacteria, libre de las ropas del antropomorfismo». ¿Lo recuerda?
Avergonzado por haber compuesto una pieza literaria tan mediocre y poco fiable, no supe qué decir. Goldblum quiso saber cómo había llegado al conocimiento del nombre de todas esas bacterias, pero yo no sabía cómo había ocurrido. Nosotros, los escritores, tenemos muchas cosas dentro de la cabeza, algunas olvidadas y abandonadas como trastos en el sótano de una casa. Cuando se las recupera, uno se pregunta: ¿cómo ha venido a parar esto aquí? ¿Es mío? Médico y paciente, en el consultorio refrigerado, nos quedamos conversando en calma sobre música, literatura, pintura, hasta que la enfermera, preocupada con el número creciente de pacientes que esperaban atención, entreabrió la puerta, asomó la cabeza y dijo:
-Ya ha llegado el Sr. JJ. Monteiro Filho.
-Dígale que espere.
-Y también doña Evangelina Abiabade. Y el ingeniero Bertoldo Pingler.
-Que esperen, que esperen -dijo Goldblum irritado.
La enfermera desapareció, cerrando la puerta.
-A usted le hace falta comer -dijo Goldblum-. Lo más creativo que el hombre puede hacer es comer. Tengo un gran respeto por la gula. Comer es vital, una necesidad a veces olvidada. Arte es hambre.
Arte es hambre. En aquel instante no comprendí la profundidad de la frase de Goldblum.
-Vamos a cenar juntos -dijo. Goldblum acababa de separarse de su mujer y cenaba todas las noches fuera de casa, siempre en un restaurante distinto-. Paso por su casa a las 8.
No supe decir no. Al fin y al cabo, Goldblum había sido muy amable y atento conmigo; era una falta de delicadeza no aceptar la invitación.
Ya en casa, aquella noche, estaba oyendo a Schumann cuando Goldblum llegó. Goldblum -he olvidado decirlo-, era un hombre gordo, con una tripa grande, calvo, de ojos redondos y húmedos.
-Voy a llevarlo al restaurante que tiene el mejor pescado de la ciudad -dijo.
El restaurante poseía un enorme acuario lleno de truchas azuladas. Goldblum me llevó hasta el acuario.
-Elija la trucha que usted quiera comer -dijo, mientras mirábamos los peces nadando de un lado a otro-. La carne de trucha es ligera, no le hará mal.
No tenía ganas de comer trucha ni ninguna otra cosa.
-¿Qué criterio debo adoptar en mi elección? -pregunté, por ser amable.
-El criterio es siempre el del sabor -respondió Goldblum.
-¿Cuál es la más sabrosa? -A unos les gustan las grandes. A otros, las pequeñas.
Ante esta respuesta, que consideré idiota y evasiva, decidí que no comería la trucha. Seguramente sabrían hacer allí un soufflé de espinacas.
De repente percibí que una de las truchas me miraba. Ella nadaba de manera más elegante que las otras y poseía una mirada afable e inteligente. La mirada de la trucha me dejó encantado.
-Bonita mirada la de esa trucha -dije señalando al pez.
Un camarero se acercó, atendiendo al chasquido de dedos de Goldblum.
-Esta y esta otra- dijo Goldblum. El camarero metió una red en el acuario.
-¡No, no! -grité, pero ya era tarde. Los dos peces había sido pescados y el camarero se retiraba con ellos a la cocina.
-No tengo hambre.
-El comer, el rascar y el hablar… usted conoce el dicho… -respondió Goldblum.
Las truchas fueron servidas aux amandes, junto con un trocken alemán (Goldblum me permitió sólo una copa). Yo no quería comer.
Fue preciso que Goldblum insistiese repetidamente.
-Usted necesita los nutrimientos de este hermoso salmonídeo – me convenció por fin.
Me coloqué, pues, el primer trozo en la boca. En seguida otro bocado, y otro, y la trucha fue enteramente devorada.
Comer aquella trucha -debo admitirlo-, fue una experiencia más que agradable. Yo no esperaba sentir un placer y una alegría tan grandes, sólo por ingerir un mísero trozo de carne de pescado. Sin embargo, cuando Goldblum quiso quedar para otra cena al día siguiente me disculpé con un falso pretexto.
-Lo llamaré un día de estos -dije, íntimamente decidido a no telefonear nunca más al médico.
Durante algunos días comí -en verdad, dejé de comer- el soufflé de Talita. Entonces comencé a pensar en la trucha, de una manera sumamente compleja: pensaba en el gusto de la carne; en los elegantes movimientos del pez nadando en el acuario; en la extraña sensación que había tenido al abrir la trucha con el cuchillo, como un cirujano, siguiendo las instrucciones de Goldblum; y pensaba, principalmente, en la mirada de la trucha respondiendo a la mía.
