Por Ramiro Rivas Rudisky
“El escritor es un imbécil que se cree Dios, y Dios es un imbécil muy parecido”. Lo firmaba Ray Loriga que, hasta ahora, no me he interesado en leer y, lo más probable, no lea nunca. No tanto por sus opiniones anticristianas, sino por su declaración rimbombante, con clara intención de sorprender o descolocar al inexperto periodista de cultura que se apresuró a remarcarla en negrita en las páginas centrales del suplemento.
Hará un par de semanas, leyendo el suplemento Babelia del diario “El País”, me llamó la atención una frase destacada en negrita que decía: “El escritor es un imbécil que se cree Dios, y Dios es un imbécil muy parecido”. Lo firmaba Ray Loriga que, hasta ahora, no me he interesado en leer y, lo más probable, no lea nunca. No tanto por sus opiniones anticristianas, sino por su declaración rimbombante, con clara intención de sorprender o descolocar al inexperto periodista de cultura que se apresuró a remarcarla en negrita en las páginas centrales del suplemento. En el siguiente artículo se conmemoraba el centenario del natalicio de Cesare Pavese, esas fechas que los cronistas gustan resaltar, redondear en años o décadas, y recurrir a viejas biografías que a nadie pareciera interesar, ya sea porque las conocen (recordemos que los lectores de suplementos literarios son personas que seguramente escriben o estudian literatura) o porque finalizan siendo decididamente irrelevantes.
Busqué, por consiguiente, la típica frase destacada por mitad de página, y leí: “Por las palabras que un escritor emplea puedes saber quién es. En las palabras está todo”. La última acotación la encontré redundante. Pero hasta era posible que la ineptitud o la ignorancia del periodista fuera el causante de ese desacierto que el pobre Cesare Pavese nunca pronunció de corrido, sino en otro contexto de la entrevista. Todo era posible. Pero lo que resultaba sorprendente era la expresión de la primera parte que servía de respuesta y tapaboca a la de Loriga. Consideré simpático jugar a la mezcolanza de afirmaciones que los escritores suelen pronunciar en las entrevistas con oculta intención de ir al bronce. Me propuse, por tanto, anotar esta suerte de máximas de la suficiencia que dichos autores emplean tan sueltos de cuerpo, integrándolos en un diálogo a destiempo, como una conversación irreal entre pensadores tan disímiles como Pavese y Loriga. Bastaba con leer los suplementos de cultura y algunas monografías de escritores para armar un catálogo de apotegmas cada cual más ingeniosos y altisonantes.
A propósito de estas expresiones blasfematorias de Loriga, otro autor catalogado de oscuro, ateo y amante del submundo prostibulario, el uruguayo Juan Carlos Onetti, un escritor que descubrí en mis inicios y me deslumbró por su prosa densa, hábilmente adjetivada, y esa capacidad inigualable para sumergirse en las almas devastadas de sus personajes, relataba en una de sus escasas entrevistas que “mucho tiempo atrás, cuando todos teníamos veinte años o pocos meses más, cedí a la tentación de ser Dios”. Lo que no deja de asombrar en un escritor de estas características. Más de acuerdo a su filosofía son las palabras de Jean Paul Sartre que opina sobre un tema similar: “No soy ni virgen ni sacerdote para jugar a la vida interior.
Sobre el sentido de la literatura los escritores acostumbran a ofrecer juicios, a veces, hasta contradictorios con su quehacer creativo. Como la aseveración de Mario Blanchot que proclama la muerte del último escritor, el punto cero de la escritura, la muerte de la literatura. Por ahí señala que “la literatura iba hacia sí misma, hacia una esencia que era se desaparición”. Lo que, en cierta medida, estaría corroborando Juan Benet cuando asegura que “después de consumir cuarenta absurdos años de mi vida estando al día, he decidido no volver a estarlo porque no tiene sentido, sólo sirve para perder el tiempo”.
El sociólogo francés de la literatura, Jacques Leenhardt, es más cauto al referirse al tema. Dice: “Creo que la literatura es un acto que de acuerdo a los momentos es un acto de huida o un acto de inserción, es una manera de ser receptivo o rechazar los problemas”. No está mal. No obstante Roland Barthes aclara “que escribir significa trastornar el sentido del mundo para plantear una pregunta indirecta, a la que el escritor, en una última indecisión, rehúsa contestar”. A lo que Leenhardt conceptualiza, expresando “que cambia de función según los momentos históricos”. Más práctico y específico es Cortázar al exponer “que las novelas se escriben y leen por dos razones: para escapar de cierta realidad, o para oponerse a ella, mostrándola tal como es o debería ser”.
