Neltume, la calle mojada

Por Iván Quezada

«Hay que viajar para no viajar».

Jorge Teillier.

Aquel día de fines de julio de 2003, en la Biblioteca Nacional, era el lanzamiento del libro Guerrilla en Neltume, firmado por el homónimo Comité Memoria Neltume. En una mesa estaban los ejemplares, la sala atiborrada de gente y los discursos se sucedían en el escenario, mientras afuera la tarde caía oscura y bulliciosa en Santiago. Repentinamente, me acordé de una cita de Albert Camus: «La historia carece de ojos y, por tanto, hay que rechazar su justicia y sustituirla, en la medida de lo posible, por la que concibe el espíritu».

Las palabras «derrota» y «gesta» se oponían a las de «compromiso político» en las voces de los presentadores. Se podía cortar la memoria con un cuchillo: percibí las viejas pugnas de la izquierda chilena, las frustraciones del presente y —más allá del tiempo transcurrido— el miedo a la dictadura de Pinochet. Pero el libro ya estaba abierto. ¡Qué enorme el contraste entre ese solemne salón y las calles polvorientas de Neltume, con sus pobres habitantes y las historias dantescas de la represión militar! Yo venía de allá, las imágenes estaban nítidas, también los aromas de la Cordillera de los Andes…

Al pie del volcán

Un joven amigo llegó a caballo, a todo galope, para avisarle a la señora Delia que los militares habían atrapado a su hijo José Eugenio. Fue en 1980 o 1981, no recuerda bien. Había sido denunciado por su propia madrina, en cuya casa buscaba alimento junto a otros dos guerrilleros. Los mataron casi inmediatamente. Comenzó entonces el peregrinaje de la madre para recuperar el cuerpo del vástago. Fue al cuartel del poblado y un oficial la rechazó con gesto hosco.

—Si hubiese ido donde usted, ¿lo habría ayudado? —le preguntó, y ella dijo que sí.

Al poco tiempo se encontró en la calle con su antigua amiga, la delatora, y ésta desvió la mirada.

—¿Ahora eres rica que no me saludas? —la increpó.

—No podía hacer nada más —contestó la otra—. Era él o mi familia. Al final, todo se sabe…

A diferencia de otros padres de «ejecutados políticos», la señora Delia pudo ver el cadáver de José Eugenio. Se lo entregaron dentro de un cajón, en Valdivia, ante su insistencia por sepultarlo en Neltume. Le faltaba la parte de atrás de la cabeza y el cerebro. «Le dije a la madrina que sólo Dios podía juzgarla», recuerda inmutable. Seguramente ha contado la historia un millón de veces. Es una mujer acostumbrada al infortunio. Parió doce hijos, pero no todos alcanzaron la edad adulta. Uno incluso se le murió durante el parto a bordo del Enco, un barco que en otros años atravesaba el lago Panguipulli y era el único medio para salir de Neltume (no había caminos, ni consultorios).

Se declara de izquierda, no por ideología ni romanticismo, sino casi por compasión. «Siempre les doy refugio a los jóvenes activistas que vienen por acá… —explica, y luego cambia de tono— Dígame, ¿de qué le sirvió a José morirse? No estoy de acuerdo con lo que hizo».

En su expresión se trasluce el instinto de supervivencia del pueblo, con raíces en el fatalismo o quizás en una religiosidad primitiva. Pero enseguida vuelve a su relato.

El cura se negó a realizar una misa en memoria de José Eugenio, arguyendo que no había tenido una muerte «cristiana». La señora Delia no se amilanó y llevó adelante el funeral, bajo la tensa custodia de los militares. Unos cuantos lugareños asistieron, aunque todos los habitantes conocían a José. El temor sólo permitía miradas ocultas tras las cortinas.

No es nada difícil que a uno le reconozcan por las calles de Neltume. La tarde en que llegamos fuimos de inmediato catalogados de «extraños». Lo supimos por las miradas recelosas y la curiosidad al hablarnos. Las personas que se detienen en el pueblo son pocas, cuantos más algunos obreros con trabajo en la zona, uno o dos familiares de los neltumenses por día; pero la mayoría de los viajeros continúa hacia el país vecino.