Mientras así pensaba, me sumergía en elucubraciones etológicas y literarias. Me acordaba del cuento de Cortázar en que el narrador se transforma en un axólotl, y en el cuento de Guimarâes Rosa, en que se convierte en una onza. Pero yo no quería convertirme en trucha: yo quería COMER una trucha de mirada inteligente. Decidí volver a un restaurante. Yo no conocía restaurantes y no me acordaba del nombre de aquel en que había comido la trucha con Goldblum. Entré en un restaurante, que se decía especializado en pescado, me senté y, cuando el camarero se acercó, le pregunté por el acuario, pues quería elegir mi trucha. El camarero llamó al maître, quien explicó que ellos no tenían acuario, pero que las truchas estaban frescas, habían llegado de la sierra de Bocaina ese día.
Contrariado, pedí trucha aux amandes, como antes.
Mi decepción fue inmensa. El pez, frente a mí, no era igual al otro. No tenía cabeza ni ojos. Le dediqué la misma atención meticulosa,separando la carne de las espinas y de la piel, pero, a la hora de comer, el sabor no era parecido al de la carne que había degustado anteriormente. Era una carne insípida, sin carácter ni espíritu, insulsa, sin frescura, enfadosa, sin élan, con un sabor de cosa diluida -un escalofrío crispó mi cuerpo-: de cosa muerta.
Al día siguiente, con la guía telefónica enfrente de mi, llamé a todos los restaurantes de la ciudad, para saber en cuál de ellos había acuarios para que los clientes pudiesen elegir los peces que comerían. Anoté los nombres de todos y, ese mismo día, fui a cenar a uno de ellos.
Elegí, entre las que nadaban nerviosamente en el acuario, una trucha parecida a la primera: en el color, en la elegancia de los movimientos y, sobre todo, en el brillo significativo de la mirada. Al comerla, después, tuve la alegría de poder confirmar que su gusto era deliciosamente igual al de la primera.
Ese episodio cambió mi vida. Eximí a Talita de hacer el soufflé. Salía todas las noches a cenar en uno de los restaurantes con acuarios.
Algunos tenían también langostas y langostinos, que me dispuse a comer, con gran placer, aunque esos animales tuviesen ojos menudos y opacos. Pero la fuerza vital que se desprendía de su carne sólida compensaba la falta de una mirada sensible e inteligente.
Me sentía atraído por las robustas formas arcaicas, por la monstruosa estructura prehistórica de esos crustáceos.
A partir de entonces, mientras oía música, durante el día, mi mente ya no vagaba en nebulosas divagaciones poéticas: pensaba en lo que comería por la noche.
Los camareros ya me conocían. Sabían que yo sólo comía truchas, langostas y langostinos sacados vivos del acuario. Pero un día, un camarero nuevo me preguntó qué quería comer.
-¿Existe alguna otra cosa? -pregunté.
-Tenemos conejo a la cazadora, cabrito, carnero.
-¿Dónde están? -pregunté, mirando el acuario.
-¿Dónde están? -preguntó a su vez, perplejo, el camarero.
-Si -dije yo-, quiero verlos.
-Están en la cocina -dijo el camarero-. Un momento.
El camarero volvió con el maître, que me reconoció.
-¿No quiere usted hoy comer una trucha? ¿Una langosta?
-El camarero ha sugerido un conejo -dije-. Nunca he comido conejo. ¿Está bueno?
-Nuestro conejo es excelente -dijo el maître.
-Yo quería verlos
-¿Verlos?
-Sí. Para elegir.
-Para elegir -repitió el maître.
-Sí. Como hago con las truchas y las langostas.
-Ah, sí, sí, entiendo. Pero ocurre que los conejos ya están -iba a decir muertos, sentí que él iba a decir muertos, pero se dio cuenta de que eso tal vez chocase a un cliente tan delicado como yo, y prefirió decir-: adobados.
-¿Adobados?
-Sí, adobados -el maître sonrió, satisfecho por haber conseguido inventar una metáfora tan eficiente-. Los conejos, al contrario de las truchas, tienen que ser adobados un tiempo antes de ser comidos.
-Entonces muéstreme los cabritos -le dije. Tal vez influido por el camarero, yo había decidido comer ese día un animal diferente, de la tierra y no del agua.
-Con los cabritos pasa lo mismo. También están ya… adobados.
-¿Dónde se encuentran?