Ricardo Piglia nos dice “que la escritura es el lugar donde los borradores de la vida son posibles, tal vez por eso se hace literatura”. En otras palabras quiere manifestar que “un escritor escribe para saber qué es la literatura”. En cambio el minimalista Raymond Carver nos dice que “cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elaboran un mundo en consonancia con su propia especificidad”. Pero también existen, indudablemente, consideraciones extremas, como la del genial Fernando Pessoa, o uno de sus múltiples heterónimos, que confiesa: “Para mí escribir es despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo”. Henry Millar es más claro y directo: “Cuanto más se escribe, menos estimulan los libros. Se lee para corroborar, o sea para gozar los propios pensamientos expresados en las multiformes maneras de los demás”. Más original es la reflexión de Cyril Connolly: “De todos los enemigo de la literatura, el éxito es el más insidioso”. El dramatismo de Enrique Lihn es conmovedor, sabiendo que murió con una pluma en la mano: “Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo”. Y Roland Barthes pareciera aprobarlo: “Porque escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar”. Lo que para Alejandro Gándara se reduce a que “el escritor habla para compartir lo que conoce y lo que desconoce y sólo cuando comparte existe”. En cambio para Saramago la situación resulta menos obsesiva: “Todas las historias están construidas con mistificaciones de la verdad y verdades de mistificación”. Conclusiones que a Javier Marías no alteran en lo más mínimo, cuando asegura “que escribir le permite vivir buena parte del tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable, o el que lo es más”. Pero no era tan sencillo para el ruso Vladimir Makanin en la era estalinista cuando denuncia que “los intelectuales y los mendigos callejeros fueron los últimos tipos de gente mínimamente distintos de los demás”. Lo que para Claudio Magris se presenta todo más fácil: “Me interesa escribir sobre algunos lugares para resquebrajarlos, para descomponer su aparente identidad”. Y para José Donoso la literatura era la razón de su existir. “Yo casi no sé pensar si no escribo simultáneamente lo que pienso” –dice-. “De modo que escribo para poder pensar”.
En realidad, los escritores nunca dejarán de buscar respuestas a su quehacer literario, de elaborar deducciones explícitas o subjetivas, erráticas o consensuadas. En el aspecto religioso son más categóricos. Huidobro, en la voz de Altazor, proclama: “Morirá el cristianismo que no ha resuelto ningún problema. Que sólo ha enseñado plegarias muertas”. Y Albert Camus pareciera aprobarlo, al señalar: “Las religiones se engañan desde el momento en que comienzan a hacer moral o a fulminar mandamientos. Dios no es necesario para crear la culpabilidad ni para castigar”. Por su parte Borges, un hombre no creyente, se conforma con decir “que el cielo existe, aunque nuestro lugar sea el infierno”. Eduardo Mendoza, con cierto cargo de conciencia, llevó a su hijo al Santo Sepulcro, en Jerusalén, y le dijo: “Esto tienes que verlo, no sea que algún día caigas en la tentación de creer en algo”.
Pero nadie más radical en sus declaraciones anticristianas que Fernando Vallejo. Basta expurgar algunas joyitas en sus novelas: “Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero”. O esta otra: “¿Y Dios? No existe. Y si no, mira en torno, por todas partes el dolor, el horror, el hombre y los animales matándose unos a otros. ¡Qué va a existir ese asqueroso!”.
Para Borges es más importante poseer una ética que poseer una religión. Yo pienso lo mismo. Sin necesidad de repetir añejas proclamas como esa que manifestaba que la religión es el opio del pueblo. Yo diría más bien de los indecisos, de los débiles y los hipócritas que necesitan la religión para limpiar sus culpas. Lo que lleva a Borges a ironizar citando a Blake que dice explícitamente que “el tonto no entrará en el cielo, por santo que sea”.
La escritura, por tanto, el oficio de escribir, el poder de transformación del lenguaje, la manera de nombrar o enfocar la realidad, siempre será diferente para cada escritor, situación que nadie puede pretender que sea unívoca o irreemplazable. En conclusión, como podemos apreciar, son muchas las versiones sobre un mismo tema. Los escritores tienen la palabra.
Ramiro Rivas (22/7/09)
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