Por Iván Quezada

 «…y el cura que los casó

    era de los mismos negros».

    Violeta Parra.

A José Miguel Varas

I

Oscurecía cuando el coronel Antonio Cavada llegó al Club Militar de Peñalolén. No tenía nada que hacer allí, pero quiso asegurarse de que todo resultaría bien en el salón de fiestas. Dio un paseo por el primer piso y luego el segundo, echó un vistazo al gran comedor, a los baños. En apariencias, no había ningún detalle desatendido.

Unas horas después, se celebraría allí la cena de matrimonio del cadete Pablo Strauss, quien fuera su pupilo en la Escuela Militar. Le cobró cariño por su simpleza y quería ayudarlo a realizar su sueño: el cuento de hadas del joven oficial vestido de honor junto a su impecable novia, como las figurillas de la torta hecha especialmente para la ocasión. Es un buen muchacho, se dijo, lo suficientemente tonto para no sospechar nada.

Creía que su trabajo de adiestrar a futuros capitanes, mayores o generales, era un engaño risible y finalmente consentido por todo el mundo. Había que hacerles creer a los muchachos que serían útiles para lo inútil; convencerlos de que la fuerza bruta poseía, en el fondo, una razón de ser y, en consecuencia, era una actividad que obedecía a un código de honor. La mentira empezaba en los libros de historia…

Pero, ¿a qué se debían esos lúgubres pensamientos? El psiquiatra le advirtió que tuviese cuidado con ellos: eran el anuncio de un ataque de depresión, cosa que debía evitar ipso facto. Se asomó a la terraza por un ventanal del primer piso y contempló la hermosa piscina con forma de herradura y juegos de agua en el centro. La calma le llegó con el vuelo de unos pájaros hacia las cornisas.

Entonces se fijó en la segunda planta del ala contraria del edificio y vio que preparaban una fiesta con luces de colores, bolas brillantes y espejos. Sin embargo, no se preocupó, pues conocía las previsiones para evitar los ruidos de una sala a otra.

Fue una de las exigencias principales a los arquitectos, incluso se les dijo que no se midieran en gastos. La idea era que todos los oficiales, desde los novatos a los avezados, tuviesen la oportunidad de una fiesta. Él mismo había celebrado su aniversario de bodas unos meses atrás, aunque casi no tenía recuerdos porque se emborrachó hasta desmayarse. Fue un escándalo entre los jóvenes, siempre tan circunspectos y lozanos, tan carentes de humor… Era una lástima que probablemente nunca les tocase una guerra: con lo obcecados y taciturnos que eran, nunca aprenderían una lección de otra experiencia en la vida.

De modo que casi todos serían unos niños hasta el mismísimo día en que los metieran en un ataúd. En cierto modo, les envidiaba, y no entendía por qué a él le tocó otro destino, aunque preguntándoselo con la misma inocencia de Adán tras comerse la manzana prohibida. Estaba tan concentrado en sus ideas, que no se percató de sus propios pasos y por eso reaccionó sorprendido al llegar ante el escenario en la pista de baile. De un salto subió en él y velozmente giró sobre sus talones, ensayando la sonrisa perfecta de un animador.

—¡Hoy tendremos el mejor show para ustedes! —exclamó, exagerando el personaje.

En ese momento, un aprendiz de cocina pasó por el otro lado del salón y, asustado, se apresuró a salir por una puerta.

Chiquillo leso, pensó Cavada, ¡cómo me gustaría tenerlo de ordenanza para convertirlo en hombre!…

II

La meseta en que quedaba el Club, ya bajo el dominio de la noche, se convirtió en un faro con los reflectores de la fiesta. El manto de luces de la ciudad era como un enjambre de barcos, luciérnagas o polillas electrizadas en torno al cerro.

De pronto, por el sendero hacia el gran salón se divisó un trío heterogéneo: lo comandaba el coronel Nabuco, un negrito de mirada hosca, estatura breve y con medallas sobre el pecho; luego venía una joven preciosa, hermana menor de la novia, con bucles dorados y polvo brillante en las mejillas; un paso detrás de ella iba un Maître de smoking, con escaso pelo en la nuca, inquieto al verse rodeado de militares, pero sin decirlo. La fila india se disgregó cuando llegaron al pórtico.

—¿Está seguro de que obedecieron sus órdenes? —preguntó el coronel Nabuco, con el ceño fruncido.

—Más que seguro, señor, mi gente es cumplidora —tartamudeó el Maître.

—Usted es un civil —soltó una risa seca el militar—, no tiene por qué llamarme «señor».

—Disculpe, me quedó la costumbre de otros tiempos…

La chica parecía en la luna y a la vez ansiosa por cruzar la puerta y observar las mesas tendidas con todo el boato de la ocasión. No escuchaba a los dos «viejos» que la acompañaban; en su fantasía sólo eran una escolta, personajes secundarios en la historia de su propia boda, que —si bien aún faltaban años para que aconteciese— comenzaba a escribirla esa misma noche en su diario de vida.

—No se disculpe tanto, caballero —el coronel Nabuco se tentó con la burla—, y espero que no sea de esos maricas que le tienen miedo a los uniformados…

Su risotada estentórea disgustó a la muchacha, sacándola de su ensueño con la frente arrugada.

—De ningún modo —replicó el Maître, poniéndose serio.

