Por Draco Maturana

En esa isla no se recibía bien a los desconocidos porque siempre parecían sospechosos. Por eso, cuando ella dijo que debía quedarse y preguntó dónde, nadie le demostró simpatía, aunque finalmente le indicaron una casa en el extremo del pueblo donde había vivido una prostituta que se ponía junto a los caminos.

Poco después llegó él. Sin preguntar mucho se puso a construir él mismo su propia casa, y eso no fue bien visto, porque los que no pedían ayuda se alejaban de esa comunidad siempre dispuesta a participar de esas faenas y de la fiesta que habría cuando ésta terminara. No mejoró las cosas el que nunca se apareciera en los sitios en donde se reunían los demás hombres del pueblo. El cabo del retén rápidamente informó, de manera vaga, de sus malos antecedentes. Se dijo entonces que ambos habían estado en la cárcel, no se sabía claramente por qué. En todo caso, ella y él parecían criminales o extremistas peligrosos, pues cada uno debía pasar a firmar, cada día, un cuaderno al Retén.

Al principio el cabo fue muy puntilloso a este respecto: puso horarios estrictos para cada uno, los trató mal. Pero como esto se transformó en algo para él esclavizante, decidió entregar a cada uno su cuaderno y les indicó que pasaría de vez en cuando a verificar que estuvieran correctamente firmados.

Él y ella no se topaban nunca, en parte por la bruma frecuente en la isla, en donde no era raro cruzarse casi sin verse, como también, porque cada uno hizo un pequeño huerto y tuvo unos pocos animales, lo que hizo que aparecieran muy poco en el almacén del pueblo. Las esporádicas inspecciones del cabo, aumentaron las sospechas. Dijo que el arreglo de sus casas era raro: tenían libros y cuadros extraños, y también cojines en el suelo y sus camas en la cocina. Lo que debía ser el dormitorio de ella olía a aguarrás y en el de él, por la puerta entreabierta, sólo había visto un gran escritorio lleno de libros.

De ella, rápidamente se dijo que era bruja. Luego, alguien aseguró que la había visto volar, e incluso que sabía el lugar donde guardaba sus entrañas antes de emprender el vuelo. De él, poco a poco, también se pensó que era brujo. Uno de los lugareños, que lo había ayudado en la descarga de sus cosas, contó que traía unas cajas pesadas. Una de ellas que abrió en su presencia, contenía libros grandes y en idioma ilegible que, seguramente, eran de magia. Además, dijo que también había un baúl cuya tapa se rompió y pudo ver que estaba llena de instrumentos raros. Algún tiempo después se supo que ayudó, hábilmente, a alguien que encontró accidentado en los caminos por donde solía pasearse. Cuando unos pocos le pidieron consejo frente a una enfermedad, sus respuestas acertadas no dejaron grandes dudas sobre sus artes. Nadie se mezcló entonces con ellos y los evitaban cuando iban a comprar alguna pequeña cosa o al correo, en donde los dos recibían cartas con sellos extraños. Alguna vez se vieron en el almacén y el almacenero, que les tenía una vaga simpatía, dijo discretamente, a cada uno, que el otro era un personaje peligroso con el cual era mejor no meterse.

Pasaron los fríos y llegó la primavera con sus flores y su tibieza. Ella comenzó a venir con más frecuencia al pueblo y fue evidente que estaba embarazada. Nadie preguntó nada, pero los cuchicheos de rigor llevaron a la conclusión de que era también prostituta y no faltó quién aseguró haberla visto junto al camino. El pueblo se olvidó de ella, ignoró su embarazo. Si era una mala mujer nadie tenía la menor intención de ayudarla. Luego, la noticia de que vendría un cura y habría misa de navidad los ocupó y todos los comentarios se centraron en cómo adornar la iglesia, qué comida le darían al cura y cómo hacer un bello nacimiento. Cada uno sacó sus tesoros y los fue colocando como adorno para que el pesebre fuera fastuoso. Se lavó el piso de la iglesia, incluso se limpió la campana para que su sonido atravesara la isla completa.

Por fin llego el día tan esperado. Se recibió al cura con gran alboroto y todos aguardaron la noche buena y su misa del gallo como una gran fiesta. Para él la navidad se llenaba de recuerdos de infancia, de la familia que había tenido y que ahora estaba dispersa por el mundo. Solo en la isla, lejos de los suyos, le era algo muy penoso y por eso, ese día, caminó mucho más lejos y finalmente volvió, muy tarde, por el otro extremo del pueblo por donde nunca se había aventurado. Bajó casi hasta los bordes y comenzó a caminar ensimismado por la playa. Algo como un llanto apagado llamó su atención. Se detuvo y escuchó de manera más atenta: le fue claro que alguien se quejaba en forma intermitente. Los quejidos venían de una casa cerca de la playa, que era la última de ese extremo del pueblo. Él conocía esos quejidos, eran quejidos de parto. Se acercó a la casa, empujó la puerta y allí se encontró con un fuego moribundo y en la cama una mujer acostada de espaldas, sola. Ella lo miró como quien espera todo y nada. El enorme bulto sobre su cuerpo no dejaba duda. Se acercó a ella y le preguntó si estaba bien. Ella lo miró poniendo en él una esperanza más de compasión que de ayuda y con voz cansada le confesó que había estado así durante horas, que temía morir. Algo se revolvió violentamente dentro de él. Tenía estrictamente prohibido ejercer la medicina en la isla, pero debía intentar ayudar a esa mujer que sufría delante de sus ojos. Se sentó a su lado y sin mayor comentario comenzó a examinarla. A ella ya nada le importaba, igual sentía que se moría. Corrió las frazadas y dejó a la vista su vientre enorme. Le bastó palpar una vez para saber que el pequeño estaba mal puesto. Supo que así el parto sería imposible y que sin su ayuda la mujer y su hijo morirían. Sintió que era un milagro que él hubiera pasado por allí. Debía hacer algo que no había hecho nunca, una maniobra que ya no se hacía: debía girar el pequeño dentro del vientre de la madre, allí inmediatamente, sin guantes, sin ayuda, sin nada. Respiró profundo y le habló para tranquilizarla. Rogó porque lo que había visto hacer alguna vez a su viejo maestro le resultara. Con decisión introdujo su mano en la vagina, la dilatación era suficiente y logró tomar el pequeño para girarlo y ponerlo en posición correcta, luego le pidió que pujara. Con la primera gran contracción apareció en el sexo de la mujer una mancha negra. Él rogó a todos los Dioses que aquello siguiera bien. Poco a poco salió el resto de la cabeza. Lo que vino fue fácil, el pequeño cayó en sus manos justo cuando las campanas de la iglesia comenzaban a repicar. En medio de sus tañidos casi no se escuchó el primer grito. Cortó el cordón y puso al pequeño sobre el pecho de la madre. Sus propias lágrimas y la sensación de milagro, le impidieron ver el rostro de la mujer. Luego, mientras los cánticos de «gloria a Dios en las alturas» inundaban la isla, salió, lavó al pequeño en el arroyo, lo vistió y lo puso definitivamente en el regazo de su madre. Luego se sentó a su lado, le tomó la mano y juntos, como una familia, esperaron el alba.

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«Navidad en la isla» fue publicado por primera vez en la antología «Las historias que podemos contar, Volumen uno», Cuarto Propio/Últimos Tranvías, donde aparecen también cuentos de Diego Muñoz Valenzuela, Ramón Díaz Etérovic, Martín Faunes Amigo y Guido Eytel, entre otros.

Gentileza de Martín Faunes.