¿Subamos a mi departamento a tomar un café?, le había ofrecido hipócritamente esa noche, de vuelta de casa de Fernando, y había aceptado y bebido café durante un año. Pero no se puede negar que a pesar de ser argentina, la rubita comía poco, no era carnívora ni bebía demasiado. Sólo hablaba, hablaba las veinticuatro horas del día. Ni los orgasmos más fluidos lograban silenciar esa boca grande y hermosa

UNO NUNCA SABE

(Ramiro Rivas)

Invitar a cenar a Marité era fatal. Podía ser fatal por las circunstancias. Si las circunstancias fueran fatales. Pero invitarla a beberse unos tragos y comer unos bocadillos junto a su nueva adquisición era irremediablemente absurdo. Era como jugar con las nostalgias, como entregarse a un sicoanálisis sabiendo las respuestas. Uno nunca termina de comprender a las mujeres. Era un lugar común que siempre adquiría un efecto especial en mis amigos. Pero Marité era una rubia teñida y, para colmo, argentina. Esto no significa que tenga prejuicios étnicos. Lo mismo me daba una morocha de Bahía o una rubia allende los Andes. Otra vez un lugar común. Cada vez que trato de escribir esta historia me asaltan sin remedio. Estoy por creer que hasta mi presencia es un lugar común en esta ciudad. Soy un obstinado en flagelarme, un masoquista a destiempo. Por qué no hablar de, pero esa es otra historia.

¿Subamos a mi departamento a tomar un café?, le había ofrecido hipócritamente esa noche, de vuelta de casa de Fernando, y había aceptado y bebido café durante un año. Pero no se puede negar que a pesar de ser argentina, la rubita comía poco, no era carnívora ni bebía demasiado. Sólo hablaba, hablaba las veinticuatro horas del día. Ni los orgasmos más fluidos lograban silenciar esa boca grande y hermosa. Cuando hablaba con ese acento porteño, yo me extasiaba observándole los labios gruesos y amplios, el borde blanquecino de los dientes, unos hoyuelos simpáticos que se insinuaban en las mejillas y yo nunca atinaba a responder las preguntas que no oía y ella sos un cretino, me mirás como a un mueble, como a un objeto sin importancia, y hasta acompañaba las palabras con un especie de sollozo que me desbarataba los intestinos y me largaba a caminar al parque Forestal que tenía al frente y a las dos horas, con una especie de tranquilidad a toda prueba, ubicaba la primera fuente de soda que descubría abierta y estabas tú, Marité, con tu sonrisa grandota, con tus hoyuelos en las mejillas desbandando mis furias, y nos bebíamos unas largas cervezas tibias que sabían a mierda y tú soltabas una risita de ratona que empleas a veces, cuándo, dónde, sepa el diablo, y yo te tomaba las manos cabroneando otras vidas, reverdeciendo años, y te preguntaba crestón, hijo de la grandísima: ¿Entonces dónde estabas? ¿Entre qué gentes? ¿Diciendo qué palabras? ¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste y te siento lejana? Y tú echabas a volar pájaros nocturnos por el bar y algunos parroquianos alzaban las miradas y yo: es hora de partir. ¡Oh abandonado!, y sorteábamos las mesas riendo a todo trapo y era bonito recordar, Marité, cosas pasadas.

Pero estaba tu manía del orden, la simetría de mis libros, tu alinear por colores, por tamaños, por vejez, mis pobres compañeros de una vida, el extraviar mis artículos del diario, mis lápices, mis proyectos, el margen encabritado de mi Underwood, necesito un orden, Marité, no desubiques a cada instante mis cosas, y el no sirvo para nada, el puchero quejumbroso que no soporto, sos un destructor del amor, pontificabas, y la risa se me despeñaba incontenible, Marité, eres una poeta en ciernes, una diva de olímpica grandeza, y tu risa invadía el departamento de seis por tres de espacio, y me decías no tanto, che, no tanto, ¿viste?, y te paseabas con mi camisa sin nada debajo, te miran del edificio de enfrente, mujer, ellos se lo pierden, che, se lo pierden, los pobres, y corregías el orden de los libros, jugabas con los colores, con el espesor de los lomos, con las alturas, siempre me dejabas mensajes abandonados en el interior de las páginas que yo descubría, ¿cómo lo hacés, mago, cómo lo hacés?, y no era difícil, Marité, seguir tu itinerario, tu regionalismo hasta la náusea, bastaba hurgar en un Cortázar, un Sábato o un Puig, para encontrar tus epigramas de niña, de amante sin cortapisas, de muchacha sola.

