Por Miguel de Loyola
“La literatura es lo más importante del mundo” le oí decir a Mario Vargas Llosa más de alguna vez. La frase no se me olvida, ronda por el serpentín de mi memoria de tanto en tanto. Su clara convicción al respecto, era entonces y es todavía la de tantos entregados a la causa de las Letras.
Entre éstos, los dos escritores celebrados hoy: Antonio Avaria y Jorge Teillier, coautores de un proyecto literario cuyos ecos y repiques resuenan todavía, a cuarenta años de los hechos.
Pero no estamos aquí para hacer la apología de sus vidas, las cuales, bien sabemos, fueron del todo consecuentes con aquella premisa verbalizada por el escritor peruano en aquellos míticos congresos de escritores en Concepción, convocados por un visionario Gonzalo Rojas, sino para celebrar un hecho puntual y concreto, producto de la lucidez intelectual de dos amigos reunidos para dar vida a un proyecto común, como lo fue la creación de la revista literaria Árbol de Letras. Una revista ampliamente conocida por los intelectuales pertenecientes a su misma generación, por académicos y alumnos de las carreras de literatura, y la cual vemos emerger otra vez, compiladas ahora en un libro, gracias a la iniciativa llevada a cabo por Julián Avaria y Jacinto Bustos.
Sabemos que las revistas literarias representan el espíritu de una época, que suelen ser lugar de encuentro, termómetro y pluviómetro acusador del clima intelectual, semáforos en rojo, incubadoras de sueños, transmisoras de los mismos, cajas de resonancia de una generación, documentos culturales en definitiva para abrir el diálogo indispensable de la discusión artística. Lamentablemente, y casi siempre por falta de financiamiento, las revistas literarias suelen ser de corta vida, las más, perecen de muerte súbita, de inanición en la mayoría de los casos. Tal es también la suerte de Árbol de Letras, cuya edición, no obstante, alcanzó nada menos los once números, desde diciembre del año 67 hasta octubre del 68, superando en longevidad a muchas otras de su misma naturaleza. Hay algunas que sólo consiguen editar uno o dos números.
Sabemos también que la revistas literarias suelen ser herramientas de la vanguardia, toda vez que se atreven a emitir juicios de valor y de compromiso con una causa nueva. Su ser esencial responde también a la necesidad histórica de imprimir en papel aquello que ronda en el ambiente. Así, gracias a una pétrea fidelidad consigo mismas, terminan siendo los mejores testigos oculares de una época, facultadas para transformarse en documentos históricos de gran valía, en archivos indispensables para las nuevas generaciones que vienen avanzando -o retrocediendo- con nuevas, o con las mismas inquietudes de sus antecesores, transformándose en documentos magníficos, no sólo para mirar el pasado, sino también el presente, desde esa profunda perspectiva brindada por el catalejo del tiempo.
Recordemos que por esos mismos años del nacimiento de Árbol de Letras, hubo en Chile una verdadera proliferación de revistas literarias: Orfeo (1963), Ancora (1965), Litoral (1966), Carta de poesía (1967), Trilce (1968), Cormorán (1969). La lista podría ser más larga para certificar el auge y preocupación existente en el país por los asuntos literarios. Podríamos preguntarnos hoy cuán lejos está la literatura de concitar un interés semejante en nuestro medio, a pesar del impulso publicitario dado por la Industria del Libro con su imperativo de vender por sobre cualquier otro interés en el asunto. Podríamos preguntarnos cuál fue el destino de las imprentas que producían dichas revistas, recordar a las grandes personalidades que habían detrás de ellas operando sus máquinas, como el propio Manuel Rojas, por ejemplo, y una larga lista de obreros anarquistas interesados en hacer cultura.
Podríamos preguntarnos que ha pasado con nuestros intelectuales que no han podido concretar proyectos semejantes. En una sociedad bastante más próspera, parece inconcebible la inexistencia de tales documentos creativos. Podríamos citar un párrafo de Liquidación, novela del premio Nóbel húngaro Irme Kertesz, para quedar petrificados ante la siguiente proposición del protagonista: “El apoyo estatal a la literatura es la forma estatalmente encubierta de la liquidación estatal de la literatura.” Podríamos salir en busca de posibles culpables, como sin duda se ha hecho, pero eso no garantiza la carencia de medios de comunicación de esta naturaleza, ni la falta de iniciativa para llevarlos a cabo en la actualidad.
