Por José Agustín
Hace sesenta años, en 1947, Jack Kerouac y Allen Ginsberg iniciaron sus visitas a William S. Burroughs, de las que surgió la literatura de la generación beat. Una década después, en 1957, Kerouac publicó En el camino que, para conmemorar su cincuentenario, este año Viking Press ha editado sin cortes ni «ediciones». En 1997, por último, murieron Burroughs y Ginsberg, ambos longevos, en camita y paz beatífica.
Burroughs, heredero de una famosa compañía de máquinas registradoras y gay de corazón que no ignoraba sexualmente a las mujeres, inició su leyenda negra desde joven al cortarse vangoghianamente un pedazo de dedo para impresionar a un chavo que no se dejaba seducir. Fue a la universidad para satisfacer a la familia, pero tan pronto le dieron una buena lana mensual para vivir sin empleo, se mudó a Nueva York, donde cultivó la homosexualidad y la afición por las drogas, especialmente la heroína. Después vivió en México, donde, como se sabe, al parecer asesinó accidentalmente a su esposa. Burroughs salió corriendo de nuestro país, donde se le condenó en ausencia, y se fue a África del Norte y después a París, al famoso Beat Hotel. Pero la muerte de su esposa Joan Vollmer definitivamente lo hizo que se dedicara a escribir y de México salieron sus primeras y semiautobiográficas novelas, Junkie y Queer, que son más accesibles, pero duras y perturbadoras, pues tratan sin eufemismos los mundos de la droga y la homosexualidad. Junkie fue publicada en una editorial pulp con el seudónimo William Lee, el alias que Kerouac le puso en la novela En el camino.
En Marruecos, Burroughs se la pasó escribiendo un largo e inconexo texto que llamaba Interzone y que tenía de todo, grandes tesoros pero también material inservible. Por tanto, al maestro se le ocurrió una variedad de collage, de estirpe dadaísta, consistente en recortar tramos enteros, párrafos, frases e incluso palabras sueltas que extraía de distintas partes de Interzone y que luego pegaba en otro texto. Así generaba un efecto de disociación y algo que parecía una sucesión de imágenes simbólicas, visiones y alucinaciones, combinadas, a través de aparentes y extremas elipsis, con descripciones, situaciones, diálogos y personajes realistas. En el fondo yacía una historia semiautobiográfica de droga y homosexualidad que sugería, y en momentos dejaba ver, lo más negro, la última frontera del mal.
Se dice que Kerouac sugirió el título El almuerzo desnudo para este rarísimo texto, que Lawrence Ferlinghetti de plano rechazó para su editorial City Lights. Olympia Press, que publicaba libros en inglés en París, lo rechazó también, pero Allen Ginsberg, rey de las relaciones públicas, intervino y el editor Maurice Girodias abrió las puertas de su Olympia a El almuerzo desnudo. Para sorpresa de todos, el libro obtuvo fama internacional, como antes Aullido, a causa de un juicio «por obscenidad». De los materiales de Interzone salieron también The soft machine y Nova express, que por tanto son satélites del Almuerzo.
Como los alquimistas, Burroughs buscó lo oscuro a través de lo oscuro. Claro que algo así no es fácil de leer y representa un desafío, pero con el tiempo Naked Lunch anticipó el sida, la liposucción, el crack y las llamadas «muertes autoeróticas», con las cuales cada vez más locos se suicidan al masturbarse asfixiándose, envenenándose, con sobredosis de drogas u otros truculentos medios. También, claro, mostró el espíritu de los tiempos que vendrían, la aparentemente irreversible enfermedad que conduce a la destrucción, tan anunciada por la ciencia ficción, de la naturaleza del planeta y del ser humano. En todo caso, nos enseñó el primer silabario de un nuevo lenguaje apocalíptico y por eso ha interesado tanto a las generaciones recientes.
Burroughs nunca aceptó que lo considerasen beat. Obviamente trataba de eludir las etiquetas fáciles que, por lo general reductivistas y estereotipantes, tienden a diluir los rasgos y valores individuales en beneficio de una, usualmente falsa, apreciación colectiva. Además, él, mucho más grueso, traía su propia onda transgresora, elusiva y radical, menos mística, romántica u orientalista. De cualquier manera, todo esto vino a alimentar la leyenda y lo convirtió en miembro-no-miembro de la generación golpeada, cuyo énfasis en lo generacional subrayaba un espíritu tribal que en cierta forma lo excluía, o más bien lo ubicaba como padrino o «hermano mayor», ya que cronológicamente pertenecía a la generación anterior.