El día que te deje, ¿qué harás, Marité?, te pregunté una tarde de lluvias y relámpagos, si no es como este tiempo de conchas me buscaré otro chileno como tú y le ordenaré los libros y las revistas, ¿y si no posee libros ni revistas?, le ordenaré los calcetines por colores, por marcas, y desprendías tu risa de pájaro asustado. ¿Y si es pobre, si es estudiante, si no tiene un mango que ofrecerte?, insistía, entonces no va conmigo, pibe, vos bien lo sabés.

Pero cuando me empezaste a empalagar la existencia fue con esa manía de acarrear posters de tangueros, codiciabas cada centímetro de pared como quien cuenta billetes, y el rostro de Gardel peinado a la gomina, con sombrero alón ensombreciéndole el rostro de cafiche, con los dientes desplegados a toda vela, con Le Pera o Razzano o no sé quién en un boliche, con guitarra y bandoneón y putas fatales, y para colmo tango al desayuno, almuerzo, once y comida, otras al amanecer y sobremesa, tango en el coito y en esos suspiros que me encabronaban, madre mía, ¡qué letra, che!, escuchalo, por mí una hueva, Marité, y lloriqueabas bobalicona, estremecías tus pechos desnudos, te temblaban los ijares, me olvidaba por momentos de Gardel y compañía y te susurraba condescendiente, hipócrita, tócame Yira…Yira, Marité, es la única letra que degluto sin náuseas ni estertores, y corrías empelotas al tocadiscos RCA Víctor y verás que todo es mentira, y verás que nada es amor, tralalá, tralalá, uno de estos días te voy a presentar a mi amigo Poli que es escritor y se vuela con los tangos, Marité, y ella qué rico, Pocho, qué rico, y dale al tango y las añoranzas porteñas, a las callecitas de Buenos Aires que no visitaré ni ahora ni nunca.

Pero no dispuse del tiempo necesario para presentarte a mi amigo, porque una tarde de lluvias y truenos amenazantes, ¿recuerdas, Marité?, amor que puede ser eterno y puede ser fugaz, te enganchaste con un tipo que no conocía y te perdiste por las callecitas de Santiago de Chile, y para que nada nos amarre que no nos una nada, y Farewell, my love, y el orden de los libros permaneció como tú lo dejaste, por colores, por tamaños y vejez, y hasta me habitué a descubrir los necesarios, a rastrear la revista de tres meses atrás, tu último epigrama de despedida oculto en la páginas de un Gudiño Kiefer, me voy, amor, como he llegado, y como no soy tanguero de oficio no solté la lágrima ni me bebí el licor que mata amores, y te olvidé una mañana de gorriones alborotados y la vida continuó como si tal cosa.

Quizás por esto mismo esa tarde cuando el Mono Olivarez me gritó por sobre el tecleo afiebrado de las máquinas, Pocho, teléfono, una mina, levanté el fono y el deslavado aló me nació suavecito y libre y el qué tal, Pocho, me reconocés, me derrumbó el andamiaje del recuerdo y en pantalla cinemascop desfilaron mis libros y tus posters y letras de tangos y esa risa de pájaro olvidada en mi departamento y demoré el qué tal, Marité, ¿cómo has estado?, estupendo, pibe, te llamaba para anunciarte mi visita con mi flamante esposo, ¿quién es, Marité?, un pedagogo en francés, ama los tangos, es un poco peladito, posee una incipiente barriguita, pero es tierno, no como vos, pibe, me adora, está bien, Marité, esta noche los espero, eres un encanto, amor, ¿a eso de las nueve?, perfecto, Marité, pero sin tangos, y alcancé a percibir su risa a hipitos, a estertores.

A las siete me volé de la redacción, pasé por el supermercado, compré un Chivas Regal que me costó un ojo de la cara, cosas para picar, dos botellas de vino Santa Emiliana y corrí a ordenar el departamento, a estirar la cama que no hacía una semana, a botar las colillas de cigarrillos que desbordaban las gredas de Pomaire, dar un par de escobazos por la salita de estar, abrir la mampara que daba al balcón, regar los filodendros resecos abandonados por Marité, guardar los calcetines sucios esparcidos por el dormitorio y, por último, distribuir en la mesa de centro la compra del supermercado. Lavé tres vasos color violeta que me había regalado Marité la segunda semana de convivencia no establecida, destapé la botella de whisky y me bebí un trago tibio. Busqué hielo en la nevera y estuve un cuarto de hora desprendiendo los cubitos endurecidos a punta de cuchillo. Quebré dos cubeteras, me hice un corte en el dedo anular que tuve que chuparme otro cuarto de hora hasta que se estancó la sangre, capaz que sea hemofílico, pensé, y observé complacido toda mi mise en scéne. Sólo faltaba la música. Coloqué en el tocadiscos uno del Quila que a Marité lograba alejar del tango y me instalé con una revista de la semana anterior que no había tenido tiempo de leer.

