Asesinato en Santiago. un relato de José Paredes

En memoria de Nilton da Silva e Rosa

Poco sabíamos de su vida, menos supimos de ella cuando murió. Lo que sí sabemos es que su muerte fue una muerte en vano. Ni tanto, porque fue el anuncio de que algo grande se nos venía encima. Nilton da Silva e Rosa se llamaba, mártir se pasó a llamar el anochecer del 29 de junio de 1973.

Había salido como todos aquel mediodía, con un entusiasmo desbordante y con un dejo, tal vez, de incertidumbre. De hacía meses que venía poniendo el grito en el cielo, pero no le hacíamos caso; o porque no lo entendíamos o no queríamos que fueran ciertos sus presagios que eran demasiados tremendistas, así los veíamos. Era de ese modo, un apasionado que no se andaba con la boca cerrada y por eso nadie le creía sus cuentos del lobo. Pero sabía de lo que hablaba y presentía lo que se nos venía. Tarde nos dimos cuenta.

No pudo más – y echó el grito más en el cielo – cuando el gobierno llamó a los uniformados al gabinete, ahí se le acabó todo, a él más que a nadie y para nosotros comenzó la cuenta regresiva: presentíamos los malos augurios. Los militares de hacía meses andaban con las riendas sueltas, lo que no era ninguna buena señal. Su muerte, tampoco era un buen presagio. Lo mismo había pasado en Brasil y era por eso que andaba de exiliado por acá, porque los militares de su patria habían pasado a su pueblo por las armas y no le quedó más que salir escondido por la frontera Sur a salvar la vida. Lo andaban buscando porque había sido dirigente estudiantil; fue por eso que llegó a Santiago en 1972, o el mismo año de su muerte? Muerte que de seguro no había augurado cuando salió a dar su apoyo al gobierno de Allende de los del “Tanquetazo” y a manos desarmadas como los miles y miles que fuimos a manifestarnos aquella tarde de aquel día fatal a La Moneda, en defensa del gobierno popular. Los golpistas del “Regimiento Blindados 2”, bajo el mando del coronel Souper había conspirado con otros militares y los de “Patria y libertad” – movimiento terrorista de ultraderecha – para derrocar el gobierno.

Lo que le fue la vida, huyó de su país que le quiso quitar la libertad y murió en el país que le dio la oportunidad de caminar a salvo. Menos supimos de su vida tras su asesinato, porque poco sabíamos de él, sólo que era uno de los tantos brasileños que se refugiaron en nuestro país, a los que algunos les teníamos su distancia.

Estudiaba en nuestro departamento y era uno más entre nosotros. No, no era uno más. No sabíamos que tenía un pasado que lo condenaba y que llegó a ser poético, su presente, al morir en la calle San Martín de Santiago, después de haber pasado la marcha enfrente de la sede del partido Socialista. Le hicieron pedazos la cabeza de uno o dos o tres balazos. Salió vestido de blanco, ése día. Lo vimos arriba del techo de uno de los buses del Pedagógico, sin saber que iba en una ida sin retorno.

Su muerte no tuvo castigo ni se sabe si se investigó quién o quiénes le hicieron el mal de pasarlo a la otra vida. Los lobos andaban sueltos de hacía meses – ¿o años? – y armados hasta los dientes: las calles de Santiago olían a sangre desde temprano aquel día con la insurrección de los militares que quisieron tomar La Moneda por asalto, los que fueron derrotados por las tropas leales al gobierno lideradas por el general Prats.

Estudiaba pedagogía en el Departamento de Castellano. En su muerte sin anuncio nos mataron la primera vez y nos caerían muchas muertes en pocas semanas más adelante. Muchos creímos que se había conjurado el peligro cuando los golpistas fueron derrotados y los de “Patria y Libertad”, con el jefe de la banda incluido, Pablo Rodríguez Grez, huyeron como las ratas que eran y se refugiaron en la embajada de Ecuador: a relación de parte culpa intachable. Que se sepa nadie los iba a matar. Cuando sucedió el golpe mayor salieron en gloria y majestad a prestar sus servicios a los fascistas de la junta militar: eran expertos en matar hombres.

Tuvo razón Nilton da Silva e Rosa cuando empezó a gritar como un condenado a muerte que nada bueno traería el poner militares en el gobierno. “Huelen el poder y son peores que perros, que cualquier enemigo”, decía. Se lo sabía por libros, el pobre – los militares brasileños hacían ´escuela´ en América Latina, y en Chile también se ensuciaron las manos ayudando a los conspiradores, y después del golpe fatal mandaron especialistas en perseguir y en torturar a prisioneros.