Nuestra misión era hallar los rastros de la guerrilla que el MIR intentó organizar allí a comienzos de los ochenta. Pero —como suele ocurrir en Chile desde hace algunas décadas—, el pasado parecía esfumado. Aunque descubrimos un símbolo que rompía la monotonía: el monumento a los caídos durante la dictadura militar. Es una estatua de un hombre enjuto, de torso desnudo y brazos abiertos, con una paloma anidada en su palma izquierda. El autor es el artista Alejandro Verdi y tiene pocos años en la calle principal, desde que lo instalase el Comité Memoria Neltume.

El común de los neltumenses lo mira con desconfianza, con deseos de apartarlo de su vida cotidiana. Pocos de ellos han leído las placas en el zócalo de la escultura, con los setenta nombres de las víctimas de la tiranía en la zona (algunos ejecutados, otros detenidos desaparecidos y tres puntos suspensivos para los muertos que se desconocen). ¿Cuántos de esos apellidos se repetirán entre la gente que todos los días va a su empleo por esa calle?…

La indiferencia reinante torna inútil la vergüenza ante tanto crimen. Aunque tal vez el dolor no se ostente y sea comparable a una piedra oscura, que permanece sola en el fondo de la conciencia. Neltume ocupa una meseta en la provincia de Valdivia. En sus flancos caen a pique gigantescas montañas y entre ellas, a algunos kilómetros, se observa un volcán. Es un caserío con cinco mil almas, trabajadores todos, quienes probablemente sin saberlo han vivido un episodio más en la larga historia de la violencia contra la clase obrera nacional.

Ahora recuerdo las frases de un «ilustre» de Valparaíso: «El pueblo ya no existe, eso es cosa de otros tiempos». Más tarde, en Santiago, otro conspicuo personaje me diría: «El golpe de Estado de 1973 no es importante». Sin embargo, el monumento le confiere a Neltume un rasgo de identidad: despierta la reminiscencia de un campo de concentración. Así debieron de sentirse los pobladores de ese antiguo campamento maderero cuando, tras la asonada golpista, los militares acordonaron el caserío y detuvieron a cientos de personas, amenazando incluso con bombardear las casas. Hasta el día de hoy el regimiento Colina realiza ejercicios anuales de «contrainsurgencia» (¿guerra psicológica?). Y no hace mucho la escultura de Verdi fue baleada por «desconocidos».

Si uno mira con atención el pueblo y descubre en su núcleo la febril actividad del aserradero, saltan a la vista las semejanzas con los minerales galeses de hace cien años. Es como si lo cubriese un manto de sombras y humo, de esfuerzo y depresión. Creo que nunca había estado en un lugar tan tristemente borrascoso.

NELTUME2La guarida del león

El descenso a Panguipulli produce un alivio. Es un pueblo hermoso, con esa belleza inevitable del paisaje chileno. Unos días antes habíamos llegado allí desde Santiago, a hospedarnos en el hotel Rucapangui, invitados por Mauricio Durán, el hijo de la dueña. Él es un joven periodista que el año anterior había creado y dirigido el periódico local Puelche. Panguipulli es el punto neurálgico de un vasto territorio habitado por campesinos, mapuches y trabajadores madereros. Viene a ser el centro comercial y administrativo de toda la comuna, incluso Neltume depende de su municipio. Luego de viajar toda la noche, dejando atrás los parajes terrosos de la zona central, empezar el día en Panguipulli era como sumergirse en un mar verde.

Buscando las calles céntricas, entramos por uno de sus costados y de pronto estuvimos ante una avenida colmada de negocios. Las personas iban de un extremo a otro sin ocuparse en nada, con la seguridad de quien conoce a todos sus coterráneos. Al término de la explanada, el poblado acaba abruptamente en la ribera del lago Panguipulli. Desde ese momento nace un paseo bucólico, en una atmósfera de frontera: al volver la vista se contempla la estampa de un pueblo del Far West.