Burroughs tenía treinta años de edad y residía en Greenwich Village, Nueva York, cuando los jóvenes universitarios Kerouac y Ginsberg lo visitaban fascinados en 1947. A ellos más tarde se unieron los poetas Gregory Corso y Gary Snyder, el novelista John Clellon Holmes y Neal Cassady, personaje central de En el camino y después legendario chofer de Furthur, el magic bus psicodélico de Ken Kesey y los Merry Pranksters. Kerouac bautizó y definió al grupo: «Somos una generación de furtivos; una especie de ya no aguanto más y una fatiga de todas las formas, todas las convenciones del mundo… Somos a beat generation».
El término beat admite muchos significados, desde el ritmo de la música hasta el latido del corazón, y también quiere decir «golpeado, derrotado, exhausto». Ginsberg, por si no bastara, añadió que se trataba de una contracción de «beatífico», o extático, pues estos gruesos jóvenes pronto se interesaron por los estados místicos, el orientalismo y el budismo en especial. Como a la vez patrocinaban las drogas, la libertad sexual y el hedonismo dionisiaco, los beats reconciliaban santidad y vicio, la salvación a través de la perdición, como Apuleyo, y así se ligaban a los poetas malditos y sus «bodas del cielo y el infierno». También se consideraban herederos directos de la Generación Perdida de Scott Fitzgerald y Hemingway, y en especial de Edgar Allan Poe, Mark Twain, Walt Whitman, William Carlos Williams, Henry Miller y Paul Bowles.
Los beats coincidían en una profunda insatisfacción ante el mundo de la posguerra; creían que la realidad se debía ver desde una perspectiva distinta y crear un arte libre, confesional, personal y generacional, coloquial y culto a la vez, que tocara fondo y rompiera con las camisas de fuerza de los cánones estéticos y éticos imperantes. En cierta forma como las improvisaciones del jazz. Por eso Kerouac propuso una «prosa espontánea» y producir obras acabadas a la primera intención, sin correcciones que extirparan la vida de lo impremeditado. Igualmente estaban de acuerdo en consumir distintas drogas para «facilitar», decía Allen Ginsberg muy serio, «el descubrimiento de una forma de vivir que nos convierta en grandes escritores». En un principio fue alcohol, hashish y mariguana, pero después también anfetaminas y barbitúricos. Fueron pioneros de los alucinógenos, peyote y yagé, si lo encontraban, en sus comienzos.
Cuando Burroughs dejó Nueva York, y se fue a Europa y luego a México, al poco rato Ginsberg, Corso, Snyder, Cassady y Kerouac a su vez se mudaron a San Francisco y se instalaron en la librería City Lights de Lawrence Ferlinghetti, editor y poeta muy afín a ellos que también venía de Nueva York. Ahí se incorporaron Michael McClure, Lew Welch, Philip Lamantia, Philip Whalen, William Everson y otros poetas. En City Lights se hacían lecturas, mesas de discusión y conferencias; la librería pronto se volvió editorial y publicó antologías, traducciones y libros que la crítica de Estados Unidos descalificaba tajante y sistemáticamente por «antiintelectuales» y «antiliterarios». En 1956 City Lights publicó Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg, cuya sustancia básica era el extenso e intenso poema autobiográfico que da título al libro. Ginsberg desnudó su alma y planteó su concepción del mundo, sus lecturas y la presencia e influencia de los amigos. Aullido se volvió libro de culto instantáneo, insuperable poema generacional que consteló el alma de muchos jóvenes sensibles pero insatisfechos con el sistema de vida. Afirmó una poesía libre, rica, sin tabúes, dogmas o cánones. Aullido se dispara en numerosas direcciones. Hay desesperación y rabia ante el sistema político y social, pero también ante la literatura. Aullido desacralizó la poesía, la puso al alcance e introdujo nuevas coordenadas. Esta revolución poética partía de lo inmediato y así todo lo existente tenía importancia, no había nimiedades, lo banal era trascendente y lo cotidiano abundaba en riquísimos misterios a descifrar. Era una cuestión de percepción. El lenguaje, fino y crudo, culto y coloquial, causó entusiasmos o rechazos viscerales, y los recursos inéditos en la versificación, la ortografía y la puntuación desmantelaron toda idea de «licencia poética». Aullido tuvo influencias inmediatas en la literatura de otros países y después en los grandes poetas del rock.
