La esposa loca

Por Patricia Badilla Díaz

I

Se conocieron en un parque cuando Isabel alimentaba unas palomas. A él le pareció el compendio de la feminidad. Tenía unos ojos hermosos, entre soñadores y tristes. Su pelo le caía sobre los hombros como una cascada, despidiendo un olor a hierba, a bosque. Después se enteró de que le faltaban unos meses para cumplir 21 años.

El día en que la presentó a su familia, ella jugó con sus sobrinos: los correteaba por la casa hasta que atrapaba uno y lo hacía desternillarse de la risa con sus cosquillas. Todos estuvieron de acuerdo en que, además de bella, era tierna y graciosa.

El matrimonio tuvo lugar cuatro meses después y ese mismo día sucedió el primer episodio.

Ignacio recibió una llamada agitada de su madre, que acompañaba a la novia durante los preparativos:

—No me permite que la ayude —le dijo—, se quedó sentada toda la tarde. Creo que debes venir a verla.

Ignacio no quiso sacar conclusiones. A la hora señalada, vestido con un terno impecable, partió a la iglesia. Una corriente extraña y dolorosa lo recorrió cuando la vio entrar afirmada del brazo de su padre; parecía una inválida.

II

El joven era el retrato vivo de su madre: alto, delgado, de mirada clara. Su adolescencia no fue fácil, pero tampoco fue un tiempo perdido: en esa época descubrió su aptitud para los deportes. Lo que afianzó su seguridad, permitiéndole ser audaz sin sentirse culpable. Estudió Finanzas y al término de la carrera disfrutó de un año sabático, viajando de un lugar a otro del país. Pronto cumpliría un año en su empleo. A sus 27 sentía curiosidad por su destino.

Postergaron algunos meses la luna de miel, para cuando Ignacio pudiera ausentarse sin problemas de su trabajo.

Su primera noche como recién casados la pasaron en un hotel. Hasta entonces no habían tenido intimidad, incluso la resistencia de ella impulsó a Ignacio a pedirle precipitadamente su mano.

Aquella noche nada lo hizo comprender la fatalidad… O quizás sí: una cierta frialdad o ausencia de sentimientos. Pero lo atribuyó a la inexperiencia de ella y al escaso conocimiento entre ambos.

Las semanas siguientes se convertirían en la antesala.

Se mudaron a una casa grande, con un patio y jardín. Ignacio quería vivir en un lugar como el de su infancia, pero ahora adulto y con su propia familia. No dio resultado. Una tarde se encerró en el baño, empapó una toalla con agua fría y se la pasó por el cuello y la cara. Se sentía afiebrado, embargado por una enorme soledad y falta de sustento en todo lo que emprendía con Isabel.

El último día libre antes de volver al trabajo, Ignacio aceptó ir al «homenaje a la pareja de recién casados» que les organizó su hermana. Su mujer se puso un vestido amarillo, se veía frágil y retraída, pero asimismo bella.

Durante la reunión, a la distancia, la observó mientras conversaba con los invitados. Le pareció natural y desenvuelta. Y recobró su valor que creía perdido.

III

El lunes temprano, Ignacio partió a su empleo e Isabel se aprestó a desempeñar su papel de dueña casa. Lo primero en su lista era recibir unos muebles pendientes desde la boda: un refrigerador, un sofá y un ropero de dos cuerpos, regalos de los padres del novio.

A las cinco de la tarde, el flamante esposo salió de su oficina. Pensó en Isabel con optimismo, imaginándola radiante, llena de ideas para el futuro, deseosa de que volviese a casa.

Pero cuando llegó no pudo abrir la puerta; algo la bloqueaba. Se desesperó, hasta le dio unas patadas. No había pensamientos en su cabeza, sólo una angustia profunda.

De pronto, la puerta cedió un poco y pudo introducir su delgado cuerpo. Descubrió que el sofá, todavía embalado, impedía el paso. Tras desplazarlo como pudo, vio el refrigerador abierto el centro de la sala y más allá el enorme ropero. ¿Su esposa no les había dicho a los cargadores que lo dejasen en el segundo piso? ¿Ahora qué harían con el mueble allí abajo?

Estas y otras preguntas pasaron por su cabeza, mientras avanzaba hacia el ropero como si fuera a increparlo.

En el camino lo detuvo una patética visión: dentro del refrigerador estaban todas sus camisas, pantalones, corbatas. Incrédulo, revisó los compartimientos y comprobó que estaban repletos de sus prendas menores.

Se precipitó al jardín y allí encontró a Isabel, dándole migas de pan a unas palomas.

—¡Qué haces! —gritó, pero su exclamación se perdió en el revoloteo.

Isabel, asustada, se volvió empuñando las manos para ocultar la comida de los pájaros.

—No te enojes —balbuceó—, sólo salí a tomar aire. Hoy me sentí confundida, pero ya estoy mejor. ¿Quieres que me cambie de ropa?

Ignacio intuyó la verdad y no supo qué decir.

Tomó a la chica del brazo y la llevó al interior de la casa, deteniéndose frente al refrigerador abierto.