El militar las ofició de portero y con una venia les hizo entrar al vestíbulo, desde donde obtuvieron una visión panorámica de la pista de baile, de los comedores y la terraza. El piso, de madera clara, relucía bajo la abundante iluminación; había arreglos florales por todas partes, realizados por un célebre paisajista; los garzones y los mozos de cuerda iban de un lado a otro poniendo sobre las mesas las servilletas, las botellas, el pan, los números de los invitados…

Avanzaron deslumbrados con la belleza de los detalles (guirnaldas colgando del techo, dos bellas jóvenes que acomodarían a la gente en su ubicaciones), hasta que vieron al coronel Cavada sentado en el borde del escenario. Por sus espaldas se desplazaban silenciosamente el sonidista y el discjockey, desenredando cables, moviendo perillas.

—Sería mejor que ese caballero saliera, para que no obstaculice los preparativos… —se atrevió a decir el Maître.

—Pero si se ve precioso allí sentado —sonrió la niña—, es como parte de la decoración.

Los dos hombres la miraron raro, pero a ella le dio igual, encogiéndose de hombros.

—Sepa usted, estimado —conferenció el coronel Nabuco—, que aquel oficial es nada menos que mi amigo, el coronel Antonio Cavada, una persona ilustre en nuestra institución, y por ningún motivo cortaré su reflexión.

—Está bien, disculpe… —El otro bajó la mirada, perturbado.

—Estoy bromeando —dándole un suave empujón—, Cavada es un palomilla… Pero vaya a trabajar no más, todo está perfecto. Tiene mi visto bueno. Ahora sólo tenemos que esperar el término de la ceremonia religiosa y la llegada de la feliz pareja.

—Por supuesto —repuso el Maître, con una nota de resentimiento—, iré a supervisar los arreglos para el cóctel.

—Don Nabuco, ¿yo podría ir con él? —dijo la muchacha con los ojos prendidos.

—Si a nuestro amigo no le molesta la compañía de tan bella mujer… —rió el uniformado, decidido ya a pasar la velada mofándose de sus semejantes, en especial de los civiles.

—Naturalmente que…

—Su nombre es Dania —lo interrumpió Nabuco—, y me la cuida, ¿eh?

El Maître —envuelto en una nube de rabia— se puso a su lado para mirarlo desde arriba, y partió con la chica pisándole los talones. Apenas vio a un subalterno se desquitó gritándole un reproche, que ni él mismo entendió.

Luego de encender un cigarrillo, el coronel Nabuco esperó un minuto más antes de acercarse a Cavada. Sabía que su introvertido compadre no lo advertiría hasta tenerlo al frente, y así fue: sólo reaccionó cuando Nabuco soltó una bocanada de humo.

—Córrete, chistoso —le espetó Antonio, desde abajo—, ya sabes que soy alérgico al tabaco.

III

Un extraño ruido sacudió al motor y el coronel Cantillana enarcó las cejas. Era un auto nuevo, no podía creer que ya tuviese un desperfecto. Pero, por fortuna, no dejaba de avanzar y era seguro que llegaría hasta el Club de Campo, en la cima de la loma. Entonces, conduciendo con el cuidado habitual en él, dejó que su pensamiento se sumiera en divagaciones. Se permitía la licencia porque no había nadie mirándolo, y de ese modo engañaba a su propia conciencia. La noche estaba negra como la piel de una africana, las tenues luces de las casas parecían envueltas en un velo de niebla. Vaya si había curvas antes de llegar a destino, se dijo bajando el volumen de la radio.

Con Nabuco y Antonio eran amigos desde la Escuela Militar, en los años ochenta. Quien primero le simpatizó fue Antonio, con su porte majestuoso, sus ojos azules bañados en tristeza y la afición por las mujeres del pueblo. Su vida erótica era como un secreto desde la adolescencia, cuando empezó a frecuentar el centro de Santiago y los barrios bajos, en busca de fiestas que lo pusiesen en contacto con las niñas morenas, algo que consuetudinariamente le negaba su encopetado colegio de La Dehesa. En el fondo, era un loco camuflado y por eso se tomaba en serio las bromas de Nabuco, para quien era una delicia hacerlo rabiar. Sin embargo, como sus apellidos empezaban por la misma letra, tenían que ponerse juntos en los desfiles, en las pruebas de resistencia física, en la sala de clases y hasta en las guardias. De tanto tolerarse, llegaron a ser amigos.

A Cantillana le costó ingresar a ese círculo de dos. Quizás lo ayudó su apariencia tan corriente: en esa época era un muchacho delgado como un palillo, de tez clara, ojos y pelo oscuros, con un temblor en el pulso que delataba su personalidad nerviosa. Sólo porque su padre también era militar —un general activo entonces— pudo pasar las pruebas médicas. Así, con su espíritu práctico y su optimismo a toda prueba, completó el trío variopinto.

La paradoja fue que, con su desprecio a las supremacías por el apellido o el color de piel, terminaron siendo ellos mismos una élite. Sus radicales diferencias físicas y psicológicas les sirvieron de despiste ante los esnobs, siempre tan amantes de los uniformes. De tal modo que nadie pudo encasillarlos de pinochetistas o «profesionales», estos últimos un grupo casi clandestino en la Escuela.