Días después nos enteramos que Panguipulli, en lengua nativa, significa «la guarida del león». Se supone que alguna vez fue territorio de pumas. Dos años antes, al amanecer, dicen que se apareció uno merodeando entre las casas de arquitectura amorfa y los edificios de baja altura. Era excitante salir a la luz con la ilusión de encontrar al majestuoso felino en el almacén de la otra cuadra, pero lo único que vimos fue un enorme perro gran danés caminando mansamente por la ciudad.

El motivo por el cual el MIR eligió esa zona fue ideológico: desde sus orígenes, el partido propició la estrategia de la «guerra popular prolongada» y, según su credo guevarista, el escenario debía ser rural. La táctica comenzaba con una avanzada de militantes disciplinados y con entrenamiento militar, pertrechos y un acabado manejo del terreno. Neltume, como corazón de las extensiones madereras del sur, era ideal para estos fines. El despliegue se haría en la alta montaña, no en el pueblo, y para ello se diseñaron algunos campos de operaciones.

Desde luego, me surgían muchas dudas y necesité aclararlas conversando con algunos ex combatientes. En los días previos al viaje a Panguipulli, visité al ex mirista Luis Soto en Quillota. La cita fue de mañana, a un lado del árbol caído de la plaza central de esa ciudadela. Casi no andaba gente por las calles.

—En 1979 estaba en Europa y allí me contactó el Paine (Miguel Cabrera Hernández, puntualiza para que lo escriba correctamente) para integrarme a la futura guerrilla.

Suspiró al beberse un largo sorbo de café. Luis es oriundo de Valparaíso y su militancia en el MIR se remonta a 1970, cuando apenas tenía dieciséis años. Después del golpe pinochetista estuvo tres años preso, en la Academia Naval del Puerto —dirigida entonces por Patricio Arancibia, quien más tarde sería senador de derecha— y luego en la Cárcel Pública de la misma ciudad. También tuvo un paso por la Penitenciaría de Santiago, donde finalmente lo retornaron a Valparaíso. Fue condenado en 1974 por uno de los primeros consejos de guerra, a cinco años y un día por infringir la ley de Control de Armas.

—Llegué al exilio en Inglaterra como perro en bote; era un provinciano que cuanto más había ido en un par de ocasiones a Santiago… —vuelve a hablar— La verdad, quienes aceptamos el desafío de la guerrilla no lo hicimos por heroísmo o rabia. El tema era de conciencia. La mayoría éramos del proletariado y lo veíamos como una lucha de clases. Casi todos mis compañeros venían de Neltume y estábamos seguros de la victoria.

Hace una pausa, mirando por la ventana el lento despertar de Quillota, y prosigue como escogiendo las palabras con pinzas:

—Entonces no hacíamos distingo entre mapuches y pobres; todos tenían que ponerse a la vanguardia de la lucha. Pero se produjeron varias contradicciones, como la necesidad de mantener el secreto en la zona. La idea era aclimatarnos en el terreno, para luego realizar ataques tácticos. En eso estábamos cuando nos descubrieron.

El grupo de veinte personas (algunas entraron clandestinamente al país y otras permanecían ocultas desde el inicio de la dictadura) se reunió entre el 17 de septiembre de 1980 y el 27 de junio de 1981, y una vez descubiertos persistieron en la cordillera hasta el 13 de septiembre. De las palabras de Soto se desprende la urgencia de hacer «algo» en momentos tan difíciles. Su entusiasmo y el de sus compañeros marcan un crudo contraste con el desaliento de la actualidad; casi resulta inimaginable, como si hubiera transcurrido una centuria desde los sucesos de Neltume. ¿Fue un acto suicida, considerando los nueve hombres muertos por los militares? A estas alturas es fácil juzgar. Pero la dirección del MIR en el extranjero decidió en 1978 que era el momento para el retorno de los militantes. Arguyeron que la pelea se daba en Chile, y las bases estuvieron de acuerdo.

