Por Emilio Ramón
Cuando la policía logró abrir la puerta del departamento se encontró con una oscuridad total. Tuvieron que encender linternas, a pesar de que ya había amanecido. Las murallas estaban manchadas con vino y los interruptores de la luz rotos. El piso lleno de botellas vacías. El tocadiscos daba vueltas y vueltas a un disco que ya había dejado de sonar quizás hace mucho. Los vidrios del ventanal estaban quebrados. El pobre ni siquiera lo había abierto antes de saltar…
Caíste
Caíste
Caíste
Caíste
Caíste como una roca pesada en el abismo, caíste en cuerpo y alma, sin luz, sin ningún destello que te iluminara el camino. En una semana perdiste todo lo que te quedaba. Tu mujer te dejó el sábado, aburrida de tus borracheras y de la frialdad marital, de esas noches de espalda, de esas noches sin palabras, de esas noches en que el fantasma del hijo perdido parecía mecerse en una cuna que ya no era más que un fragmento de ese recuerdo oscuro y amargo. El jueves siguiente te despidieron del trabajo por llegar dos días seguidos en estado de ebriedad. Tu jefe te dio un cheque y te pidió que no te acercaras más por la oficina. No dijiste nada, en el fondo era lo que buscabas. En el fondo querías ver llegar el día en que esa mano explotadora te acercara el cheque y te señalara la puerta. Pero nunca quisiste que ella se fuera, a pesar de las noches de hielo, a pesar de las noches de silencio, era ella quien te mantenía con los pies en la tierra, en el barro, en la mierda, pero estaba ahí a tu lado, haciéndote sentir que, al fin y al cabo, no estabas solo. Tan solo. Por eso caíste al ver su maleta sobre la cama, caíste como una roca a un despeñadero, como una estrella fugaz que arde hasta desaparecer.
Compraste comida envasada y alcohol para un mes. Cortaste el cable del teléfono y el del televisor. No necesito estas mierdas, pensaste. Te acercaste al balcón y dejaste caer el celular. Lo seguiste con la mirada hasta que se reventó contra el pavimento, igual que el hijo perdido, igual que tu vida sin ella, igual que tu conciencia negra y culpable. Cul-pa-ble. Sacaste los cuadros y quemaste todas las fotos, nada que te recordara a ella ni que te lo recordara a él, ni sus voces, ni sus olores, ni sus pasos por la casa, ni sus risas en aquellos días en que brillaba el sol. Ahora ya no. Ahora el sol no era más que una bola de luz que algún día dejaría de iluminar. Ahora este planeta no era más que agua y tierra y alguna vez terminaría transformándose en otra cosa, en una roca, en un cadáver gigante vagando por el universo infinito, sin punto final, jamás.
Te sentaste en el sofá y abriste una cerveza. Comenzaba a caer la noche sobre Santiago, los autos prendían las luces, las ventanas anónimas de los edificios también, y el arrebol del cielo llenaba tu campo visual a través de los vidrios del ventanal. Ruido. Luz. Movimiento. La oscuridad de tu alma no pudo soportar aquel cuadro, así que te levantaste y cerraste las cortinas. Fue la primera luz que apagaste. Vendrían muchas más. Pusiste a girar un disco de Los Smiths. ¿Hace cuánto que no lo escuchabas? Años, seguramente. Desde aquellos días luminosos en que te sentabas con ella en el sofá a escuchar tu colección de discos y a tomar un Carmenere y a comer algo mientras soñaban con estar juntos para siempre, con formar una familia. Ahora ya no había nada de eso. Las bolsas en los ojos, las patas de gallo, las arrugas en la frente, el pelo cada vez más escaso. ¿Qué habías hecho todo ese tiempo? Ya no tenías hijos ni habías escrito un libro ni habías plantado un árbol. Ni siquiera podías recordar momentos felices de los últimos años. ¿Había alguno? Ese viaje a San Pedro de Atacama que hicieron para darse una nueva oportunidad y dejar de lado los fantasmas de un pasado reciente demasiado doloroso, ese viaje terminó destruyendo aun más la comunicación, trizando más los corazones y apagando más luces. Y ahora estabas allí, tirado en el sofá de un oscuro departamento, escuchando los lamentos de Morrisey con las cortinas cerradas, tiempo de sobra y un peso horrible sobre tus hombros.