Sin embargo, con el pasar de los años, Nabuco se convirtió en un pinochetista empedernido y a menudo le daba la lata a la gente, interrogándola sobre sus opiniones acerca del viejo y luego muerto dictador. Cantillana no temía llamarlo así, «dictador» o tirano; sólo no podía entender la repentina afición de su amigo, quien en un comienzo era el más apolítico de la cofradía. Allá él, pero no pocos oficiales rumoreaban que era su primer asomo de senilidad, o que quizás se candidateaba para un ascenso ante algún generalote superviviente. Si esto era verdad y conseguía su propósito, sería el primer general de su promoción. ¿Se atreverá a darme órdenes entonces?, se preguntó Cantillana, con un respingo, cuando se asomaba a la recta final antes del portón del Club y de saludar con un movimiento de cejas a la guardia. Pero unos metros más allá, el vehículo se detuvo crujiendo. Al salir a la noche sintió frío, aunque hasta el momento había sido una primavera tórrida.

—¡Qué mierda, tendré que seguir a pie! —rezongó en voz alta para amedrentar a los reclutas que corrían a socorrerlo.

—Lo sentimos mucho, mi coronel —dijo al unísono la pareja de soldados que llegó ante él.

Luego de ordenarles que llevaran el auto detrás de la valla, se echó a andar entre las sombras, prohibiéndole al cabo de guardia que le acompañase. La soledad y la vegetación a ambos lados del camino le sentaron bien. De pronto, fue consciente del silencio y su complacencia aumentó. Miró sus brillantes zapatos, su uniforme de gala, recordó que se había adelantado a la comitiva desde la iglesia para recibir a los novios con una sonrisa en la escalinata del salón de fiesta, y el buen humor retornó a su ánimo. Sin pensarlo, decidió emborracharse esa noche.

IV

—Seguro que no te costó mirar para otro lado.

—¿Por qué dices eso?

—Es tu costumbre.

—No escupas al cielo…

—Bah, yo no me hago el santo, como «ya sabes quién».

—¿A qué viene la indirecta? ¿Eres leso o qué?

La disputa, con lengua traposa, entre Nabuco y Cantillana, era una actuación para mofarse de un hombre pequeño y medroso —con un nudo de corbata enorme en el cogote—, que los seguía como un perrito de una estancia a otra. Lo único que les simpatizaba de él era su indiferencia hacia el uniforme. Quizás era un tonto, pero los trataba como si fueran civiles, hablando sin ningún tapujo de lo primero que le venía a la mente. Era una lástima que sólo levantase la voz para quejarse y luego trazar una mueca de dolor en su rostro.

—Déjenlo tranquilo, al pobre —terció Cavada, confidenciando con sus colegas—, ¿no saben que es el hermano menor del Batracio?

La revelación puso serios a Cantillana y Nabuco, incluso les asustó un poco. «El Batracio» era el general Aroldo Sotomayor, quien esa noche oficiaba de padrino de bodas y por tal motivo andaba repartiendo apretones de mano a quienes se le pusieran por delante.

Fue el primero en llamar al orden cuando la caravana de autos arribó al Club Militar. Se le veía realizado, como dirigiendo una batalla. Los invitados se esparcieron entre exclamaciones de júbilo, carreras de los niños, mujeres levantando sus largas faldas para no tropezarse… El desfile de los novios junto a sus padres, desde el fondo del gentío, fue el gran triunfo del Batracio: se hizo un pasillo solemne a ambos lados, hasta los cadetes comprendieron que debían ocupar la primera fila, para con sus uniformes rendirle homenaje a la risueña pareja.

Fácilmente habría unas doscientas o trescientas personas gritando sus vivas. Así, al menos, le pareció a Cantillana al rememorar aquellos primeros momentos, en que ya se había bebido cuatro piscolas y el suelo comenzaba a movérsele. Se percibía en el aire la tensión de la ceremonia religiosa. Fueron casi dos horas de estar sentados dentro de una enorme cúpula fría, con el techo apenas visible en las alturas. Se comentaba que el cura había preparado un discurso de una densidad asombrosa, que nadie o casi nadie entendió. Lo cual le sulfuró el ánimo, sintiéndose obligado a dar explicaciones que embrollaron todavía más su defensa de «la sagrada unión entre la Iglesia y el Ejército».

Desde luego, tras semejante arenga, la gente sólo quería divertirse y para eso copó rápidamente la terraza, el vestíbulo, el perímetro de la piscina y la pista de baile. Los tres amigos, como de costumbre, crearon un grupo cerrado; pero, asombrosamente, el tipo pequeño traspasó el círculo con su ingenuidad. Por eso se merecía todas las burlas del mundo. El precario cuarteto deambulaba de un corro a otro, deslizándose dentro de las canciones románticas —entonadas por un cantante mercenario en la terraza— con una irrisoria sonrisa en el rostro. Por la dignidad de sus galones, nunca iban detrás de un mesero: los llamaban con una rápida seña, y pobre del que no obedeciese…

Al general Aroldo Sotomayor le llamaban «El Batracio», porque, como inspector de la Escuela Militar en los años mozos del triunvirato, era un soplón de la peor calaña. Gracias a ese atributo suyo llegó rápidamente a la dirección de la Escuela y luego al Estado Mayor. Hasta el presente inspiraba desprecio y temor, y un oscuro respeto. Cuando apareció desde las espaldas del cuarteto fortuito, como un fantasma —repartiendo palmadas en el lomo y hediendo a tabaco—, su sigilo les recordó que era un espía y se apresuraron a sonreír como máscaras.

—¿Qué les parece mi hermano, ah? —dijo orgulloso, bonachón— ¿Acaso no es un tipo magnífico?

—Sin duda, señor… —carraspeó Nabuco— Dígame, ¿siempre es tan callado?

De inmediato, Cantillana le dio un codazo en las costillas, a instancias de Cavada.