Desde siempre el pinochetismo expuso a los miristas como agentes del terror. El propósito era convencernos de que no eran chilenos. En el presente, quienes fueron del MIR están dispersos por el país y el mundo. Son personas comunes y corrientes, que realizan los más diversos trabajos, con mejor o peor fortuna. Algunos se volvieron neoliberales y han asesorado a los gobiernos de la Concertación; pero los que fueron a Neltume defienden sus actos.

El partido ya no existe. Las críticas internas que minaron su unidad apuntaban a la falta de redes de apoyo. Lo cierto era que el MIR, si bien contaba con un número respetable de militantes, durante la dictadura perdió su organización nacional y la conclusión lógica fue que no tenía la capacidad para hacer la guerra popular continuada. El anhelo de «subir todos al monte» se desplomó con la derrota de Neltume, aunque la dirección sostuvo un análisis distinto: para ellos, lo ocurrido demostraba que sí se podía hacer una revolución en Chile.

Apenas tuve la oportunidad me fui a la casa de Ibar Leiva y María Eliana Angulo. Es una pareja que vive en Collipulli, llamada amablemente «la ciudad de los puentes», pero que en realidad es un pueblito cercano a Los Ángeles. Ibar en ese instante era el presidente del Comité Memoria Neltume y justo ese día estaba jugando fútbol en Loncoche, no llegó hasta tarde. Es un tipo alto, atlético, profesor en un colegio. Me contó que en una conversación en su vivienda surgió la idea de levantar el monumento de Neltume y el monolito en Choshuenco, lugar donde murió el Paine. El libro vino después, y la tercera tarea sería una serie de demandas por violaciones a los Derechos Humanos que todavía permanecen en penumbras.

Durante su adolescencia fue comunista, pero, me dijo, «en ese partido uno no podía opinar y por eso después me afilié al MIR». Su mujer, María Eliana, también fue mirista, aunque durante la Unidad Popular militó en el Partido Socialista.

—Vivía en Concepción cuando vino el golpe e ingresé al MIR para sobrevivir —habla con un pequeño temblor en la voz—. Mi hermano fue ejecutado y tiempo más tarde mi esposo de entonces fue detenido por la DINA, cuando yo estaba embarazada de mi primer hijo. Él siempre decía que uno debía aguantar las torturas al menos por una semana, para así proteger a su familia. Los militares llegaron a nuestra casa después de catorce días… Hasta el día de hoy es un detenido desaparecido.

Ibar estuvo en Neltume desde un comienzo, realizando las tareas de patrullaje, exploración de terreno y organización de los campamentos. Antes y después del golpe participó en escuelas de guerrilla en Cuba. Como a todos sus camaradas, lo inspiró el ideal del Che Guevara y la revolución socialista latinoamericana. Pero ahora reconoce que el MIR nunca tuvo una «auténtica presencia popular», ni el armamento para cambiar el sistema.

—Tras la muerte de Allende estuve veintidós meses preso en Angol, donde el oficial a cargo de las torturas era Ángel Fuentes —se lleva una mano al mentón—. Venía de la escuela de Panamá y su prioridad era la información, no tanto los vejámenes. Su obsesión eran las armas. No podía creer que no tuviéramos. «¿Cómo pensaban combatirnos?», nos preguntaba incrédulo. A ellos les asustó el discurso del MIR, creyéndonos inexpugnables.

En uno de los entrenamientos en Cuba conoció a María Eliana, pero no se revelaron sus identidades. La regla de la «información compartimentada», asumida por seguridad, los obligó a llamarse por sus «chapas». ¡Fueron pareja por más de diez años y nunca supieron sus nombres ni sus historias de vida! De todos modos, ella dice sentirse orgullosa de haber participado en un grupo que levantó cabeza durante la represión. Es el sentimiento que, de hecho, los impulsó a publicar el libro, el cual —cree Ibar— debería contribuir a las luchas del futuro.