-¿Dónde? -el maître sintió que sudaba; discretamente, con mucha rapidez, se limpió la frente con un pañuelo que sacó del bolsillo-.
¿Dónde? En las bandejas.
-¿Puedo verlos?
-Sí, pero… no están enteros. Los cabritos son animales grandes, no sé si usted los ha visto alguna vez.
-No, nunca he visto ninguno.
¿Tienen cuernos?
-Sí, tienen cuernos. Pero son pequeños, los cuernos. Los puede comer sin miedo. Asados, con brócoli, son una delicia (No me lo dijo, pero supe después que los cabritos se comen descuartizados).
-¿Y los conejos? Tampoco he visto nunca un conejo.
-Esos no tienen cuernos.
-Ya lo sé. Los animales que tienen cuernos son el buey, el cabrito, el rinoceronte.
-La jirafa…
-¿Tienen ustedes jirafa?
-No, no, no tenemos. Lo que quería decir es que ellas también tienen cuernos. Un cuernito pequeño.
-¿Mayor o menor que el del cabrito?
-Digo pequeño en comparación con su tamaño, las jirafas son altas -dijo el maître sonriendo nerviosamente. (La definición del Bluteau es que la jirafa «es un animal mayor que el elefante»)-. Puede comer el conejo sin miedo. Abilio -dijo el maître al camarero que seguía el diálogo-, traiga un conejo a la cazadora para el caballero.
Entonces comí esa comida extraña. Era un gusto inesperado, diferente de todo lo que había conocido hasta entonces.
Comí consciente, todo el tiempo, de la peculiaridad de ese sabor, una dulzura que no era la de la miel, mucho menos la del azúcar, un paladar que me daba una sensación de gozo singular e inesperado.
Cuando llegué a casa, puse a Satie en el equipo de música y me quedé imaginando cómo sería aquel manjar si yo pudiese elegirlo inmediatamente antes de ser preparado, como hacía con las truchas y langostas; si yo pudiese verle los ojos. Me acordé de las diferencias de sabor entre la trucha que habían puesto en mi plato, sin que la hubiese visto antes (y ella me hubiese visto a mí), y aquellas que elegía, después de una demorada contemplación mutua. Truchas que yo seleccionaba después de mirar y percibir todo lo que significaban, objetiva y subjetivamente: color, movimiento y, sobre todo, la furtiva y sutil mirada de respuesta. Sí, la trucha miraba de vuelta, subrepticiamente, una cosa tímida y al mismo tiempo ladina, astuta, que procuraba establecer conmigo una comunión disimulada, secreta, seductora.
Al día siguiente, volví al restaurante y dije que quería ver el conejo «adobado».
El maître, recalcitrante, me llevó a la cocina y me mostró el conejo echado en una bandeja de aluminio, que sacó de la nevera. El conejo estaba entero, sin cabeza y con un agujero donde debían haber estado las vísceras. Yo sabía que, antes de comerlos, los animales se destripaban. Las truchas también tenían tripas, tal como ocurría con las langostas.
El conejo decapitado me pareció una cosa fea, algo indefinido entre gato y perro, ya que la cabeza es lo que distingue a esos animales uno de otro, cuando están muertos y desolados. A un bicho sin cabeza le falta todo, principalmente los ojos. Comí el conejo que me habían exhibido, habiendo pedido antes al cocinero que me explicase cómo ese plato -conejo a la cazadora- debía prepararse. El cocinero me enseñó más cosas…
Al día siguiente, fui a una casa en la ciudad que vendía animales de raza. Quería ver un conejo vivo. Había varios en la tienda, grises y blancos, y su mirada evasiva, dentro de órbitas pequeñas, era difícil de captar.
«Ah, qué animal mañoso», pensé. Uno de ellos era tan bonito que lo compré, aún siendo más caro que los otros. Era un hermoso conejo angora, de largos y sedosos pelos blancos.
En el camino a casa, cargando el conejo dentro de una caja de cartón, paré en un mercado para comprar zanahorias y papas.
El conejo no se interesó por las papas, pero, instalado en la alfombra persa de la sala, comió las zanahorias con gran avidez. Mientras oía a Berg, me quedé contemplando la masticación silenciosa del conejo.
«De qué manera tan delicada se alimentan los animales…», pensé. (Evidentemente nunca he visto comiendo a un cerdo, pero supongo que ellos también, al comer, aunque puedan parecer más voraces que los otros animales, según consta en la literatura, demostrarán en ese acto, como todos nosotros, la debilidad y belleza esenciales de nuestra condición. Arte es hambre).