—Desde niñito parecía guardar un secreto. ¡Ni yo mismo logré sonsacárselo!

Su carcajada relajó a los coroneles, especialmente a Nabuco, quien ya se creía condenado. El Batracio sabía que Cantillana le había puesto el apodo, pero hasta le hacía gracia. Es bueno que me tengan miedo, se decía acordándose de sus lecturas de Maquiavelo. Aunque lo creyeran un bruto, él tenía su lado intelectual. Era verdad que oculto a la mirada de los «intrusos» (ergo, de los escépticos); pero, ¿acaso no tenía el mismo derecho que cualquiera a admirar su superioridad en privado?… Se hallaban en la terraza, en el extremo opuesto al cantante, y de pronto se le ocurrió un final dramático para el diálogo:

—Ya, jovencitos, tengo que llevarme a mi hermano al comedor. Sigan divirtiéndose, esta fiesta del flamante oficial Pablo Strauss pinta para buena. ¡Con él tenemos grandes planes, un gran destino le espera!

Dio media vuelta y se llevó al Benjamín de la familia tomado del hombro (habría preferido de una oreja). Como era bastante más grueso y alto, desde atrás parecía un padre junto a su hijo.

Cuando desaparecieron dentro del edificio, entrando en él por una puerta-ventana, Cavada dijo en un susurro:

—Menos mal que se llevó al mono. Ya me lo imaginaba con nosotros pegado como una estampilla…

—No exageres —rió Cantillana—, no era tan desagradable.

—A fin de cuentas, el Batracio siempre fue una ayuda. Quizás contra su voluntad —Nabuco soltó una risita—, pero hay generales peores que él.

Una hermosa mujer pasó cerca del trío, camino a la toilette seguramente, y sus miradas se adhirieron a ella.

—A ver, Nabuco —dijo Cavada, volviendo de la interrupción—, aprovechemos que estás condescendiente y explícanos una cosa: ¿cómo fue que te volviste pinochetista? No creo que quieras ser como el Batracio…

—Desde luego que no —con cara seria—. Realmente no entiendo tu pregunta. Gracias al general Pinochet estamos aquí. Antes de su gobierno, los militares éramos como empleados públicos: nadie nos respetaba y era impensable tener un Club de Campo como éste, con esas maravillosas caballerizas, con su hospedaje de primera categoría… En fin, nunca te imaginé de izquierda, Cavada.

La gente iba de un lado a otro, rozándolos al pasar, y más de alguien derramó una copa de champaña accidentalmente. El show del cantante romántico había terminado y ahora se oían unas cumbias envasadas. A pesar de la incipiente embriaguez dibujada en los rostros de los coroneles, desde lejos —con sus uniformes blancos y sus condecoraciones brillantes— causaban una notable sensación de marcialidad. Era de buen tono que hubiese militares uniformados, al menos para los cronistas de sociales allí presentes.

Cavada, con un respingo, replicó:

—Faltó que me tildaras de comunista. Mira a tu alrededor: aquí está lleno de políticos. ¿De verdad crees que seguiría a alguno de ellos? Los gurúes a sueldo no me interesan. Es chocante cómo quieren congraciarse con nosotros, los militares. Dicen una cosa y creen en otra, pero ni siquiera a solas en sus baños, ante el espejo, son capaces de reconocer la verdad. Yo te preguntaba por otra razón.

—¿Qué quieres decir con «la verdad»? —intervino Cantillana, incrédulo.

—¿Nos estamos viendo la suerte entre gitanos? —retrucó Cavada, sonriente— Pues yo no me haré el imbécil —otra vez la lengua traposa—: la democracia es una fantasía, un mito muy rentable y aburrido. Este país estuvo cincuenta años discutiendo sus reglas, tratando de darles contenido, y al final la borramos de un plumazo. A nadie le importó un bledo, y ahora menos que antes.

—De acuerdo, eres tan de izquierda como los socialistas —se burló Nabuco—. Pero por lo mismo defiendo la memoria de Pinochet: me cansé de la hipocresía. Con él hasta sus adversarios no dudaban de todas las cosas y, te repito, nuestro estatus mejoró.

—Siempre fuiste un mediocre, Nabuco…

El tono odioso de Cavada alarmó a Cantillana y, previendo una pelea, saltó abrazándolos como cuando eran adolescentes:

—Córtenla, par de idiotas. ¿Qué sacamos con hablar, si a la primera orden que nos llegue la obedeceremos a pies juntillas? Esto es una fiesta. Observen a los recién casados… Me recuerdan a mi propio matrimonio y al tuyo, Nabuco. Pero nuestras mujeres eran más bonitas.

—Cuando yo me case verán una mujer linda de verdad —se rió Cavada.

Unos minutos después, el Batracio pidió el micrófono y anunció que la cena estaba servida. La multitud, con hambre a pesar de los muchísimos canapés, se abalanzó hacia el comedor, buscando sus nombres en las mesas. El triunvirato se separó forzosamente, aunque antes acordaron reunirse en la piscina una vez repartido el postre.

V

El terreno era resbaladizo, quizás por el rocío, aunque el amanecer todavía estaba lejos. De pronto, el coronel Cavada creyó caerse y exclamó:

—¡Mamita linda!