—Siempre pienso en la matanza de la escuela Santa María de Iquique y en lo poco que sabemos de ella —me explica—. Nuestro libro narra lo que realmente sucedió, se pueden ver nuestros errores y sacar enseñanzas. El historiador Gabriel Salazar dice que nos entregó el mismo pueblo al cual quisimos ayudar, pero nunca llegamos a establecer contacto político con la población. Buscamos la ayuda de alguna gente cuando ya estábamos en retirada. En Lanco, sin ir más lejos, un campesino denunció a un combatiente creyendo que era un asaltante. Nuestra misión quedó trunca.

NELTUME3El temor de cada día

La mañana que despertamos en Neltume, las veredas y los patios estaban cubiertos por una capa de hielo. Hacía un frío endemoniado, aunque el cielo limpio anunciaba mejores temperaturas con el correr de las horas. Nos habían dicho que Neltume era un pueblo con miedo. A simple vista, es igual a la mayoría de los caseríos del sur: la población es homogénea y pasan los días sin que sucedan cambios. Tras cumplirse tres décadas desde el golpe militar, uno no podría decir que se nota el acontecimiento. Pero algo extraño flota en la atmósfera. Por la noche una camioneta de Carabineros nos detuvo sin motivo alguno, sólo para realizar un «rutinario» control de identidad.

El policía nos miró desconfiado cuando dijimos que éramos periodistas, y repuso:

—La gente aquí es recelosa, percibieron altiro que no son de acá. Aunque les parezca un lugar tranquilo, aquí también hay delincuencia.

Cuando les preguntamos a los nativos, la respuesta fue unánime: allí jamás ocurrían asaltos. Sin embargo, el historial de las violencias recientes es copioso. La directora de la escuela de Neltume Tierra de Esperanza, Silvia Brevis, habló abiertamente de asesinatos de niños después de la asonada de 1973.

—Mi marido, Julio Vásquez, era administrador del complejo maderero estatal y fue brutalmente torturado. Estuvo dos años preso en la isla Teja, en Valdivia, y luego tuvo que emigrar a San Martín de los Andes, en Argentina. Su única culpa fue impedir que los trabajadores asaltaran el retén de Carabineros, cuando se discutió ir a exigirles que defendieran al gobierno constitucional.

Vásquez, un hombre de izquierda, les hizo ver a sus compañeros que habría una matanza y ocultó la dinamita utilizada en las faenas forestales. Obedecía a lo ordenado por el gerente general, el socialista Rodrigo Undurraga, quien expresó ante los obreros que ya no había nada que hacer. Ahora Vásquez, cada vez que ve una patrulla o un movimiento de tropas, sufre dolorosos ataques de temor y enseguida cree que «los milicos volvieron».

En Panguipulli, unos días antes, habíamos conocido a Lautaro, otro de los soldados de la guerrilla mirista. Continuó viviendo en la zona, vinculado profundamente con ella desde las tomas de fundos de comienzos de los setenta. Fue uno de los activistas del MIR que, junto al Comandante Pepe, organizaron a los campesinos de la cordillera. Lo recuerda como una época de esplendor, en la cual los trabajadores tomaron las riendas de su destino.

Él nos envió a la residencia de otro superviviente, un antiguo habitante del campo. Su nombre era Germán Martínez, a la sazón un anciano con escasos años por delante. Aún recordaba que al término de las cosechas y las labores del verano, los patrones despedían a los campesinos. El hambre se volvía una realidad. Martínez vivía entonces en Liquiñe, una localidad próxima a Neltume, donde trabajaba en un fundo junto a otras catorce personas. Decidieron tomarlo con la ayuda de algunos estudiantes y otros obreros venidos de afuera.

