Por Moncho Alpuente
Cuando se encendieron las luces de la sala, Boris Vian estaba cómodamente muerto en su butaca. Su corazón, débil y acelerado desde su más tierna y desvergonzada infancia, no pudo soportar, dijeron las malas lenguas que siempre le acompañaron, la execrable adaptación cinematográfica de su maldita y celebre novela Escupiré sobre vuestras tumbas.
Unos días antes, Boris había pedido que borraran su nombre de los títulos de crédito del filme. Poeta, ingeniero, humorista, cineasta, novelista, trompetista y corneta, cantante, autor de más de 400 canciones, dramaturgo vitriólico, insigne pedagogo patafísico, crítico de jazz, director artístico de una discográfica, autor de óperas y ballets imposibles, pionero de las discotecas, as del volante y príncipe republicano de Saint Germain de Prés en su periodo de máximo esplendor (1947-1950), Boris Vian recibe hoy en el cincuentenario de su muerte, sucedida a los 39 años, el homenaje de sus compatriotas con la tardía edición de sus novelas en la prestigiosa colección La Pléiade, de la editorial Gallimard de su amigo Gaston, a cuyos cócteles solía asistir con frecuencia para asombrarse por la voracidad de las gentes de letras ante los canapés y «sobre todo para ver a Merleau-Ponty en plan pastelito».
Boris Vian fue primero amigo y discípulo de Sartre y su tribu, y luego, por inesperados giros de su vida literaria, política y conyugal, enemigo irónico y despiadado del pope existencialista. Vian, parisiense de Ville d’Avray, conocía de primera mano los gustos gastronómicos de los existencialistas, como anfitrión de las filosóficas «fiestas tarta» que sucedieron a los desenfrenados guateques (surprises parties) de su primera juventud. Su biógrafo y colega Noel Arnaud, en Las vidas paralelas de Boris Vian (Versal, 1990), escribe la nota social de una de aquellas meriendas: mientras Simone de Beauvoir y Boris vigilaban la integridad de las tartas que quedaban en la cocina, el citado Merleau Ponty y Albert Camus estuvieron a punto de liarse a tartazos durante una acalorada discusión sobre motivos que no se mencionan en la crónica. «El divorcio era inevitable», corean los contertulios entre los que se encuentra Raymond Queneau. Camus se va dando un portazo y Sartre le persigue por la calle.
Para los gacetilleros («meatextos») que comentaban, con gran éxito de prensa, los excesos de los jóvenes pervertidos por el virus existencialista, Boris Vian era el paradigma, improbable por imposible de imitar, de aquella juventud marcada por la guerra y con ganas de marcha. Los «meatextos» que se aprovechaban del ambiente noctámbulo del Barrio Latino para escandalizar un poco y moralizar un mucho a su aburrida clientela confundían el existencialismo con el boogie-woogie. Sartre solo pisó una vez el Tabou, cava iniciática en la que sonaron los fondos de su discoteca, prestados o intercambiados con Boris. Vian siempre fue joven pero nunca existencialista. En un escatológico y laudatorio artículo titulado Sartre y la mierda, el autor anota: «No soy existencialista. En efecto, para un existencialista la existencia precede a la esencia. Para mí no hay esencia». Las múltiples y fragantes esencias del extravagante y eximio polígrafo se diluyen en una obra inabarcable: «Cuando escribo en broma parezco sincero y cuando escribo de verdad creen que bromeo», reflexionaba este maestro de la ironía tras el éxito y el escándalo que saludaron la publicación de Escupiré sobre vuestras tumbas, la novela de un presunto autor negro y norteamericano que presuntamente ningún editor se había atrevido a publicar en su país de origen. Escrita en 15 días por una apuesta editorial, esta novela, doblemente negra, se presentó como original de Vernon Sullivan, traducida del «americano» por Boris Vian, que tendría que recurrir posteriormente a un colega para traducirla al inglés durante un largo y jugoso pleito iniciado por los amigos de la moral y de las buenas costumbres, enemigos acérrimos del autor, demonios familiares que exorcizó a lo largo de su vasta y dispersa obra, siempre en defensa de los valores que le habían inculcado también en familia, un infinito desprecio por el Dinero, la Iglesia, el Ejército, la Política y el Trabajo.
Boris Vian, Bison Ravi, bisonte encantado, según el anagrama que le regaló Prévert, miraba con cierta melancolía, disfrazada por su contumaz visión irónica, el imparable éxito editorial de sus bromas y el fracaso, en ocasiones relativo de sus novelas «serias» (perdón por las comillas), relatos bajo los que circula una personalísima veta poética: Vercocquin y el placton, El otoño en Pekín, La hierba roja, La espuma de los días… Boris Vian, enemigo del trabajo, desarrolló una actividad frenética en todos los frentes. El desertor, hoy reconocido himno pacifista, mereció los reproches de la izquierda y la derecha, los ex combatientes y los resistentes recargaron sus oxidados fusiles. En un terreno tan sensible, patria y orgullo por medio, no cabían bromas, ni escenas como la que se representa en su obra teatral El descuartizamiento para todos: en pleno desembarco de Normandía, soldados americanos y alemanes se juegan a las cartas sus uniformes y pertrechos, y tras haberlos intercambiado se cambian de bando y desfilan hacia frentes opuestos.
La edición de su biografía y la de La Pléiade señalan en Francia la efeméride. En España, donde gran parte de su obra se encuentra traducida, dispersa y muchas veces agotada, un triple cedé, L’Ingénieux Romanesque, que sale el lunes a la venta, viene a cubrir someramente la casi total ausencia de una faceta fundamental del trabajo vianístico, la de cantante, compositor y músico. El disco ofrece una selección de sus impagables, y siempre mal pagadas canciones, interpretadas por él mismo o por sus colegas, como Henri Salvador, Magali Noel, Patachou, Juliette Greco y… Maurice Chevalier, y una recopilación de sus grabaciones de jazz con las orquestas de Claude Luter y Claude Abadie. Para septiembre se anuncia la publicación de No me gustaría palmarla, con algunos de los poemas y poemas-canciones de Vian, ilustrados y traducidos, entre otros, por Javier Krahe y Andy Chango, Fernando Savater, Santiago Auserón y Jenaro Talens. El uso desmesurado del argot y su debilidad por los neologismos, las aliteraciones y los juegos fonéticos siguen torturando a sus osados traductores.
Muerto en 1959, Boris Vian contagió a muchos jóvenes españoles, que le conocieron sobre todo por sus Vernon Sullivan y sus narraciones cortas, el ánimo insurgente de Mayo del 68, cuando su ex colega «Jean Sol Partre» aún trataba de explicar (y explicarse) el marxismo leninismo frente a las turbas rebeldes. Vian acabó encuadrado voluntariamente en las filas de la «Patafísica», creada por Alfred Jarry como ciencia de las soluciones imposibles, disciplina a la que dedicó sus trabajos más sesudos y superfluos como su visionario Tratado de civismo. Su sombra, corneta en mano, planea sobre los talleres del OULIPO con las de otros queridos ectoplasmas, Prévert y Queneau, imprescindibles mentores de todas las manipulaciones, distorsiones y elucubraciones sobre el lenguaje y el concepto en lengua francesa.
En: Babelia.
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