Sus dos amigos rieron de buena gana, pero la esperada caída no se produjo y continuaron avanzando por el predio mal iluminado, bajo la luna, más allá de los grandes focos de la piscina y el picadero. Se habían fugado de la fiesta por tedio y para hacer una travesura absurda, de esas que tanto les gustaba en su juventud de cadetes. Poco a poco los pantalones —en particular las bastillas— se les llenaban de tierra y restos de barro. Ya no estaban tan inmaculados como al comienzo de la jornada, cuando eran tres soldaditos de plomo recién salidos de la fábrica, y Nabuco revivió una fantasía de su niñez, en que se imaginaba endurecido por el fragor de la muerte, tal vez en el fondo de una trinchera, diciéndole con orgullo a sus camaradas: «¡Para esto nos entrenaron, carajo!».

No sabían por qué aceleraban la marcha, oyendo el tintineo de las botellas en los bolsillos del enorme gabán de Cantillana. Unos minutos antes de la fuga, él tuvo la buena ocurrencia de acercarse al bar y robarse tres botellas de whisky Johnny Walker («manténgase caminando, aunque borracho como cuba»). Si no se embriagaban no les pasaría nada memorable: el tiempo de libertad era corto para ellos y debían acelerarlo al máximo. Como un trío de adolescentes ya viejotes, con el pelo engominado y la mente vacilante. Además, sin el precioso líquido Nabuco y Cavada jamás lo habrían secundado. Su noción de la aventura estaba enmohecida por los años de papeleo y rutina, de un regimiento a otro, por todo el país, hasta que volvieron al origen como profesores de la Escuela Militar. Les bastó una mirada para reconocerse como los mismos detrás de los antifaces de arrugas y las capas adiposas en las barrigas. En el silencio, contestando sin saberlo a Nabuco, Cavada se imaginó dentro de una película bélica, en plena misión secreta, y por eso de repente se agazapó para tocar el revólver que ocultaba en el cinto. Si sus órdenes fueran matar a sus amigos, aquel momento era el indicado.

Las ideas estereotipadas eran el pan de cada día entre los militares, pero ellos no se daban cuenta. Como lo probaba el discurso del capellán militar, que interrumpió la cena del matrimonio durante media hora. Le vino a la memoria a Cantillana, aunque para él no tenía ninguna significación en especial. Sólo era otra arenga más en la noche, si bien revestida de la santidad del celibato, que en cierto modo compartían curas y milicos. Adusto y hierático, el capellán Winter apeló a la patria, a las tradiciones, a la misión evangelizadora de la Iglesia, a la lealtad entre los compañeros de armas, al recuerdo del papa Juan Pablo II reunido con Pinochet… Sus palabras aumentaban de tono por instantes, mientras se llevaba maquinalmente la mano al cuello, como palpando la diferencia entre la chaqueta militar y el atuendo religioso de debajo. Pero su solemnidad acabó traicionándolo. Los invitados empezaron a toser, impacientes, dándole la razón con sus miradas sólo para que se callara de una vez.

Era el momento de la mundanidad. El cura por fin lo entendió y se retiró cabizbajo. Las risas se destemplaron aún más para olvidar lo ocurrido. Cavada, quien en la testera compartía la mesa de los novios y sus padres (un honor que consideraba inmerecido, pero que jamás habría cedido), le habló al novel marido guiñándole un ojo:

—Hace tiempo que el padre Winter está raro —suspiró—. Yo creo que se le soltó un tornillo.

Pablo Strauss era un joven alto, rubicundo y de mirada más transparente que sus ojos claros. Para él, la milicia era la feliz consumación de sus juegos infantiles, y, por lo mismo, asumía cada código y labor con la obediencia supina de los borregos. Observó escandalizado al coronel Cavada, rogando porque nadie más lo hubiese escuchado en la mesa, en especial su graciosa mujer, quien a duras penas lo aceptó como militar (Trinidad era hija de exiliados y se crió en Ecuador, por eso su acento tan sabroso). Titubeó al responder:

—No diga eso de nuestro capellán, alguien podría tomárselo en serio…

—Bah, si lo prefieres no me hagas caso —el tintineo de los servicios y los platos envolvía la conversación—. Pero apuesto que no sabes cómo llamamos al coronel Cantillana a sus espaldas.

Esta vez Cavada había concitado la atención de todos. Los padres de ella lo observaban con curiosidad, como celebrando que finalmente podrían conocer un aspecto humano de los acartonados militares chilenos. Cavada se dijo que no les defraudaría.

—Preferiría no saberlo… —arguyó con una risa nerviosa el alférez Strauss.

—Tonterías —Cavada estuvo tentado de lanzarle la bolita de miga que hacía bajo la mesa—. Capaz que sepas, después de todo: los conscriptos le dicen «El Baba de Caracol». ¿No has visto cómo salpica saliva cuando da órdenes o hace clases?…

Su carcajada impresionó a Trinidad, la bella novia envuelta en seda blanca —cabellera casi azul amarrada en un moño; labios finos y sonrosados, en un llamativo contraste con los vivarachos ojos negros-. Su reacción fue delicada: se llevó una mano a la boca, dando a entender que no entendía el chiste. A Cavada le dieron ganas de darle un beso por tonta.

Pero no tuvo oportunidad. Se detuvieron las cumbias a medio volumen (la peculiar música ambiental de la noche) y se escuchó un vozarrón que parecía de un locutor de radio o un presentador de televisión: era el momento del vals, anímense, que aquí no se aceptan los lesos; pero particularmente los novios con sus padres para empezar, no sean cortos de genio, vamos, vamos…

Los aplausos coronaron el primer baile, en que comenzaron los recién casados y luego intercambiaron pareja con sus progenitores. A continuación, invitaron a las amistades a participar de la danza y Cantillana, evidenciando su borrachera más allá de lo conveniente, tomó del talle a la madre de Strauss y prácticamente la arrastró a dar vueltas y vueltas, sin ninguna cadencia y ajeno a la mirada de terror de ella. Fue un milagro que no cayesen enredados en las flameantes faldas de la mujer, con sus pantorrillas regordetas al descubierto.

