Por Jordi Soler
Antonin Artaud llegó a Irlanda en el año de 1937. El poeta francés llevaba el proyecto de conocer Tara, ese territorio sagrado de los celtas por donde pasa la parte sustancial de la mitología de la isla.
Atracó en el puerto de Dublín, brincó a tierra e improvisó una ruta dubitativa y llena de meandros que terminó en O’Conell Street, la calle más concurrida de la ciudad. Con un inglés que apenas se distinguía del francés, convenció a un muchacho vendedor de turba de que lo llevara a Tara, “a la montaña donde seguía palpitando el corazón del último High King of Eire”. Esto último lo había dicho con una ristra de gestos y ademanes que habían dejado al muchacho desarmado, a merced de ese hombre excéntrico que tenía “un extraño resplandor”. La turba, esa impúdica traducción de la palabra turf, es un combustible de fósil vegetal que hasta hoy se usa en algunas zonas de la isla, se vende en lingotes oscuros en los supermercados o en las estaciones de gasolina y se pone en la chimenea o en la estufa como si fuera un montón de leños. Su combustión produce un olor pariente del petróleo que distingue al país desde los remotos tiempos de Cúchulainn, aquel niño guerrero del Ulster que por cierto también obsesionaba al poeta francés. Artaud se acomodó entre los lingotes de turba, en la parte de atrás del carro que tiraba un caballo y el vendedor, que providencialmente era un poeta en ciernes, enfiló rumbo al terruño del High King efectuando, eso sí, algunas paradas estratégicas para colocar parte de su mercancía y, según recuerda el muchacho que hoy es un famoso poeta de noventa y tantos años, Artaud se mostraba muy cooperativo y servicial, y cada vez que el carro se detenía “salía de su somnolencia”, brincaba a tierra y ayudaba en la faena cargando un montón de lingotes, “sin soltar ni por un momento su bastón”, dice el poeta Brian O’Brian, que no ha olvidado ni un detalle de aquellos días, porque su pasajero era un espectáculo y, más que nada, porque era un poeta francés y él, desde la vida campesina que llevaba entonces, lo miraba como a una criatura mitológica. Antes de dejar Dublín vendieron turba en Clontarf y en Santry y después enfilaron el carro hacia Kilballaghan, donde Brian O’Brian calculaba que podían vender otros lingotes. Saliendo de la ciudad se despejó el cielo y durante cuarenta minutos viajaron al rayo del sol, un sol de primavera que, aunque era tímido, conseguía sacarle al campo vapores húmedos y un brillo de otro mundo. El poeta francés iba extasiado a su manera, sin abandonar “su honda somnolencia”, his profund drowsiness dice textualmente O’Brian; era el preámbulo, la pausa somnolente antes de empezar una tormenta letánica que fue ganando volumen, verso tras verso, y que hizo a O’Brian soltar las riendas y voltear desconcertado a mirar a su pasajero que iba viendo hacia atrás, sentado al final del carro con las piernas colgando, diciéndole cosas al campo, a la humedad vaporizada, a esa cúpula que era de un azul furioso donde no había ni rastro ni memoria de las nubes. En cuanto el poeta sintió que el caballo se detenía, porque O’Brian había dejado las riendas al garete, interrumpió su letanía y volteó para indicar, con un aspaviento colérico y una frase ininteligible, que el viaje debía seguir su curso y así, verso a verso y bajo la conducción firme y continuada de aquel muchacho irlandés, que como he dicho era poeta en ciernes y poseía una hectárea de turba en las montañas de Wicklow, llegaron a Kilballaghan ya sin cúpula azul encima, bajo un cielo nublado y parduzco que había hecho descender media docena de grados la temperatura. Con las nubes Artaud había recuperado su honda somnolencia y otra vez yacía en silencio, y a medio dormir, encima de los lingotes de turba y otra vez, en cuanto sintió que el carro se detenía, brincó a tierra para ayudar a O’Brian a cargar los montones que pretendía vender. Antes de reemprender el camino hacia Garristown, el poeta sugirió que bebieran algo en el pub local, para descansar y calentarse un poco; Artaud pidió ajenjo pero tuvo que conformarse con lo que había, pintas de cerveza oscura y tragos de poitín, el aguardiente de patata con el que los irlandeses, luego de cierta cantidad, oyen respirar al campo. A Garristown llegaron de noche cerrada y ahí O’Brian sugirió, porque no veía el camino y porque una llovizna pertinaz comenzaba a incomodarlos, que se refugiaran hasta el amanecer en un hostal que les salió al paso y donde, a cambio de un montón de lingotes, les dieron un caldo espeso y un par de mantas para que se echaran junto al fuego. Mientras lograba conciliar el sueño, Brian O’Brian advirtió que el poeta no soltaba su bastón ni cuando dormía.