La mirada esquiva del conejo me molestó un poco, le faltaba el candor, la franqueza de la mirada de la trucha. Pero tal vez fuese una cuestión de sensibilidad y perspicacia, aunque ¿quién, cuál, sería más sensible y/o inteligente que el otro? Sabía que en el agua habitaban algunos de los animales más inteligentes de la naturaleza, pero la trucha no solía ser incluida entre éstos, era conocida más por la energía física, por el vigor peripatético.
Yo no sabía nada sobre conejos. Eran un misterio para mí. Pero ahora sabía matarlos y cocinarlos, según el cocinero del restaurante me había enseñado.
Sujeté al conejo por las orejas con la mano izquierda. Las piernas del animal se aflojaron, pero en seguida las encogió y me lanzó una mirada. ¡Una mirada significativa y directa, por fin!
-Gracias, gracias por esa mirada franca y cándida -dije siempre sujetando el conejo por las orejas. Coloqué las caras, la mía y la del animal, frente a frente, muy próximas. Leí la mirada que tenía delante: era una mirada de oscura curiosidad, de leve interés, como si lo que fuese a ocurrir no le importase a él, conejo. No era, pues, una mirada inquisitiva, de reconocimiento. «Están sujetándome por las orejas, es todo lo que debe de estar pensando», pensé.
Con el canto de la mano derecha, extendidos y juntos los dedos, di un golpe a la nuca del conejo. El cocinero me había asegurado que sólo un golpe sería suficiente para matar al animal.
Pero todos aquellos años que pasé comiendo irregularmente soufflés de espinacas, y sentado escribiendo y acostado, oyendo y leyendo a los grandes clásicos, habían contribuido muy poco al desarrollo de mi fuerza muscular. El conejo, al recibir el golpe, tembló y continuó con los ojos abiertos, ahora expresando un vago miedo. No era, sin embargo, un sentimiento irracional, el conejo sabía lo que estaba ocurriendo, que estaba a merced de un ente poderoso, que no podría huir y que sólo le quedaba resignarse.
Los dos nos miramos: el conejo temblando sin ningún pudor, con sus estoicos ojos desorbitados.
Fueron precisos tres o cuatro golpes. Finalmente el conejo dejó de debatirse.
Yo estaba exhausto. «Debe de ser eso lo que siente alguien que gana un maratón», pensé al notar que, junto con la fatiga, sentía una encendida euforia.
Puse la 9a. Sinfonía de Beethoven en el aparato y, enteramente desnudo, fui hacia la bañera con el conejo y además un cuchillo y dos calderas. Aquel primer día, aún inexperto, tenía miedo de ensuciar la cocina de sangre al destripar y desollar el conejo, de acuerdo con las instrucciones del cocinero.
El cuchillo estaba afilado y no tuve muchas dificultades. Acabado el trabajo, coloqué las sobras -tripas asquerosas, pieles, ganglios- en una caldera, y el conejo, listo para ser adobado, en otra.
En seguida, me di un largo baño tibio.
Del cuarto de baño, que había quedado inmaculadamente limpio, fui a la cocina, donde preparé el conejo, guisado con zanahorias y papas, mientras sonaban los Nocturnos de Chopin. Al fin el conejo estaba listo, frente a mí.
Comencé a degustarlo delicadamente, en pequeñas porciones.¡Ah, qué placer excelso! Fue un pausado almuerzo que duró la Júpiter, de Mozart, entera.
Después fui a cepillarme los dientes. Contemplé, a través del espejo, pensativo, la bañera. ¿Quién era el que había dicho que los cabritos tenían una mirada al mismo tiempo afable y perversa, una mezcla de pureza y depravación? Hum.. Aquella bañera era pequeña. Me hacía falta comprar una mayor. Tal vez un jacuzzi, de los grandes, con chorros estimulantes.
Me quedé viendo mi cara en el espejo. Miré mis ojos. Mirando y siendo mirado: una cosa al fin irreflexiva, un eje de acero, lava de un volcán que es arrojada, nube inacabable. La mirada. La mirada.
(Traducción de Mario Merlino)
En: Pablo Insúa
Datos del Autor:
RUBEM FONSECA (1925) Novelista, cuentista, crítico y guionista de cine, es uno de los grandes escritores brasileños contemporáneos. Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos «Los prisioneros», «Lucía McCartney», «Feliz Año Nuevo», «El cobrador», «La Cofradía de los Espadas», «Historias de Amor»; y las novelas «Pasado Negro», «Grandes Emociones y pensamientos imperfectos», «El salvaje de la ópera» y «Agosto».
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…