—¡No les decía yo —exclamaba Cavada en la mesa, con lágrimas en los ojos de tanto reír—, si mi compadre Cantillana se las trae!

Ahora avanzaba a campo traviesa, con sus dos amigos saltando la acequia que él ya había dejado atrás. El recuerdo de sus risotadas atormentaba a Cavada, en su memoria se habían vuelto bobas y sin gracia, acomplejándolo hasta la raíz de los cabellos. El relincho de un potro, a la distancia, por algún motivo le aumentó la rabia. Su odio a sí mismo se convirtió en amargura y le echó la culpa de todo a ese maldito Club de Campo, con sus prados y senderos tan prolijos, las casetas de vigilancia aquí y allá, tan ordenadas como en un tablero de ajedrez.

Sintió asco por la vida militar, por el uniforme todo embarrado que vestía («¡el uniforme de la patria!», se acordó que le llamaban sus superiores y rió con sorna), y con la mirada buscó algo, cualquier cosa con la que desquitarse. Si por lo menos encontrase un quiltro para patearlo, o algún soldado al que humillar… Pero estaban en medio de la nada. Abajo se veía la ciudad como una alfombra de luces, casas y gente, tanta gente en la mira de las armas, indefensa y ridículamente confiada. Por arriba, en la loma siguiente, divisó un claro iluminado por un rayo de luna y hacia allá se dirigió, conminando a Cantillana y Nabuco a que le siguieran. Cuando alcanzó, jadeante, el sitio escogido descubrió que era un local de juegos, con mesas de ping pong y taca tacas.

Esperó la llegada de sus amigos y entonces lo hizo: usó su cabeza como un martillo para romper en dos la mesa de ping pong más cercana. El dolor se expandió desde la frente hacia su nuca como un tentáculo o una mancha de tinta. Por fin tenía una razón para reír como un idiota y no desaprovechó la oportunidad de hacerlo, mientras Nabuco le arrojaba un balde de agua en la cabeza, que quizás de dónde lo había sacado. Había caído sentado al suelo, con las piernas casi en la posición del loto.

—¿Estás demente? —le preguntó Nabuco, dándole unas suaves cachetadas para despabilarlo.

—Sólo necesito otro trago… ¡Cantillana, trae para acá esas botellas!

Está bien, pensó Nabuco, es mejor que pierda el sentido por completo.

—Ahora los oficiales jóvenes y los reclutas tendrán un juego menos para distraerse —se lamentó Cantillana, mirando desde arriba a Cavada. Por su tono de voz, inexpresivo, Nabuco no supo si bromeaba o hablaba en serio.

Cavada se arrastró hasta quedar junto a un taca taca y, apoyado en él, comenzó a beber del gollete de la botella. Cantillana y Nabuco se fueron cada uno por su lado, necesitando un tiempo de soledad para que sus pensamientos flotasen sobre la vegetación. El primero se perdió de vista detrás de una valla, en la ladera de adelante; y a su vez Nabuco retrocedió unos metros para mirar, acuclillado, los resplandores de la fiesta.

VI

Su mirada, vidriosa por el whisky doble que acababa de tragarse, reflejaba a los bailarines a su alrededor. Luego, Nabuco se desplazó por la pista diagonalmente, sintiéndose como un niño en la fiesta de Año Nuevo de sus padres. Las parejas parecían no advertirlo, como si fueran muñecos de cera accionados a cuerda. De pronto, descubrió al Batracio mirándolo fijamente desde una esquina, con gesto reprobador. Pero él se limitó a sonreírle con una insinuación en la mirada: «¿se acuerda cuando lo sacamos ebrio de un cabaret? No por ir vestido de civil su falta fue menor…». El general recibió el mensaje y rápidamente se perdió de vista en otra pieza.

Y entonces sobrevino el desconcierto. Hacía una hora, el discjockey fue reemplazado por un grupo tropical con tres trompetistas, un cantante (con una flor de papel en el ojal), las coristas y otros instrumentos. Repentinamente, el animador detuvo la música y anunció una «gran sorpresa». Nabuco quedó al garete, como una veleta con las velas raídas. Levantó los ojos y vio aparecer, desde detrás del escenario, una pandilla de negros (hombres y mujeres), que el enfervorizado locutor presentó como un «auténtico combo del trópico». Era el regalo de bodas de un tío excéntrico de la novia, quien en secreto trajo del Ecuador a la banda favorita de ella. Trinidad ahogó un grito de felicidad.

Era un grupo tremendamente superior al anterior. Las tres negras del coro tenían una facilidad asombrosa para el ritmo y los movimientos del cuerpo. La música pareció subir de volumen, retumbando los tambores, como si pretendiesen sumir al público en un trance de sensualidad. Ambos vocalistas bromeaban al pasarse la posta, mezclando todos los géneros musicales de su lado del mundo, en una corriente vertiginosa de sonidos y silencios.