A la mañana siguiente, cuando O’Brian abrió los ojos, vio que el poeta no estaba en su sitio; el dueño del hostal le dijo que andaría por ahí explorando el campo, quizá de juerga, porque muy temprano había encontrado que le faltaba una botella de poitín y que alguien había dejado la puerta completamente abierta. Luego de disculparse por la conducta de su pasajero, y de agregar otro montón de turba para cubrir los gastos de la botella, O’Brian experimentó algo parecido al alivio, el poeta francés empezaba a ponerlo nervioso y además lo había inducido a seguir una ruta que estaba fuera de sus planes, así que concluyó, de manera fugaz y precipitada, que lo mejor era aprovechar la coyuntura y dejarlo ahí, en todo caso no era difícil encontrar a otro que quisiera llevarlo a donde iba; aunque mientras le daba pastura y agua al caballo, pensó en su “extraño resplandor” y en lo mucho que se había conmovido cuando Artaud gritaba sus versos al campo y él dejaba las riendas al garete, “las riendas de mi vida de vendedor de turba, ni más menos”, dice O’Brian. “En ese momento vi cómo cambiaba mi vida y de ese instante recuerdo, porque se me quedó grabado con una firmeza sintomática, la lluvia fina, las vaharadas de alfalfa mojada y el ruido tumultuoso que hacía el hocico del caballo dentro del cubo del agua”, recuerda O’Brian, y sin más remedio que hacer caso de lo que estaba viendo, se fue a buscar a ese hombre que era lo más importante que había sucedido en su vida campesina. La verdad es que la vida de O’Brian no era entonces muy interesante, hacía cinco años que había heredado de su padre la hectárea en Wicklow, no tenía mujer ni amigos y llevaba una vida plomiza de turba todo el día y media docena de pintas en el pub antes de echarse a dormir. O’Brian no tardó mucho en dar con Artaud, estaba sentado en el centro de un rebaño de ovejas con la manta echada sobre los hombros y la botella de poitín entre las piernas, una estampa que dejó a O’Brian perturbado y completamente seguro de que la decisión de dejarse llevar por el poeta había sido la correcta, y más todavía cuando se acercó y oyó que algo decía, algo en francés que no entendía pero que, asegura y en este punto no admite ningún cuestionamiento, “tenía a las ovejas absortas a su alrededor”. Artaud interrumpió lo que decía cuando sintió que alguien lo observaba, volteó y se encontró de golpe con la cara de O’Brian al tiempo que las ovejas, sacadas súbitamente de su concentración, comenzaban a desperdigarse. “On y va?”, dice O’Brian que dijo Artaud, aunque lo cierto es que se trata de una reconstrucción, la conveniente reconstrucción propia de un hombre que hoy es poeta laureado y que antes, cuando era un plomizo vendedor de turba, ni hablaba ni entendía el francés. El caso es que subieron al carro y, bastante humedecidos por la llovizna, avanzaron rumbo a Ardcath, donde según los cálculos de O’Brian podrían vender otros montones de turba. El poeta iba en su lugar de costumbre, pasaba de su postura somnolente encima de los lingotes, a esa extraña animación poética que le brotaba de repente. No soltaba ni su bastón ni su botella de poitín y su traje negro, y su camisa blanca, conservaban una rara entereza, inexplicable después de tanto convivir con la lluvia y el lodillo que escurría de los lingotes. En Arcadth vendieron cuatro montones y de ahí siguieron a Duleek donde no vendieron nada pero comieron un tazón de irish stew, mientras se secaban la ropa frente al fuego. Artaud, descontando unos balbuceos que había articulado en su extremo del carro, no había vuelto a hablar, se preparaba para su encuentro con la montaña sagrada, comía en silencio y con la mente puesta unos kilómetros más adelante, en los antiguos dominios de Lóegaire mac Néill, el High King que había cedido su poder a san Patricio después de contemplar su tremenda hoguera, un momento crucial aquél donde el santo imponía la fe católica a toda la isla, “el canje desastrado de la magia por la religión”, dice O’Brian que dijo Artaud en cuanto se subió al carro y decidió que era hora de abrir la boca. Hicieron el último tramo del viaje intercambiando ideas sobre los evidentes lazos que unen la escritura de un verso, con la extracción de un lingote de turba, y aquí O’Brian cita al poeta irlandés Patrick Kavanagh para ilustrar el paisaje que veían, ya sin lluvia y con un sol incipiente: the white houses on the side of the hills popped up like mushrooms in September.
