Una mañana con Juan Marsé, Premio Cervantes 2009

Por Andrea Jeftanovich

Juan Marsé no sabía cuando se vino a refugiar a la residencia de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá de Henares–unos minutos antes del inicio de la ceremonia del XXXIV Premio Cervantes, que se iba a encontrar con tres de los autores latinoamericanos, Giovanna Rivero de Bolivia, Juan Terranova de Argentina y yo, quienes estábamos haciendo una residencia literaria al alero de Festival de la Palabra.

No venía a vernos, claro está; necesitaba algo de paz entre el barullo de la seguridad del evento (Reyes y Presidente Zapatero mediante). Lo acompañaba la vicerrectora de Relaciones Internacionales y Extensión Universitaria, la magnífica Pepa del Toro. Marsé entró intimidado, comentando lo molesto que le resultaba el chaleco del frac, ocupó una mesa del despoblado café universitario y pidió un whisky frente a nosotros, que lo mirábamos atónitos e intentábamos articular alguna pregunta adecuada para la ocasión. Y eso fue lo mejor, ser testigos y compartir el nerviosismo de este gran escritor que había tenido una hemorragia nasal durante la noche y le preocupaba tener un accidente mientras leyera el discurso (“Si eso ocurre diré que con sangre la letra entra”). El chaval de los barrios antiguos de Barcelona sacó un pastillero y le preguntó como un niño a la vicerrectora, bioquímica de profesión, si tomaba un tranquilizante de 0.25 o de 0.5. Le hicimos algunas preguntas que respondió ameno, con ideas entrecortadas buscando la contención en su hija Berta, también escritora, que andaba por ahí. Me resultó enternecedora su vulnerabilidad. Se tomó la dosis más fuerte con un sorbo de Ballentine´s y le pidió a Pepa, ya a esas alturas su hada madrina, que si desvariaba en el discurso y comenzaba a hablar del Barça le hiciera una seña. Llegó la hora y salimos escoltando al nuevo Cervantes burlando la vigilancia que no descubriría nuestra falta de invitación oficial.

Marsé indiscutiblemente no desvarió, subió impecable al pódium y leyó un hermoso discurso en el Paraninfo, un salón majestuoso atestado de elegantes personas y autoridades universitarias vestidas en coloridas togas medievales que contrastaban con la modernidad de las pantallas, micrófonos y flashes de los medios de comunicación. Pero toda solemnidad se “humanizó” cuando el galardonado confesó: “Me da apuro hablar en público” y “Yo nunca me vi donde ustedes me ven ahora”. Pero yo también miraba esta ceremonia desde un lugar que no imaginé ocupar, como espectadora clandestina en el palco de un edificio universitario patrimonio de la Humanidad, donde residía desde hacía unos días, en un programa de escritores residentes en la Universidad que apostaba por jóvenes autores latinoamericanos. Comencé a tomar apuntes y un generoso periodista me ofreció si quería leer con él el texto del discurso que había sido distribuido. Miré un par de líneas y me di cuenta que no quería seguir el discurso, sino crear en mi mente una disertación a dos bandas, donde por un lado estaba Marsé en vivo y en directo, y, por otro el vendaval de imágenes que me causó la lectura de Si te dicen que caí, su emblemática novela de posguerra escrita en 1976. Miraba de frente al creador de ese grupo de niños que hablaban de su perturbada infancia por medio de un divertimento llamado las aventis (“un juego bonito y barato que sin duda propició en el barrio de la escasez de juguetes, pero que era también un reflejo de la memoria del desastre, un eco apagado del fragor de la batalla”) y que habían perdido sus nombres para moverse amparados en curiosos apodos (Java, La Fueguiña, el Tetas, Sarnita, Flecha Negra) para luego torturarse y prostituirse traficando historietas, aventuras y cuerpos, y sobrevivir en medio de una sociedad adulta perdida en el odio fratricida que los había dejado huérfanos. En esos juegos los personajes ensayaban la memoria de horror, una memoria que he leído atentamente en otros relatos que desde una perspectiva infantil se han referido a otros conflictos bélicos –pienso en novelas como el El Tambor de Hojalata de Gunter Grass, El Gran Cuaderno de Agotha Kristoff, El sótano de Thomas Benhard, Tierras Bajas de Herta Müller, por nombrar algunas–. Me interesan esos pequeños protagonistas, provocadores y crueles que se constituyen como sujetos en la deshumanización que les ha tocado vivir, y ejecutan acciones y hacen observaciones que llegan a dar náuseas y otorgan sentido universal a esos versos de Machado que Marsé dijo tener en mente durante la escritura de su novela: “En los labios niños/las canciones llevan/ confusa la historia/ y clara la pena”. Pero el verso toma sentido en otro ámbito  para mí, pienso que eso está en la pulsión del acto creativo: una vaga fábula que nace de una precisa angustia. Marsé sigue al frente, leyendo su discurso en el que urde muchos hilos, entre ellos repasa sus inicios de joyero aprendiz, oficio que ejerció desde los trece a los veintisiete años y que confiesa lo salvó de una aburrida experiencia escolar; habla de su formación autodidacta de lecturas azarosas y de un Quijote leído a plazos. Pocos libros, y libros que se queman por seguridad en la época de Franco (“la fogata en medio del pequeño jardín, los libros abriéndose al calor como flores rojas, las páginas desprendidas arrugándose y bailando sobre la cresta de las llamas, revoloteando como grandes mariposas grandes”). Mucha vida callejera en su Barcelona de siempre, tardes de cine gracias a un padre desratizador (“Fui gratis a las funciones porque mi padre era amigo de los porteros de la ciudad”).