Los genes negros de Nabuco se agitaron y el placer estético se fundió con los estímulos del alcohol, buscando nerviosamente con la mirada una mujer con quien bailar. Pero, al recorrer la pista, notó con desagrado que los jóvenes oficiales, tan blanquitos y asépticos, apenas se dignaban a seguir el compases con las palmas. ¡Giles de cartón piedra, sin alma en el cuerpo! Y las milicas son peores que esos machitos desplumados, bramó el coronel en su interior. Quizás todas eran unas lesbianas, aunque también las había con unas caderas deliciosas, reconoció hidalgamente. Al final, se decidió por la propia novia, quien bailaba sola a un costado del escenario.

—¿Se atreve, mijita? —le dijo.

—¡Por fin un hombre me saca a bailar! Yo ya creía que tenía la lepra…

De inmediato, se levantó las polleras y partieron al centro de la pista. Los músicos aumentaron las velocidad de su interpretación: era un merengue realmente endemoniado. Pero ninguno de los dos se amedrentó con el desafío y extremaron sus habilidades, que eran muchas, para asombro de las otras parejas frías y estáticas como témpanos. Incluso tuvieron maña para hablar mientras danzaban.

—¿Dónde aprendió a bailar tan bien, coronel? —preguntó ella, riendo.

—Me viene de nacimiento. Algunos tontos creen que ser chico y tener la piel oscura son defectos, pero ahora se ve que no.

—¿Qué sabe la gente?…

—Vaya, hablas como si tuvieras una vida de experiencias y sólo eres una niña.

—No se crea… —giró sobre sí misma, y luego dijo:— Me encantaría que Pablo bailase como usted, pero es tan formal.

—Así son los hijos de militares: salen iguales a sus padres, por eso tienen los mismos nombres.

—Sólo una cosa me molesta en usted: ¿por qué bebe tanto?

—Hum… —frunciendo el ceño— No es verdad. Si quieres me buscas mañana y verás que soy el mismo de este momento. Casi no me hace efecto, o para darte en el gusto diré que soy un «alcohólico funcional». ¿Entiendes lo que digo?

—¿Cómo un «analfabeto funcional»?

—Mejor, porque yo me entiendo bien con la gente y los libros.

—No me convence… —la música la obligó a alejarse un par de metros, y cuando regresó le dijo:— Usted está inventando.

—Nada de eso, chiquilla. Ojalá vieses mi bodeguita. Tengo botellas de todos los tipos, pero sólo del mejor alcohol, de las mejores marcas. Voy a la inauguración de un camino rural y es fijo que me regalan trago. Adonde quiera que vaya me espera un civil sonriente, para entregarme dos o tres botellas del bueno. Nunca me falta para los amigos, pero si me lo tomara todo ya estaría muerto. ¿Me entiendes?

—Lo deben invitar mucho…

—Ya sé lo que estás pensando —dijo con una sonrisa socarrona, dando un salto perfecto hacia atrás—. Crees que es adrede, lo hacen con todos los oficiales para mantenernos calmados. Tal vez sea cierto, pero así me ahorro mucha plata.

Se despidieron cuando descubrió la mirada celosa de Pablo. Lo último que recordaba eran sus torpes preguntas a la muchacha, que escuchó cuando se alejaba: ¿de qué tanto hablaron? ¿Por qué te dejaste manosear? ¿Te propuso algo?… Sentado en el promontorio de los juegos, y envuelto en la noche cada vez más fría y oscura, se rió a sus anchas del mozalbete. Es verdad, algo de Casanova tengo, a pesar de mi estatura. ¡Cuidadito, cuidadito conmigo!… Estos pensamientos lo hicieron reírse de nuevo, pero luego se acordó de la borrachera de Cavada y se puso de pie.

Cantillana venía de regreso de su «paseo de inspección» (oh, jamás se libraría de su lógica militar) y en su rostro se dibujaba la alarma. Había oído unas vocecillas sospechosas y daba por hecho que eran unos terroristas agazapados, decididos a asesinar a toda la gente de la fiesta. Pero él tenía un plan para amargarles la vida. Sólo debía ser cuidadoso, discreto…

—Actúa naturalmente —le dijo en voz baja a Nabuco, al encontrárselo de frente—, en un rato más seremos atacados.

—¿En serio? —Nabuco decidió seguirle la corriente, tras observar su rostro desencajado por el alcohol— Tenemos suerte, tal vez podamos ser héroes y mañana nuestras esposas nos lleven el almuerzo a la cama.

—Seguro, chistoso…

Y sin esperar más, se inclinó velozmente sobre Cavada y le arrancó el revólver que ocultaba en la cintura. Luego se internó en la negrura, dando tiros al aire hasta que se tropezó y rodó por el suelo.

—¡Salgan, hijos de puta! —levantándose a duras penas— ¡No sean cobardes y vengan a pelear!

Ya casi echado completamente en la tierra, Cavada alzó la cabeza, hizo una mueca y aprovechó de afirmarse en la botella. Nabuco, en cambio, corrió hacia Cantillana dando gritos de alerta, pensando ya en el castigo que les esperaba por ese escándalo, pero al ver a su amigo revolverse en el piso y balbuceando palabrotas, se echó a reír hasta que necesitó apoyarse en un árbol.

Al cabo de un minuto, Cantillana dio un alarido eufórico: desde las sombras vio venir dos bultos con los brazos en alto. La aparición lo curó de la angustia por hacer el ridículo.

—¿Vieron que tenía razón?, ¿vieron? —insistió.

Sin embargo, cuando pudieron distinguir quiénes eran, descubrieron a dos reclutas (casi dos niños), que se habían escondido para fumarse un delgadísimo cigarro de marihuana.