Ginsberg atrajo la atención mundial con Aullido y fue superestrella desde entonces, célebre por su pacifismo, su homosexualidad (nada de clósets con él), su ingenio, irreverencia y el carismático poder de su personalidad. Sus recitales, auténticos protoperformances, innovaron radicalmente la idea de leer poesía en público. Histrión natural y orador inspirado, sus conferencias o recitales en las universidades siempre asombraban porque la poesía podía ser un gran espectáculo. Después de Aullido, escribió otro gran poema, Kaddish, en el cual trató de ubicar en el sitio adecuado a su madre y a su naturaleza judía. Viajes a la India y a Japón aceleraron un gran cambio espiritual en él y le facilitaron su muy peculiar versión de paz nirvánica, o cuando menos la capacidad de no engañarse a sí mismo, aceptarse y conciliar sus contradicciones. En «The change» reportó esa saga espiritual. Fundó Naropa, un centro cultural-espiritual-editorial en Boulder, Colorado, e infinidad de veces lo arrestaron por su militancia política anarcobeat. Trabajó con grandes artistas de distintas disciplinas y para mí lo más memorable fue The hydrogen jukebox, poemas que Philip Glass musicalizó magistralmente. La leyenda refiere que Ginsberg escribió The Howl después de un tremendo acto propiciatorio en el cual durante dos días se metió peyote, «para inducir visiones»; anfetaminas, «para no perder potencia», y dexedrina, «para estabilizar». La legendaria lectura de este poema, en la Six Gallery de San Francisco, tuvo a Kenneth Rexroth, McClure, Wallen, Snyder, Lamantia y Lew Welch en el programa. Kerouac pasó la charola para los pomos y hubo galones y galones de vino. El clímax tuvo lugar cuando Ginsberg, excelente lector de su propia obra, se echó su Aullido más prendido que nunca.
«Después todos nos seguimos emborrachando», contó Jack Kerouac, quien también decía «me gusta estar hasta la madre si se trata de estar hasta la madre». Y de escribir sin parar cuando se trataba de escribir, pudo añadir, pues se dice que creó En el camino en tres semanas casi sin comer ni dormir, a base de anfetaminas, en estado de trance y en un rollo kilométrico de papel para teletipo. No quería parar ni para cambiar de hoja, fiel a su teoría de la «prosa espontánea». También se negó a corregir ni una sola línea, salvo una parte que desapareció porque su perrito se comió un cacho del gigantesco rollo de papel. Kerouac envió ese mismo rollo a la editorial Hartcourt Brace, donde, escandalizados, por ningún motivo quisieron publicarlo. Durante varios años, mientras escribía otras novelas ahora célebres y que constituyen capítulos de una gran obra autobiográfica, como Los vagabundos del dharma, Los ángeles de la desolación o Big Sur, trató de publicar On the Road. Ésta siguió rechazada sistemáticamente por las editoriales hasta que fragmentos en The Evergreeen Review y The Paris Review, promovidos por Ginsberg, lograron que la editorial Viking la comprara con un adelanto de mil dólares. Kerouac tuvo que soportar que le metieran mano a la puntuación y al lenguaje, pero, de cualquier manera, el estilo quedó intacto con todo su poder e instinto narrativo, la sensibilidad humanísima y los grandes momentos de inspiración pura.
Desde que apareció, En el camino tuvo un éxito inmediato y espectacular; agotó cientos de miles de ejemplares y, como decía Burroughs, «vendió un trillón de pantalones Levis, un millón de máquinas de café exprés y puso a miles de chavos en el camino». Muchos jóvenes entre dieciocho y treinta años leyeron a Kerouac, eligieron «el camino» y lo rolaron; fueron decenas de miles y llamaron la atención de los grandes medios. ¡Se pusieron de moda! Durante un buen tiempo alimentaron chistes, chismes, caricaturas, editoriales, reportajes en la prensa, programas de televisión y portadas de las grandes revistas. A fines de los 1950 San Francisco y California en general eran foco de atracción de muchos jóvenes que un periodista llamó «beatniks», porque estaba de moda el Sputnik, el primer satélite espacial que los rusos pusieron en órbita. Beatniks era lo mismo que beats pero en niveles colectivos, los beats chiquilistrines, satélites de los grandes planetas. Con el tiempo, los beatniks se transformaron en hippies (los «mini hips») y entonces Burroughs, Kerouac y Ginsberg resultaron hermanos mayores y maestros de maestros.