—A las nueve de la noche —relata mientras se prepara un mate—, sesenta personas llegamos por el fondo a la casa del administrador, un tal Miguel Araya, y derribamos la puerta. El compañero Pepe le anunció que el rancho estaba tomado, exigiéndole que entregase las armas: una carabina mala y un revólver. En los siguientes tres meses acarreamos sesenta mil pulgadas de raulí. Un día llegó el ministro del Interior, José Tohá, en su en helicóptero y vio que se trabajaba bien. El fundo era más grande de lo que creíamos, los ricos se habían apoderado de muchas hectáreas sin tener los títulos. La derecha nos acusaba de atacar a los futres, pero era mentira. Todo se hizo en forma pacífica. Todavía me acuerdo del Comandante Pepe, cuando les gritó a los policías que fueron a desalojarnos: «¡Esto lo hacemos con la autoridad de la gente!».

De ese modo se creó el Complejo Forestal y Maderero Panguipulli, bajo el alero de Corfo, abarcando veintidós fundos expropiados (360 mil hectáreas de montaña). Allí se ganaron el sustento hasta 3.600 trabajadores. Las condiciones de vida mejoraron ostensiblemente, aunque no faltaron los conflictos. Los roces entre los campesinos con derecho a ganado y una parcela y los obreros madereros originaron varias situaciones críticas, como cuando los primeros se tomaban las oficinas del Complejo ante el riesgo de perder sus pedazos de tierra.

Otro punto conflictivo era la repartición de víveres durante el desabastecimiento nacional. Como no había caminos, los alimentos llegaban por barco y los habitantes acudían a los embarcadores para encontrarse, muchas veces, con que las clientelas políticas se llevaban la tajada mayor. Casi todos los jefes sindicales y empresariales eran de los partidos Socialista y Comunista, si bien el activismo más férreo lo ejercía el MIR.

—Los jóvenes entraban al MIR —cuenta la profesora Brevis— con la esperanza de ser alguien en la vida. Ellos les daban cargos y algunas armas.

A pesar de los inconvenientes, el Complejo logró funcionar con eficiencia y fue uno de los éxitos de la Unidad Popular. La pasión de los trabajadores fue la base del experimento, incluso una vez recibieron al Presidente Allende por más de una semana.

Ahora casi no quedan huellas de todo eso. En apariencias, la descomunal represión de los militares amargó hasta los recuerdos. Desde hace algunos años, la maderera Neltume Carranco pertenece a una compañía francesa. Su aserradero labora día y noche, sacando madera de madrugada que nadie contabiliza. En días recientes estuvo a punto de cerrar por faltas a la legislación laboral y sus trabajadores, para mayor humillación con salarios impagos durante meses, tuvieron que defender a la empresa.

El trato es el mismo que en el resto del país: los contratados son poquísimos y ganan un sueldo que apenas se eleva por sobre los cien mil pesos. Los demás operarios participan de los trabajos a través de contratistas que, de acuerdo a denuncias, suelen no pagar los honorarios. Sin embargo, la profesora Brevis los defiende, alegando que es la empresa la que no paga los montos.

Los jóvenes no sienten ningún apego a la madera y sólo piensan en irse para siempre. Los cálculos estiman que el raulí se agotará en diez años (el bosque nativo no puede reforestarse artificialmente, porque se astilla; se requiere esperar cien años para que se regenere). Algunos políticos hablan del turismo como el recambio productivo, pero, como es obvio, ya está todo en manos privadas y sus dueños quieren conseguir clientes de fuertes ingresos, ojalá extranjeros. ¡La gente nacida y criada allí está impedida de disfrutar de las bellezas naturales por los alambrados! Irónicamente, las únicas alternativas de los muchachos que quieren marcharse es entrar a Carabineros o a la milicia, pero se les discrimina calificándolos de «guerrilleros».

NELTUME4Pájaros migrantes

 Otra vez paseamos por Panguipulli con Lautaro y, mientras pregunto el precio de unas mermeladas en una tienda, le oigo decir que el grupo guerrillero no tenía miedo.

