Por Enrique Vila-Matas
Sicilia, hacia 1980. En un catálogo de viejas fotografías de la isla un señor llamado Gesualdo Bufalino escribe un prefacio que deja boquiabierto a Leonardo Sciascia, que intuye que tiene que haber una inteligencia literaria detrás de ese breve texto.
En la isla se conocen todos y a Sciascia le extraña no haber tenido nunca noticia alguna de don Gesualdo, escritor seguramente secreto. Pregunta por él, lo localiza, y resulta ser un discreto profesor de sesenta años, natural de Comiso, que al recibir la llamada de Sciascia se pone muy nervioso y niega ser escritor, aunque acaba confesando haber traducido en cierta ocasión, por su cuenta y riesgo, las maravillosas Contrerimes, de Toulet. ¿Y eso es todo? A Sciascia le parece que esa traducción la ha colocado don Gesualdo de cortina de humo para que no intente descubrir que tiene otros escritos escondidos. De modo que insiste y, tras un tiempo de intenso acoso, el profesor se derrumba y acaba confesando que tiene escrita desde hace diez años una novela titulada Diceria dell’untore (Perorata del apestado).
Le puede prestar el manuscrito, dice don Gesualdo, pero desaconseja por completo su publicación. Y a la pregunta de Sciascia de por qué tantos secretos y problemas, dice que considera que existen escrituras morales que se deben hacer públicas, pero que ése no es precisamente el caso de su Perorata, novela que le parece simplemente una operación de baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre sí mismo, destinada, por tanto, a una utilización estrictamente privada. Asegura además el profesor Bufalino sufrir lo público como si fuera un baldón, un sentirse «tan desnudo y humillado como si estuviera delante de una uniformada comisión médica militar». Y a todos esos penares les da el nombre de síndrome de Wakefield, tomado de aquel personaje de Hawthorne que abandonó su propia casa para irse a vivir a la de enfrente y espiar desde allí -invisible y cabe suponer que dichoso- la vida de su propio hogar. A ese síndrome de Wakefield, dice don Gesualdo, habría que añadirle un completo rechazo del sentimiento de protagonismo y una gran pasión por perder siempre en todo. Hasta en el ajedrez -al que ha jugado desde niño- prefiere adscribirse al llamado juego del autómata, que consiste en obligar al contrincante a vencer a pesar suyo.
En los siguientes días, Bufalino se dedicará a seguir revelándose como un gran raro ante su descubridor siciliano. Le gusta extraordinariamente, le dice, la cultura francesa. Nada de particular, si no fuera porque explica que durante muchos años la boina de Michèle Morgan y las medias de Arletty y, sobre todo, Louis Jouvet recitando Verlaine mientras lo arrestan («dans le vieux parc solitaire et glacé») le parecieron el máximo de cualquier sensación artística. ¿Ironiza? Todo lo contrario. Se diría incluso que su estética procede del viejo parque solitario y glacial.
Recuerdo haber leído Perorata hacia 1983, en Mallorca, en una casa junto a un parque que no tenía, por cierto, nada de glacial. La leí en un verano muy caluroso y en la histórica primera edición de Anagrama, en la valiosa traducción de Joaquim Jordà, que debió de luchar a fondo con las dificultades de trasladar al castellano el brillante estilo barroco del autor; un estilo que da tenso cobijo a una historia de fragilidad, enfermedad, delirio y muerte: «Sólo por esto yo me había salvado de la guadaña: para prestar testimonio, cuando no delación, de una retórica y de una piedad. Aunque ya supiera entonces que preferiría permanecer callado y llevar a lo largo de los años mi perorata al seguro debajo de la lengua, como un óvulo de reserva…».
Esta historia de fragilidad y miseria mortal surge de la experiencia autobiográfica de Bufalino en un sanatorio de Palermo en los años cuarenta, después de la guerra, cuando la tuberculosis mataba como en el siglo XIX. Es cierto que Thomas Mann había tratado el tema, pero la experiencia vital de Bufalino fue radicalmente distinta. Destaca en el libro la paradójica exuberancia de la voz terminal que narra y la emocionada inteligencia con la que son tratadas la degradación de la vida y de la historia, la curación vivida como culpa y deserción, y el mundo visto como un sanatorio que sería tanto un lugar de amparo y de hechizo como el eco siniestro de la desdicha más infinita.
Hoy, pensando en esa retórica terminal y en la cuestión de las «máximas sensaciones artísticas» sobre las que sin un ápice de ironía peroraba Bufalino, me pregunto si no será una de esas máximas sensaciones extremas -en concreto la más escondida de todas- la que creí encontrar en su día y he vuelto a reencontrar en Perorata: esa impresión aciaga que se halla dentro de la historia misma de fatalidad que cuenta el libro y que se diría emparentada de fondo con aquello que le manifestara don Gesualdo a Sciascia cuando éste iba ya a publicar la novela: el presentimiento de que su destino de escritor «contenía las extrañas simientes de una siniestra aventura».
«Señor Bufalino», le respondió Sciascia, «tengo que decirle que después de haber publicado una veintena de libros y de haber alcanzado un cierto éxito y notoriedad, mi experiencia confirma su presentimiento: se trata de una aventura realmente siniestra».
Nada que añadir, salvo que nada más cierto que la afirmación de Sciascia. En mi relectura de Perorata he vuelto a merodear por la sensación extrema de ese presentimiento que, como si fuera el paisaje de fondo de toda incursión en lo público, se percibe extrañamente oculto entre las páginas del libro. Y he confirmado que han pasado los años y, como diría el poeta, la verdad desagradable sigue asomando: la literatura es una sinfonía de cuervos, hoy perdidos en el mafioso centro de la selva fúnebre de su industria. Con tal estado de cosas, nada tan comprensible como un escritor de gran talento anunciando la semana pasada que se va: «Fui atrapado por todo este engranaje editorial, por todo este mundo que no podía imaginar cuando publiqué mi primer libro».
La reciente decisión de Lobo Antunes me recordó el día en que Bufalino, tras haber publicado varios libros después de Perorata, decidió regresar al silencio y habló del paisanaje cargante que había visto circular por la pista de su aventura siniestra. «No quiero seguir entre esos miserables, esa gente es terrible», afirmó después de que se armara en Italia un ingrato conflicto por un premio que le había sido otorgado. Para entonces, el panorama para Bufalino se hallaba ya saturado de resentidos o de simples estúpidos. Y aquélla fue la gota que desbordó su paciente vaso. «No debí nunca acceder a publicar», debió de pensar el escritor. Y su decisión de apartarse fue el comienzo de «una vida desnuda, un círculo de días previstos, ya para siempre a las puertas de la noche», pero también el sabio retorno a una escritura en sigilo, y en el fondo el regreso a una vida mucho mejor. Si venía de convivir con un orfeón de cuervos, ahora al menos recuperaba el encanto de las mañanas. Volvían las rosas, el café, el sol, la ventana abierta, el sueño de no haber publicado nunca, la alegría del inédito.
En: Babelia.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…