—Ahí tienes a tus «terroristas», ¿eh? —sacó la voz Cavada, incorporándose lentamente.

—¿Y éstos de dónde salieron? —inquirió Nabuco, con los ojos como platos.

—¡Ya pues, mierdas, respondan! —la cólera se apoderó de Cantillana.

Uno de los jóvenes, temblándole las manos, se adelantó para decir:

—¿Podríamos bajar los brazos?

—Córtala de apuntarles, Cantillana —rió Cavada—, si ya es un hecho que hiciste el tony.

Entonces los muchachos, llorando, explicaron que venían de la guardia y sólo estaban «probando» la marihuana. Nunca antes habían cometido una falta y por eso pedían perdón, uno de ellos incluso se puso de rodillas. Un viento repentino sacudió los árboles del entorno, y Nabuco miró con envidia el abrigo medio nazi de Cantillana. Entretanto, Cavada había reanudado sus sorbos desde el gollete y tambaleándose farfullaba algunas palabras incomprensibles. Hasta que dijo claramente:

—Estos niñitos se creen duros… ¿Será verdad?

El coronel Cantillana hizo un gesto de desprecio.

—No les des alas a estos delincuentes —dijo—, quizás hasta sean unos soplones.

—Para nada, señor —replicaron al unísono los conscriptos, y uno de ellos agregó con astucia:— No escuchamos ningún disparo, nunca podríamos decir que esta noche hubo una balacera, porque sería mentira.

La carcajada de Cantillana los atravesó a todos, pero era evidente que tenía miedo. Se puso en medio de ambos muchachos y echándole los brazos a los hombros, les condujo hacia el pasadizo entre dos mesas de ping pong. Los otros coroneles también le siguieron, divertidos con la escena.

—¿Qué debo hacer con ustedes? —preguntó Cantillana, negando con la cabeza.

—Yo digo que probemos si son o se hacen los duros —habló Cavada.

—Estoy de acuerdo —se sorprendió diciendo Nabuco—, veamos de qué son capaces para salvar el pellejo.

—¿Cómo podrían?… —iba a responderse Cantillana, pero se le adelantó Cavada con un chasquido.

—Que se tomen una botella entera de whisky y sin respirar —sentenció.

—Pero si no tenemos más —objetó Cantillana.

—No seas desmemoriado —suspiró el otro—, revísate los bolsillos.

Allí estaban los dos recipientes de whisky restantes. La prueba empezó inmediatamente, pero los chicos no estuvieron a la altura. Tras unos sorbos empezaron a escupir de dolor, sujetándose entre ellos. Ambos eran morenos y con exiguas cabelleras negras. El más alto, al tercer trago, se puso lívido y respiraba con dificultad, mientras a su compañero le corría la baba.

Las burlas de los tres coroneles detuvieron la penitencia, y el primero en hablar fue Nabuco:

—Ya paren, señoritas, con sus estómagos jamás ganarán una guerra.

—¡Están horrorizados, se van a mear encima! —reía Cantillana.

Bajando la vista, Cavada les quitó el whisky y lentamente volvió a su punto de partida, tendiéndose en el suelo.

—Es mejor que los dejen ir —con lengua de estropajo—, pero antes aprendan mirando un poco.

Llevándose a los labios su botella a medio terminar, la vació por completo aguantándose el aliento. Los otros dos coroneles estallaron en júbilo. ¡Aprendan a ser hombres!, les gritó Nabuco a los soldados, quienes se taimaron por su inferioridad. Los coroneles se dispusieron a beberse el alcohol que quedaba, y despidieron con un gesto ominoso a los jóvenes.

Había llegado el momento perfecto, en que tomarían sin pensar en nada, con la mente puesta en el vacío y la impersonalidad. Cantillana y Nabuco se acuclillaron a ambos flancos de Cavada, y los tres comenzaron a alternarse las botellas con una rapidez pasmosa. Ya no sentían frío, la madrugada cobraba colores inusitados. Oyeron otros tiros al aire desde la fiesta. Tanto mejor, así nadie les reprocharía sus disparos. Continuaron bebiendo, contándose largas historias sin principio ni final, mascullando recuerdos que quizás eran inventos (no importaba mientras los golletes continuaran girando y girando). Por momentos discutían, luego se reconciliaban entre abrazos, llegaba el turno de la filosofía barata, después se callaban. Y entonces, renegando del silencio, volvían por sus fueron y la cantinela del trío se repetía, incluso con relatos de miedo.

Al día siguiente, el primero en despertar fue Nabuco. Se revolvió en su lugar, con un tufo infernal que le venía desde el fondo de la garganta. La luz del sol le hirió la mirada. Cantillana era el que tenía más cerca y trató de revivirlo con una leve patada en sus rodillas. Fue inútil, sólo cambió de posición cubriéndose la cabeza con un brazo. Luego divisó a Cavada a unos cinco o seis metros de distancia, durmiendo debajo de una mesa de ping pong. Con un esfuerzo sobrehumano logró ponerse de pie, acusando el golpe de los años. Observó el campo a su alrededor, la olorosa vegetación, y escupió un gargajo. Caminó hacia el susodicho diciéndole:

—Ya despierta, saco de papas. No podemos quedarnos aquí todo el día.

Pero Cavada, acostado boca abajo, continuó inmutable. Al hincarse junto a él notó que estaba como petrificado. Entonces lo volteó, horrorizándose al descubrirlo ahogado en su propio vómito, como un rockstar.