 —El día que nos pillaron estábamos desprevenidos —agrega disminuyendo su entusiasmo—. No habíamos montado guardia durante la noche y por eso no nos percatamos que una patrulla militar había seguido los rastros. Uno de los milicos, de origen pascuense, al vernos disparó al aire o con mala puntería y nos conminó a rendirnos. Todos huimos, con tan mala suerte que perdimos la caja fuerte con nuestros documentos de identidad. Al reagruparnos decidimos que una parte de los combatientes se iría a Temuco y los otros permanecerían en la montaña. Nos impulsaba una mística profunda y odiábamos la idea de fracasar. Después vino la batahola de la prensa pinochetista y el traslado en masa de militares. Fuimos cayendo uno a uno, por las delaciones, hasta que murió el Paine, nuestro jefe. Ahora pienso que nos faltó más trabajo con la gente de allá.

Probablemente nunca imaginaron el grado de amedrentamiento de los neltumenses. Para mí mismo era difícil darle una magnitud. Pero conseguí la ayuda de Juan Vásquez San Martín, un ex dirigente sindical del Complejo y actualmente delegado municipal. En su casa inacabada de Neltume, que él mismo ha ido construyendo, me confidenció que en el tiempo de la maderera estatal «uno se sentía libre de los antiguos patrones, cuyos capataces incluso les pegaban a los trabajadores. Tuvimos un sueldo digno, leche gratis, prenatal y nuestros estudiantes llegaron a séptimo u octavo básico. Antes la explotación comenzaba a la edad de catorce años: la hija se ponía a trabajar como empleada doméstica y los niños tenían que acarrear madera. Pero lo volvimos a perder todo, hasta retornamos al pago por vales en la pulpería a través de los contratistas».

Recuerda que durante el tiempo del latifundio casi no se podía salir de Neltume, cuanto más llevaban a la gente en camiones hasta el lago Panguipulli. Todo el mundo andaba con uniforme gris, el alcohol estaba prohibido y no se veía el dinero.

Paradójicamente, algunas personas añoran ese período, en especial el campesinado inquilino y los empleados medios. En ese aspecto se percibe una vez más el trauma del golpe. Silvia Brevis, por nombrar a alguien, sueña con el regreso de los hacendados. Ella cree en olvidarlo todo. No obstante, tiene fresca la imagen de los pobladores amontonados en el patio del retén viejo de Carabineros, por encima de los cuales pasaban los militares marchando.

—Los milicos llegaban con un odio enorme: rompían los muebles, los costales de harina, todo lo que hallaban… —se cubre la vista—. Durante más de una década no pudimos hacer una reunión sin un policía presente.

Y Vásquez San Martín, en el diálogo a tres bandas que imagino, apostilla:

—Los patrones de Liquiñe entregaron a mucha gente. Desde un comienzo hubo una matanza aquí. Los mismos del MIR no tenían armas con qué defenderse. ¿Cómo podíamos ayudar a los guerrilleros del ochenta? Nos enteramos sólo cuando los atraparon. Fue una locura. Se acercaron a sus familiares y ellos los delataron. Esa gente se aisló hasta el día de hoy. Están choqueados.

Ya antes, en 1973, un grupo de obreros había creado una pequeña guerrilla en la montaña. Contaron con algún apoyo de la población (todavía quedaba algo de la organización social de la UP); pero se tuvieron que limitar a huir y al final fueron igualmente diezmados. Se cuenta que uno de ellos murió a manos del mismo amigo que le llevaba comida: la consigna era el «sálvese quien pueda».

De pronto, se suma una nueva voz al conciliábulo: la de Héctor Seguel, ex dirigente obrero del Partido Socialista, quien insiste en que el centro de operaciones de los militares estuvo en Neltume. «En 1981, la gente estaba tan atemorizada que ni se formaban grupos para comentar lo ocurrido —exclama—. A las ocho de la noche, los operativos nos impedían andar por las calles. Para salir del pueblo nos registraban unos centinelas».