La conociste en la Blondie una noche lluviosa de invierno. No había demasiada gente. Ella te encontró parecido a Jarvis Cocker; tú a la Winona Ryder. El flechazo fue instantáneo. Te acercaste a ella casi empujado por una fuerza irresistible. Bailaron toda la noche y terminaron acostándose, entre ropa sucia y cerros de fotocopias, en la pieza que arrendabas en un departamento con otros compañeros de la universidad. Durante años fueron felices, o al menos eso decían. Sin embargo, cada noche te preguntabas si realmente lo eras. La misma sonrisa que antes te provocaba mariposas ahora no te recordaba más que a murciélagos y a lluvia. Tus sueños juveniles también se habían ido apagando. Siempre habías soñado con publicar un libro, pero nunca tuviste el valor para mostrarle tus poemas a alguien, mucho menos a ella. ¿Qué habría pensado de ti?
Vino el matrimonio porque tenía que venir. Vino el embarazo porque tenía que embarazarse. Sus respectivas familias se lo recordaban siempre. Vino el nacimiento del hijo y por fin viste una salida, un sentido para tu vida. El hijo iluminó cada rincón del departamento. Lo mimaron tanto como el tiempo les permitió. Sentías que en él habías encontrado las respuestas a todas esas preguntas existenciales que nunca habías podido responder. Ella sentía lo mismo, navegaba en tormentas de dudas hasta que tuvo una razón para seguir allí. Casi sin darse cuenta, tú y ella fueron transformándose cada día en papá y mamá, dejando de lado al hombre y a la mujer, castrándose, cosiéndose, poniendo cada segundo de energía en el niño, transformándose en seres asexuados, en marionetas, en máscaras sonrientes.
Hasta que llegó el día de su cumpleaños número cinco. El departamento estaba lleno. El hijo jugaba con un auto de juguete que había recibido de regalo y ustedes hablaban con los parientes y los amigos de sus avances en el colegio, de lo inteligente que parecía ser, de sus planes para el futuro. La madre se fue a la cocina con su mejor amiga para hablar en privado del miembro aventajado de su nuevo novio. Tú te serviste un Jack Daniel’s y luego otro y otro… Fue un segundo. Un segundo en que el tiempo pareció congelarse y quebrarse en mil pedazos. En que el cielo pareció abrirse en dos. Un momento de descuido y el hijo cayó por el balcón desde el piso sexto. Corriste y alcanzaste a ver cómo se azotaba contra el suelo, cayendo, cayendo, esa imagen horrorosa, esa imagen imborrable que te llegó como la muerte misma.
Vinieron años oscuros, los más oscuros que podrías haber imaginado. Todo se movía más lento y la atmósfera siempre era pesada. Fría. El alcohol comenzó a ahogar las preguntas que te atormentaban y, si bien no entregaba respuestas, al menos te permitía dormir y no torturarte toda la noche entre pesadillas horribles. Los silencios largos. Las penas amargas. Los llantos en silencio. Años perdidos, de amigos perdidos, de discusiones, peleas, insultos mutuos. Fue tu culpa por estar emborrachándote con tus amigos. Fue tu culpa por estar cahuineando con tu amiga en la cocina. Palabras como cuchillas, palabras que desangran. ¿Podrías haber hecho algo si no hubieras estado un poco borracho? Palabras que apuñalan el fondo del alma. ¿Había sido tu culpa? Se acabó el sexo. Solo una cacha incómoda, seca y desabrida de vez en cuando. El imbunche huérfano de una razón para seguir respirando.
El niño, como una sombra, jamás se fue del departamento. Te parecía verlo cada vez que te sentabas en el sofá, cada vez que mirabas desde el balcón hacia abajo, cada vez que te servías un trago. Ella quiso cambiarse a otro lugar, tú insististe en que se quedaran, aunque no estabas muy seguro del porqué. Solo sentías que debías estar allí. Hasta que ella se fue. Se aburrió de verte borracho, durmiendo en la mesa, en el sofá, en el baño, se aburrió de tu hálito en la mañana, se aburrió de la figura cada vez más oscura con quien compartía la cama. Idiota, idiota, idiota. Ya no estaba, se había ido, ¿podías darte cuenta? Todo lo que habías construido se había desarmado como una torre de naipes, todo se había ido abajo, idiota, imbécil, ¿cómo habías sido capaz? Su lado vacío en la cama, vacío, frío, la cama ahora era tan grande, grande, grande, caer, todo al tarro de la basura, el tiempo, el tiempo perdido, la juventud perdida en el tarro de la basura, ¿cuán bajo podías caer?