Nos cambió la vida su muerte; lo lloramos y lo bendijimos en su urna y en su funeral. Lo enterramos en el Cementerio General en una tumba que llevaba su nombre, la que al paso de los años desapareció, porque el arriendo del espacio donde descansaba terminaba en una década. Cuentan, los pocos que saben, que se hicieron los trámites de rigor para conservar su memoria, pero los tiempos no estaban para ello: lo único que querían era borrarnos del mapa. Le dieron una segunda muerte los que decidieron sacarlo de su descanso. De allí no se supo más de él; no de Nilton de Silva e Rosa, si no de sus huesos, que tal vez fueron tirados a la fosa o huesera común, y estarán entre los tantos muertos sin nombre que hubo después de su muerte.

No podrá negar el pobre que tuvo un funeral digno, sin embargo. Los miembros del FER hicieron todo para que su sepelio tuviera la gloria que no le dimos en vida y se le veló en la sede del MIR que estaba por el Barrio Brasil. La plana mayor del movimiento le estuvo haciendo guardia con Miguel Enríquez a la cabeza, al que por primera y última vez veríamos tan de cerca. Andaba con su chaqueta azul marino, era imponente. Lo demás sería historia, y bien pronto, con su inmerecida tragedia, la que tocaría a todos – incluso, al poco tiempo o a la vuelta de los años, a los que celebraron a champañazo limpio el 11 trágico, la muerte de tantos.

Su asesinato fue un misterio. En realidad no hubo muchos testigos de éste, que se sepa. Él o los que lo atacaron a sangre fría conocían, al parecer, su presa, porque si no cómo se explica que haya sido el único caído entre los que iban en la marcha: todo fue tan rápido, tan fulminante, tan de asesinos. De haberlos los hubo pero nadie vio nada, el asalto ocurrió con una precisión de profesionales. Los de la “Rolando Matus” andaban merodeando por donde iba la columna de manifestantes hacia la Alameda y por allí era oscuro y parece que llovía; también rondaban los de “Patria y Libertad”, y de seguro que otras fuerzas más siniestras. Llovió en Santiago aquella noche; pero no por Nilton da Silva e Rosa, pura coincidencia no más. ¿O sería por nosotros que viviríamos un infierno fulminante en unos pocos días?

Nosotros, sus compañeros de escuela, lloramos y lamentamos su muerte. Quedamos sin habla y sin aliento la noche que supimos la noticia. Era uno de los nuestros y con él se moría una parte de nuestro ser. Nos bajó una pena sin medida y hemos pasado años recordándolo; hasta estos días lo hacemos, porque siempre que nos encontramos los de Castellano para recordarlo, los de la generación perdida, hablamos de su persona y de su poesía y de su pasión. Por cierto no lo hemos olvidado, como no olvidamos a los demás caídos. No, no hay olvido en nosotros, por más que pasen los años.

Era todo un personaje, tenía un fulgor que no era de este mundo. Nos dejaba con la boca abierta porque era tan apasionado y suertudo con las mujeres, y eso que era un feo imposible, pero no fue por eso que lo mataron. Lo cierto es que fue un trabajo limpio, de profesionales. Tal vez de su embajada salió la orden de darle el bajo: en las cosas de las dictaduras todo puede pasar. Su muerte debiera ser investigada, porque haría justicia a Nilton da Silva e Rosa que vino, sin quererlo, a dar su sangre por una causa justa. Su muerte fue un anuncio, no el primero, de lo que nos caería encima peor que un balde de sangre fría.

En nuestra escuela y en el Pedagógico andábamos llenos de vida y felices. Estábamos en la plenitud de la juventud y miren lo que nos hicieron: mataron a uno de nosotros y con ello nos quitaron de golpe y porrazo la inocencia. La revolución que se hacía en el país saldría bien cara. Había demasiadas cosas que estaban en juego y los reaccionarios andaban con bala pasada y no iban a cejar hasta dejarnos sin pan ni pedazo.