No siempre me gusta conocer a los autores, a veces es una decepción, pero en este caso me complace la ética de Marsé, incómodo, sencillo, culpógeno; no escamotea palabras de gratitud, y lee una amplia lista de editores, colegas y jurados. Me deleitan los escritores agradecidos, que comprenden que han hecho su trabajo apoyado en una red de personas. Hace una graciosa alusión a su agente literaria Carmen Balcells para quien prometió ofrendar un diez por ciento de sus cenizas cuando fallezca y sea incinerado. Pero también, pidió disculpas por no ser lo que habría querido ser, ni representar a quienes supuestamente debió representar. Se refería a su distancia respecto al mundo académico, a su falta de interés y talento para hacer teoría de la novela, y por otra parte, por no haber escrito ese libro del mundo obrero al que pertenecía y que sospechaba lo había instalado de cierta manera en el catálogo de Seix Barral. También señaló la “rareza” de ser un escritor catalán que escribe en castellano amparado en un legítimo bilingüismo. Siento que Marsé de desnuda, y queda en el escampado de la utopía. Su discurso tiene algo de quijotada, algo de la retórica del hombre que a punta de esfuerzo forja su destino, como si él encarnase la frase que ha acuñado en  más de uno de esos libros: “hombres de hierro, forjado en tantas batallas, soñando como niños”. Porque la vida de Marsé tiene luchas curiosas desde el momento en que fue dado en adopción en un taxi a una pareja que había perdido un hijo después de perder a su madre en el mismo  parto. Porque pudo haber tenido otros nombres y otras ocupaciones. Luego una infancia y adolescencia que tiene algo de picaresca y cuyo espíritu parece conservar cuando rechaza pertenecer a la Academia de la Lengua o en el hecho de no dar entrevistas en televisión. Y él habla de otra lucha, la del fabulador que se alimenta de la memoria y la imaginación, y que se pierde en el laberinto de la ficción para entrar y salir a relatar su lucha contra el minotauro que es su obra, sus obsesiones, sus miedos. Y lo del minotauro hace sentido, estamos en España y esa figura es la de un hombre con cabeza de toro. Entonces en cada frase, en cada página, el escritor como el matador que capea a la bestia en una hábil verónica.  Con esta idea me desafía a retomar el hilo de la intrincada arquitectura que es el universo narrativo de cada uno. El galardonado está próximo a terminar, afirma la esquina de la última página, y me gusta el móvil que resume su búsqueda literaria: “…alguna forma de belleza”. Sin duda,  Marsé es un orfebre del lenguaje, su primer oficio se transfiere a una escritura de texturas y pulida como una sortija.

Aplausos, aplausos de pie. El Rey retoma la palabra y se equivoca en los pasos del protocolo y dice “Bueno, se ve que yo no estoy para…” generando risas entre el público. Es el turno de la nueva ministra de Cultura que habla como una ferviente lectora. Una medalla tiene ahora Marsé como si fuese un deportista olímpico. Su Majestad, que para mí es una figura curiosa que no lleva corona, levanta la sesión y yo no me quiero ir, deseo seguir releyendo a Marsé con su discurso de fondo desde este el palco donde veo a todos y nadie me ve, porque sé que pasaré los días siguientes balbuceando aventis en un mundo repleto de juguetes. Y por supuesto, sin que nadie lo note, apreso firme mi hilo para contar algo  que se engendra  en este edificio y en Alcalá, una ciudad que se convierte para mí en un laberinto y me enfrenta a nuevas búsquedas. Desde entonces no me desprendo de esa  hebra que espero algún día  se inserte en el entramado de un nuevo libro o de una nueva vida.

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Andrea Jeftanovic

Autora de “Escenario de Guerra”, “Geografía de la lengua” y “Conversaciones con Isidora Aguirre”.