Como The catcher in the rye poco antes o Las aventuras de Huckleberry Finn en el siglo anterior, el Camino de Kerouac atrapó desde el principio y envolvió al lector con humor y humanidad. Kerouac se tomó su tiempo para presentar muy bien a los personajes y establecer el contexto de los viajes de este a oeste y de norte a sur, que en realidad no llegan a ninguna parte porque se emprenden por el puro gusto de hacerlos. Es el más puro drifting. Un rasgo de la naturaleza de los gringos, entre otras cosas, es la tendencia al nomadismo, y por eso están en continuo traslado. Pocos echan raíces en un sitio, las familias tienden a dispersarse y cuando se reúnen viajan largas distancias, lo cual no les molesta para nada, así es que «hacer camino al andar» tiene mucho sentido para ellos. En todo caso, Kerouac añadió las señales que hacían falta en las nuevas carreteras.
Hace cincuenta años el novelista beat se descubrió celebridad y superestrella inminente. La prensa, la televisión, los seguidores y los fans lo asediaron, pero a él le repugnó el éxito y prácticamente desapareció del mapa. Era imposible que el vagabundo del dharma se volviera glamorosa superestrella internacional tipo Truman Capote o incluso como su contlapache Allen Ginsberg. Con el tiempo la fiebre de los viajes se agotó y él prefirió vivir con su mamá, las más de las veces en Lowell, Massachusetts, su pueblo natal. Entonces se dedicó, no tan enfermizamente como J.D. Salinger, a esquivar periodistas y autores de tesis universitarias. En 1969 tuvo una reaparición pública muy desafortunada; se vio reaccionario, cuadrado y sacadísimo de onda. Decepcionó a amigos y fans. Pero siempre fue así: se excedía al tratar de ir contra la corriente y de establecer contrapesos. Mejor se murió ese mismo año de cirrosis, porque fue drogo, pero especialmente borracho, quizá porque su nombre completo era Jean-Louis Lebris de Kerouac. En 1975, su culto se oficializó cuando, durante la gira The Rolling Thunder Revue, Bob Dylan y Allen Ginsberg devotamente visitaron la tumba del caminero, le dijeron poemas, le cantaron sus rolas favoritas y dos tres «hare Krishna, hare hare».
El establishment cultural e institucional primero criticó, luego subestimó, después descalificó y por último ignoró a La Generación Derrotada. Pero las obras crecían en importancia y la exposición pública tan intensa, por la moda de los beatniks, convirtió a los Tres Grandes en celebridades que adquirieron autoridad moral, pues no cedieron ante los espejismos del poder, la riqueza o la inflación del ego. También ignoraron los dictados de los intelectuales neoyorquinos, la vida en rosa tipo Hollywood, el espejismo del «destino manifiesto» de su país, que es una variedad del mito del «pueblo elegido», ni jugaron a las serpientes y escaleras del sistema. Ejercitaron la libertad y por eso tuvieron que nadar contra la corriente, pero como no eran fanáticos ni aferrados se divirtieron en grande, hicieron lo que se les dio la gana y sólo siguieron las reglas que ellos mismos se impusieron. Representan propuestas literarias pero también modos de vivir. Son cultura y contracultura. Como dice Leonard Cohen, tenían plena conciencia de su grandeza y no titubearon en actuar, pues comprendieron que el auténtico poderío de Estados Unidos no se hallaba en los gobernantes, los millonarios o el ejército, sino en gente como ellos, los golpeados que exploraron los nuevos horizontes.
José Agustín: (Acapulco, Guerrero, 19 de agosto de 1944). Es un escritor mexicano. Ha incursionado en varios géneros literarios como narrador, guionista de cine, periodista, y dramaturgo. Es considerado un representante de la llamada «literatura de la onda» que se puso en boga en México en los años 1960, año en el cual participa en el circulo literario Mariano Azuela. Es autor también de una serie de crónicas acerca de la vida en México, y de una documentada crítica sátira de la política mexicana, publicada en forma de serie bajo el título Tragicomedia mexicana, escrita según el punto de vista «contracultural», con el fin de desmitificar la historia del México reciente. Tiene también obras autobiográficas como El rock de la cárcel, de 1984, donde relata su estancia en el siniestro Palacio Negro de Lecumberri, sobrenombre con el que se conocía a una célebre cárcel mexicana, ahora convertida en sede del Archivo General de la Nación y que tuvo como inquilinos a una buena parte de la disidencia mexicana en los peores tiempos del autoritarismo del gobierno del PRI. En el 2001 publicó Los grandes discos de rock (1950-1975), mezcla de narrativa, crónica y ensayo. En 2006 se publicaron Arma blanca (Planeta) y La Casa del Sol Naciente (Nueva Imagen). Grijalbo-Mondadori prepara la reedición de toda su obra.
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En: Rebelión
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…