«¡Mira!», le dijo con un gesto. Ella bajó la mirada, como si se tratara de algo impúdico. Ignacio quiso decirle: «¿por qué guardaste mi ropa allí?, ¿estás loca?», pero de su boca no salió nada. Había perdido el habla.

Fue ella la que rompió el silencio:

—Esos hombres tuvieron la culpa. «¿Dónde ponemos estos muebles?», dijeron. «Qué quiere que hagamos con estas cosas? ¡Señora! ¡Señora!» … Me hicieron sentir tan confundida.

Y llorando se arrojó a sus brazos.

Ignacio sintió el calor de sus lágrimas en su cuello. Necesitaba ese gesto de dolor de ella, que pidiera perdón y comprendiese su culpa.

«No todo está perdido —se dijo, al abrazarla—. Es una muchacha sensible, educada por unos padres estrechos de mente, que no la supieron preparar para la vida».

Y así, poco a poco, logró mirarle el rostro. A cara rostro que un día lo enamoró por completo, obligándolo a hacerla suya. «Mi hermosa Isabel…», pensó. Besó sus ojos empapados, luego sus labios entreabiertos. Acarició sus mejillas, su cuello, su cuerpo ligero…

Necesitaba creer que había una salida.

IV

Aquel mediodía, cuando tocó el timbre de los padres de Isabel, la llevaba fuertemente del brazo, mientras la chica le decía:

—Por favor, no me devuelvas, ¡no lo hagas!

Tras un instante de espera y forcejeo, se abrió la puerta asomándose el padre. Ignacio cayó en la cuenta de que nunca había hablado con ese hombrecillo: la madre siempre llevó la voz activa. Por eso dudó en cómo abordarlo.

El padre, sin dar muestras de nada, volvió a entrar a la casa. Ignacio lo siguió con la chica pegada a su lado.

Lo observó avanzar hasta el fondo del living y tomar asiento. «En ese sillón estaba antes de abrirnos», pensó Ignacio, y ratificó su pensamiento por un puzle desparramado en la mesita de centro.

El viejo dio un grito:

—¡Madre, la hija está aquí!

Era una casa de un piso. Ignacio dirigió la mirada hacia el pasillo de los dormitorios y de una de las habitaciones vio asomarse la figura inconfundible de la madre. Se le hizo patente la repugnancia que siempre sintió por ella.

Era una mujer regordeta, calzada con unos tacones demasiado pequeños para equilibrar su figura. Vestía un traje azul, ajustado y chillón. Unas absurdas perlas le rodeaban la garganta, hasta casi estrangularla.

Ignacio recordó a su propia madre y su hermana. Comparada con ellas, esa mujer parecía una burla. No se había preparado para un encuentro así.

Retrocedió unos pasos, jalonando a Isabel del brazo. Había imaginado muchas veces ese momento, desde el día en que asumió el mal que aquejaba a su esposa.

—Estás loca —le había dicho— y tus padres lo sabían. Me lo ocultaron para que me hiciera cargo de ti.

Volvió de sus recuerdos y cuando la madre llegó junto a su marido en la sala, fue decididamente hacia ellos, indicándoles la joven.

—Usted la quiso —dijo la vieja—, tengo claro en mi memoria el día en que vino a pedir permiso para pololear con ella. Nosotros dimos nuestro consentimiento, a pesar de que era una niña sin experiencia.

—Pero… ¡está loca! —gritó Ignacio, y la joven aprovechó de zafarse de la mano que la oprimía y luego se escondió bajo la mesa del comedor.

—No sea así, muchacho, ahora me dirá que ya se aburrió de ella —rio la madre.

Ignacio vio reptar a Isabel hasta las piernas de su padre. El viejo y la madre no le pedían explicaciones a ella. Esto lo convenció de que los ancianos le tendieron una trampa.

—¡No puede ser! —exclamó— Ustedes me engañaron, lo hicieron para deshacerse de ella.

—Mamá —le oyó decir al hombre insignificante—, cuéntale que tiene períodos buenos. Es una buena niña.

—Así es, Ignacio —habló la madre—, hay épocas en que es hermosa como una azucena. Ya verá cómo se acostumbra.

El joven dio unos pasos hacia atrás y los observó: a la mujer absurda, al hombrecillo que ni una sola vez le había dirigido la palabra y a ella. Isabel parecía un animalito entrenado para hacer unas piruetas y luego descansar en una jaula.

La mujer repugnante se le acercó y lo cogió del brazo, sobresaltándolo.

—Tranquilo, muchacho, déjela con nosotros un tiempo. ¿No ve lo tranquila que está aquí en su casa? —dijo, al tiempo que lo conducía a la puerta de salida.

—Pero debe venir a verla de vez en cuando —continuó—, nunca se olvide de que es su esposa.

Una vez en la calle, Ignacio quedó deslumbrado por el sol. Avanzó decidido a no volver la vista atrás. Sólo caminó y caminó.

—¡Pronto iremos a visitarlo! —escuchó a la vieja a lo lejos.

Trató de hacer memoria de cuándo fue la última vez que lloró, mientras lo asaltaban las emociones.

***

Patricia Badilla Díaz es escritora y profesora de Filosofía con estudios en la Universidad de Chile, la Universidad de Santiago y la Universidad Andrés Bello.