Todo eso lo predijo Nilton da Silva e Rosa, que venía de vuelta del mismo peligro y lo dejó escrito en sus ensayos y poemas que declamaba a voz en cuello en el patio del Pedagógico cuando los de castellano hacíamos presentaciones artísticas en medio de los prados; eran unos happening divinos, alicinadores e hilarantes. “Meu país”, gritaba y decía de memoria su poema sobre su Brasil, sobre su tragedia, sobre su lucha, sobre su esperanza. Nos encantaba con el acento de su voz, con la pasión de su corazón, con su inteligencia desbordante. Era puro corazón y se parecía a un Cristo con su barba de profeta y de derrotado, llevando en sus ojos y en su espalda el calvario de su desamparo, la condena del exilio, fatalidad que nos caería con toda su furia y tragedia.

Discutíamos mucho con Nilton da Silva e Rosa, pero nunca lo entendimos; era más sabio que nosotros y venía de vuelta de muchas batallas, por eso sería.

Todavía lo recordamos y ahora ponemos en duda si su muerte fue en vano. La verdad es que su vida no lo fue, porque su voz alerta y profética y su poesía incierta sigue volviendo a nosotros a pesar de que pasen los años. Son sus pasos lejanos y extranjeros que vuelven a anunciarnos que hay que andarse con cuidado, que no todo está ganado, que los cantos de sirenas son peligrosos, que nunca hay que decir nunca y que hay que mirar para el frente pero también para el lado. Bien lo llegó a saber él, y mejor aún sus asesinos.

“Lo hemos hecho un mito”, nos seguimos diciendo Pedro, Juan y Diego. Éste último replica que no. “Si estuvo entre nosotros, están sus poemas en la revista “Etcétera”, a lo mejor Roxana tendrá sus manuscritos”. Que no podíamos seguir cada año, o a la vuelta de los años, cada 29 de junio juntándonos para llorar por lo que pasó, a recordar a Nilton da Silva e Rosa. Igual no dejamos de recordar que fue negado por su familia lejana. Sus familiares brasileños no quisieron saber nada más del finado desde el día en que se les avisó de su muerte, ni menos quisieron saber de su cuerpo. Fue otra gran pena esa noticia tremenda que recibimos al otro día de su muerte.

“Tenemos que dejarlo descansar de nosotros”, nos decíamos jugando, jugando con la verdad también, la verdad de nosotros: la dictadura se eternizaba. Santiago cada día y año que pasaba estaba más y más gris, con un encierro que agobiaba, que nos atosigaba: vivíamos en un tiempo en que no había salida y sí muchas muertes y persecución sin fin, y tantos otros males.

En nuestros propios años grises nos juntábamos para recordar los viejos tiempos, los días memorables que vivimos y para olvidar los días de nuestro propio exilio – el exilio interior, el que vivimos los que nos quedamos a dar la lucha, por opción personal o porque no tuvimos otra salvación – los que sin darnos cuenta, como si nada la cosa, pasaron a ser largos años, demasiados. Lo habían dejado bien muerto en Santiago los que lo mataron. No fue el primero ni sería el último que muriera asesinado.

“No era por cuestión de llantos, penas o melancolías”, respondía Pedro, el más político de todos. “Es por nosotros que nos juntamos, para eso sirven los muertos; para reunir a los vivos y a los muertos”. Nos reíamos con sus salidas, brillantes a veces. “Es por el afecto y por la memoria de nosotros, si no recordamos empezamos a morir, como su muerte prematura”. “No hay muerte prematura”, replicaba Diego y comenzaban de nuevo las eternas discusiones que empezamos a tener cuando llegamos en 1972 a estudiar a la escuela de Castellano y los profesores se deslumbraron ante el conocimiento y la capacidad discursiva de aquella generación, la mejor en años, según ellos.

Ni tanto; los maestros eran unos sabios manipuladores y lo que querían era que los nuevos alumnos no se perdieran por las ramas como los seguidores de Rivano y Patillo, e hicieran su parte en la construcción del mundo nuevo que había empezado hacía un par de años en Chile, con un presidente socialista elegido democráticamente, al que los de la CODE le hicieron lo imposible para que su gobierno fracasara, o sencillamente, llegado el momento inevitable, fuera pasado por las armas y a empezar una nueva historia.

Como se ve, Nilton da Silva e Rosa sigue vivo en nosotros y nos mantiene con los pies en la tierra: su profecía nos sigue marcando a fuego. Pobre de él, pobre de nosotros sus compañeros, que ya no somos los mismos, ni por todo el oro del mundo.

Tarde o temprano habrá que encontrar a sus asesinos.

Silver Spring, 29 de junio de 2008