Después del golpe retornaron los antiguos patrones. Ponce Lerou (el ex yerno de Pinochet) se hizo de una fortuna vendiendo las maquinarias del Complejo y apropiándose de los fundos. Los terrenos pasaron de mano en mano, a precios irrisorios, y ahora grandes extensiones —con sus enormes mansiones y hasta aeropuertos privados— pertenecen a magnates como Von Appen, Luksic y los hermanos Aballú. Las miles de personas que habitaban la zona fueron expulsadas de sus casas, refugiándose muchas de ellas en la población Lolquillén de Panguipulli.

Se trata de una loma a la entrada de la ciudadela, que la gente invadió como pájaros migrantes. El propietario del cerro, José Vergara, era un socialista de la vieja guardia y les vendió lotes a precios ínfimos, venciendo la oposición del alcalde pinochetista, Luis Emeldía, quien no quería «comunistas» en su comuna. Allí continúan subsistiendo los viejos madereros, entre la cesantía, el escaso apoyo municipal y un hacinamiento asombroso.

Llegó el momento de dejar atrás a Neltume. ¿Cuántos asesinatos y torturas sucedieron allí y en su entorno? Seguramente nunca lo sabremos con exactitud. Cuando me retiraba de Panguipulli rumbo a Santiago, una pregunta surgió en mi mente: «¿Algún día Chile dejará de ser una colonia?». Y recordaba los últimos momentos del Comandante Pepe. Germán Martínez, el antiguo campesino de Liquiñe —ahora vecino de Lolquillén—, me contó que lo vio cuando lo llevaban desde la montaña, vendado. «A nosotros nos matan si esto fracasa», le había dicho antes del golpe. Tenía apenas 25 años. Era pecoso, carirredondo y bajo de estatura, con rasgos mapuches. Los militares le dijeron que se despidiera de su hijo y rozó su cara contra la mejilla del niño. Se lo llevaron a Valdivia, donde lo fusilaron. Era uno de los creadores del Complejo y, desde luego, nunca mató a nadie.

¡Luis Ancopi está vivo!

…No, qué iba a sentir miedo cuando llegaron los milicos. Yo seguí con mi vida no más. Tomaban presa a la gente, venían en bandadas y siempre buscaban a alguien. Una vez me planté frente a un oficial. Me dijo que ellos eran patriotas y estaban salvando a Chile. «¿Dónde está el patriotismo? —le respondí—. Aquí hay puros chilenos, no veo a ningún argentino u otro extranjero».

Se quedó callado, hecho una furia. Yo me reía… Pero, pensándolo bien, una vez pasé miedo: cuando sentí el vértigo…

Quien habla es Luis Ancopi, un campesino deL interior de Panguipulli. Es un hombre ya maduro, que le tocó vivir de comienzo a fin las tomas de terrenos y el esplendor y muerte del Complejo Forestal. En ambos procesos se jugó su suerte contra los patrones. Durante los primeros meses de la insurrección militar no le pusieron atención. Pero un día empezaron a preguntar por él. Era muy conocido y pensaban que pronto darían con su paradero. Recuerda que siguió moviéndose por sus territorios, de incógnito, incluso en algunas ocasiones vio cómo regimientos enteros marchaban sobre sus camaradas; pero éstos nunca lo denunciaron. Lo miraban desde el suelo, haciéndole guiños con los ojos.

Al final me atraparon. Luego de darme de puñetazos, me amarraron las manos y los pies y acabaron metiéndome en un saco. Fui arrojado dentro de un helicóptero. Comencé a despedirme de este mundo y pasó lo que me esperaba: me tiraron al vacío. Mientras caía recé un poco y me pregunté cómo sería la muerte. De pronto sentí unos ramalazos y continué precipitándome a trompicones, hasta que alcancé tierra. Me puse a forcejear, logré romper las cuerdas y salí del saco. Afuera descubrí que había caído sobre las copas de unos árboles. No tenía ningún hueso roto. Y entonces grité: «¡Viva Chile, mierda! ¡Luis Ancopi está vivo!».

Después de eso fue a reunirse con su familia, en su casa. ¿Qué más podía hacer? —me dice—. Tenía que volver al trabajo.