A las nueve y cinco minutos sonó el timbre y me tomé mi tiempo en abrir. La amplia sonrisa de Marité me desvaneció las incertidumbres y me obstruyó las nostalgias.

-Hola, Pocho, te presento a Martín –me dijo, saludándome con un beso que me orilló los labios y me estremeció imperceptiblemente.

Miré a Martín a los ojos, explorando tras los gruesos cristales alguna mirada de malicia, o rencor, o cualquier cosa. Sólo descubrí su sonrisa agradable.

-Marité me ha hablado mucho de usted –me dijo, alargándome una mano blanda.

-Qué bien, es una gran simuladora. ¿Se sirven un whisky?

-Yo sí –aprobó Marité, desprendiéndose del chaquetón de conejo y lanzándolo sobre uno de los sillones. Cruzó el hall y abrió los brazos abarcando el pequeño balcón.

Contemplé su jean ceñido, el suéter delineando sus tetas generosas.

-Estás más gorda –le dije bellaco.

-No creas, ni un gramo de más ni de menos. ¿Verdad, Martín?

-Si tú lo dices, amorcito –dijo, y sonrió.

-Los libros siguen igual como los dejé –rió, paseando sus uñas de gata por los lomos multicolores.

Preferí guardar silencio y nos bebimos parsimoniosamente las dos botellas de vino, vaciamos media de whisky y nos devoramos los picadillos. Marité habló sin parar de las cualidades de Martín, mis defectos más visibles, la política que nunca le había interesado un pito, debe ser por el profe, pensaba, trataba de razonar adormecido por el trago y el torrente interminable de Marité, después cargó con la familia de Martín que no la aceptaban porque era argentina, qué se creen esos provincianos, beatas de porquería, y en un respiro Martín me pregunta por el baño y en su ausencia te interrogo: ¿eres feliz, Marité?, y ella suspira, dibuja una sonrisa ambigua, me observa a los ojos, mira el departamento y exhala: echo de menos todo esto, Pocho, tus libros, tu máquina de escribir antediluviana, tus papeles dispersos por el suelo, mis mensajes ocultos, ¿encontraste el de la despedida?, asiento, la miro a los ojos y la beso largamente en esa boca grande y acogedora. No cambiás, pibe, si querés me quedo y lo largamos. ¿A él?, pregunto idiota. Estuve a punto de decirle que sí, que necesitaba de sus mensajes cifrados, de sus tangos tristones, de las caritas de Gardel, pero ya era demasiado tarde para rearmar recuerdos como castillos de naipes, para recrear escenas filmadas para un cine de trasnoche.

Al despedirnos nos besamos en la mejilla como buenos amigos. Me senté a beber un último trago de whisky. Antes de apagar la lámpara de pie, me dirigí al estante y extraje un Borges sin reparar en el título. Al abrirlo descubrí tu último mensaje, un número telefónico, con tu caligrafía de niña de preparatoria. Lo leí un par de veces y estuve a punto de expulsarlo por el balcón transformado en esos avioncitos de papel que mi padre gustaba construirme en las largas tardes del invierno provinciano. Por último opté por doblarlo parsimoniosamente y lo guardé en mi billetera. Total uno nunca sabe, me dije, y apagué la luz.

FIN

Notas bio-bibliográficas;

RAMIRO RIVAS RUDISKY nació en Concepción. Estudió Teatro y Literatura en la Universidad de Concepción. Ha ejercido la crítica literaria en diversos diarios y revistas nacionales. Ha obtenido innumerables premios literarios, entre los que se destacan el Premio Municipal de Literatura de Santiago (1994) y el Premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en dos oportunidades (1994-1997) Ha publicado, entre otros libros, “El Desaliento”, “Toque de Difuntos”, “Luciérnaga Curiosa”, “Chopin y los Perros”. Cuentos suyos han sido incluidos en más de una veintena de antologias del género en Chile y el extranjero.