Caer
Caer
Caer
Caer
Y su voz resonando en tu cabeza, su olor, su presencia y su ausencia, su ausencia en la mañana al levantarte, su ausencia al volver del trabajo, su ausencia total y absoluta, despiadada. Soledad. Culpa. Culpa enorme y negra, culpa oscura y dolorosa, seca, amarga, culpa, culpa, culpa, idiota, imbécil, mudo, sin palabras, sin poder aferrarte a la orilla, todo al tarro de la basura. Y ahora el departamento no solo cargaba con el fantasma del niño, sino también con el de ella. Y, sin embargo, no te fuiste. Estabas tirado sobre el sofá escuchando un disco, quizás era Lou Reed, quizás la Velvet, daba lo mismo, quizás medio borracho, quizás medio dormido, quizás medio muerto. Entonces la viste. Pasó rápido y casi no pudiste distinguirla. Una sombra. Había pasado por el muro. Te quedaste tieso, quieto, de piedra, de mármol, preso de tus nervios y de tu cabeza agobiada. ¿Una sombra? ¿Te estabas volviendo loco? ¿O solo eran los nervios? ¿O eran las botellas que se iban vaciando y vaciando y vaciando? No te moviste, no pudiste siquiera decir algo, rígido, mudo, cosido en todas tus facultades.
Estabas seguro de que había sido la sombra de ella.
Abriste las cortinas y una luz dolorosa inundó tu vista. Ruido. Movimiento. Miraste hacia abajo. Gente pasando. Gente caminando. Gente envejeciendo. Gente cruzándose, historias, dioses, mundos, sexos, CICATRICES. Todas las mujeres se parecían a ella, todos los niños se parecían a él. Volviste a cerrar el ventanal, consciente de que quizás nunca más volverías a ver la luz. Pusiste diarios antiguos tapando los ventanales, una y otra hoja hasta que ya no hubo nada de luz, nada, solo papel y cinta adhesiva, solo noticias antiguas, políticos, partidos de fútbol, crímenes, gente exitosa, gente perfecta, publicidad, letras y letras, una tras otra, mentiras y mentiras, cada vez más oscuras, hasta que ya no pudo verse nada. Entonces prendiste las velas. Todas las que encontraste, formando un círculo. Y al medio tú, las botellas y el tocadiscos, ella no, ella no estaba, pero sí su sombra. Pudiste verla otra vez. Iba cruzando el techo, moviéndose, girando, creciendo como fantasma… ella, era ella, su sombra a la luz de las velas y tú, desesperado, entre gritos y llanto, no pudiste hacer nada más que taparte la cabeza con las manos y tirarte el pelo hasta sacártelo.
¿Locura? El terror a perder la cordura. Nervios destrozados, sí. Pero ¿locura?
Ya no te atrevías a abrir los ojos. Tirado en el piso en posición fetal no hacías más que gemir, llorar, mugir, ladrar, croar, y así pasaron horas y cada vez que abrías un poco los ojos te encontrabas con esas sombras en el techo, esas figuras parecidas a ella, esas figuras parecida a tus demonios, esas figuras pavorosas, escabrosas, llenas de algo parecido al terror más puro, de algo parecido a la muerte misma. Nervios destrozados, sí. Pero ¿locura?
El disco dejó de sonar, pero ya no te atrevías siquiera a levantarte para darlo vuelta. Ni siquiera para comer. Ni siquiera para recoger la botella. No querías luz, ninguna luz, nada, solo los ojos cerrados, solo no ver esas sombras, solo estar ciego y mudo y sordo, como una estatua de mármol, como un muerto. Llorar. Llorar hasta que no quedaran lágrimas. Llorar por el mundo y por la historia de las sombras.
Cuando las velas dejaron de arder entreabriste los ojos. ¿Habías dormido? ¿Seguías vivo? La oscuridad era absoluta. Habían pasado horas, tal vez días completos. Ya no había sombras. ¿O sí? Una forma extraña se dibujaba en medio del negro absoluto. Una figura imposible. Un contorno. ¿Era ella? Sí, era ella y tenía algo en sus brazos. ¿Cómo era posible ver una sombra en medio de la oscuridad total? Nervios destrozados, sí. Pero ¿locura? Una figura que llevaba en los brazos al hijo perdido. Eran ellos. Un alarido horrible. Ella dibujada en una figura fría e irresistible que te dictaba lo que debías hacer. No había otra opción. Ella daba las órdenes.
Rompiste los vidrios del ventanal con los puños y te acercaste a la orilla del balcón. No miraste atrás, pero sabías que la sombra seguía allí. Era de noche. Las luces en los edificios estaban apagadas.
Y caíste.
Emilio Ramón
Nació en Santiago de Chile en 1984. Es profesor de Castellano, Magíster en Literatura Latinoamericana y Chilena, músico y escritor. Ha publicado sus relatos en diversas revistas impresas y virtuales. Es autor de la novela Labios Ardientes,publicada por La Polla Literaria en 2014 y por Santiago- Ander en 2016.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…