The Great Irish Encyclopedia dice: “Tara. Colina de 507 pies de altura en el condado de Meath, 6 millas al SE de Navan, donde se dice que el High King de Irlanda tenía su trono”. Hasta ahí llegó el poeta Artaud, bastón en mano, con su traje y su camisa impecables, seguido muy de cerca por O’Brian, que ya para entonces le tenía esa devoción extrema que hoy confiesa y reconoce. De Brian O’Brian dice la misma enciclopedia: “poeta perteneciente a la generación de Los bardos de la pradera asfaltada, grupo ecléctico de poetas que pretendían demostrar con sus obras que la manufactura de poemas es equiparable a las faenas del campo. Nació en 1912 en el condado de Wicklow y ha publicado más de veinte libros de poesía, entre los cuales destacan Ayer sembré una flor metálica (libro emblemático de su generación y premio Common Wealth of Poetry, en 1942) y Viaje a Tara (un tour de force poético donde relata la serie de iluminaciones que convierten en poeta a un campesino, publicado en 1963 y traducido a más de catorce lenguas). Es miembro de Aosdana, ha sido condecorado con la Cruz del Mérito y con la medalla San Patricio. Vive en Dublín”.
Pero entonces Brian O’Brian era un poeta recién iluminado que vendía turba y que ascendía, a grandes zancadas detrás de Artaud, la cuesta sagrada de Tara. Aquí O’Brian vuelve a citar a Kavanagh, con una línea ligeramente salida de contexto, aunque muy precisa en su intención de ilustrar el carácter del paisaje, there´s the sun again, lifting to importance my sixteen acre farm. El sol incrementaba la importancia de aquella montaña de por sí crucial, la vocación mágica de aquel suelo podía verse, el poeta francés así lo percibía y cada tranco iba experimentando una multitud de sensaciones; el color y la respiración de la hierba, revestida por la agudeza sensorial que le había dejado el poitín, lo regresaron de golpe a las experiencias con mezcalina que acababa de tener en el país de los tarahumaras. Así llegó Artaud a la cúspide del mundo celta, jalonado por los universos precristianos de México y de Irlanda “que allí arriba eran la misma cosa”, según dice O’Brian que le dijo el poeta en cuanto lo alcanzó. Un viento helado y brutal amenazaba con barrerlos de ahí y, sin embargo, Artaud quiso sentarse a esperar a que algo pasara, lo que fuera, una señal, la consecuencia de haber irrumpido a grandes zancadas en ese territorio mágico. El sol de Kavanagh se fue y regresó la lluvia pertinaz, ahora con relámpagos, y fue en uno de éstos, que tenía longitud anormal y tonos decididamente purpurinos, donde el poeta vio que el corazón de Lóegaire mac Néill, el último de los High Kings, seguía vivo y palpitante. A esas alturas Brian O’Brian se sentía conquistado por el poeta francés, comprendía su grandeza de forma instintiva, como eso que queda claro al estar frente al mar, o al mirar la extensión enorme de la tierra desde la punta de un peñasco.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…