Hoy basta una ojeada a los titulares de Árbol de Letras para despertar nuestro asombro frente a los temas abordados, los textos de creación publicados, las entrevistas de primera mano hechas a Luis Oyarzún, Salvador Reyes, Carlos Droguet, Joaquín Edwards Bello, Manuel Rojas, Francisco Coloane, Jorge Edwards, Nicanor Parra, Pablo de Rokha, Braulio Arenas, José Lezama Lima. Incluso causa asombro el aviso económico de Lan, inserto en páginas de literatura. La visita del poeta argentino Horacio Salas en busca de los pasos de Neruda, Nicanor y Teillier. El comentario de José María Arguedas relativo a ciertas expresiones de Julio Cortázar. La acusación y defensa de Heberto Padilla. La elegía de Neruda a Oliverio Girando, muchos antes de que apareciera en su libro Fin del mundo,
Bastaría nominar uno que otro hito histórico de la época para seguir asombrándonos de la libertad ganada por el hombre durante esos años:
-Promulgación de la Ley que da marco legal a la chilenización del cobre, (N°16.425)
-Promulgación de la ley de sindicalización campesina (29 de abril 1967)
-Promulgación de la ley de la reforma agraria (1968)
-Toma de Universidad Católica.
Bastaría comparar el hoy con ese ayer para seguir asombrándonos frente a la osadía del hombre de mediados de siglo XX, en su incesante búsqueda de justicia y libertad, bastaría con leer un poema, un cuento, una novela para darse cuenta cuán preocupado estaban entonces los intelectuales por el hombre. Por esos mismos años, Enrique Lihn obtiene el premio Casa de las Américas por Poesía de paso (1966), Alfonso Reyes gana el Premio Nacional de literatura (1967) , Antonio Skármeta publica El entusiamo (1967), el Festival de Cine de Viña del Mar marca el inicio del Nuevo Cine chileno; Roque Esteban Scarpa es nombrado director de DIBAM, Raúl Ruiz estrena Tres tristes tigres ( 1968), Cedomil Goich publica La novela chilena: los mitos degradados (1968), Jorge Guzmán publica la novela Job-Boj, Nicanor Parra recibe el Premio nacional de Literatura y publica Obra Gruesa (1969) Es una cadena de acontecimientos que van generando un clima propicio para el auge de las artes. Estamos además en una época de gesta del que será llamado Boom latinoamerico.
Bastaría comparar la tecnología de ayer con la actual para continuar con nuestra sorpresa frente a la fuerza de una generación que lo hizo todo a pulso, movida por esa vehemencia imperativa de quien cree, y lucha por su causa. Pensemos nada más en las imprentas, pensemos nada más en las máquinas de escribir, donde apenas se podía corregir un texto, pensemos en cuanto ha avanzado el mundo hoy en materia de comunicaciones. Y, sin embargo, pese al desarrollo sobrenatural alcanzado en tecnología, hoy existen menos, o sencillamente no hay revistas literarias importantes en Chile. Si las hay, apenas se dejan oír, o están supeditadas a pequeñas cofradías, sociedades anónimas, corporaciones, grupúsculos en definitiva, y en ningún caso constituyen el sentir de una época, como lo consigue Árbol de letras. El pluralismo de sus artículos, principio medular ante cualquier intento de abordar el arte y la literatura, crea el clima propicio para la discusión. Asunto indispensable para el desarrollo de cualquier arte. Además, permite al lector penetrar desde distintas aristas la corteza de aquellos años de revolución intelectual, social y política vividos no sólo en el país, sino en América. No voy a detallar ese panorama intelectual por todos conocidos, pero resulta inevitable señalar la importancia que tuvo la revolución cubana en los intelectuales del mundo entero. La influencia de los escritores cubanos está latente en estas páginas, en su intento de apertura hacia todas las latitudes del continente.
Antonio Avaria y Jorge Teillier se hicieron cargo de la premisa de Carlos Fuentes, quien –recordemos- sostuvo por esos años: “La palabra es la fuente de todo cambio.” Esta convicción tal vez explica mejor la enunciación de Vargas Llosa, citada al comienzo de este artículo. Sin duda Avaria y Teillier fueron intelectuales adelantados. Capaces de canalizar las voces emergentes, de abrir caminos, tender puentes. Grandes conversadores ambos, se dieron tiempo y espacio también para conversar con los más grandes escritores de su época, para leer sus obras emergentes o consagradas. Por algo el poeta Armando Uribe despide a Avaria en su tumba (2006) con una frase que define el rasgo fundamental de su personalidad: “el interlocutor perpetuo”. Teillier a su vez, poseía rasgos semejantes, y sabemos que mantuvo los diálogos con sus amigos hasta sus últimos días.
¿Quien podría poner en duda la importancia de Árbol de Letras para historia de la literatura chilena? Por eso, en buena hora celebramos aquí la reedición de sus números en un solo libro, y que sirva de ejemplo para las nuevas generaciones. ¡Salud!
Miguel de Loyola – 5 de diciembre de 2008 – Biblioteca Nacional – Sala Ercilla.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…