Producto de un convenio recíproco de difusión de las literaturas croata y chilena actuales entre la Sociedad de Escritores Croatas y Letras de Chile, con ocasión del viaje de Diego Muñoz Valenzuela a Zagreb en 2009, es que tenemos la oportunidad de conocer autores contemporáneos de esa nacionalidad. En esta ocasión al narradorStjepan Čuić. La traducción es de la profesora e investigadora Željka Lovrenčić, cuyo prolífico trabajo ha sido un motor para el acercamiento de la literatura en ambas lenguas.
EL RELOJ
Ni siquiera se sabe exactamente cuando en nuestra ciudad, en la plaza, fue elevado en alto el gran reloj luminoso. Se sabe que hace trece años en ya profunda vejez murió el hombre que recordaba cuando había muerto el señor Leo Rubić. Y el señor Leo Rubić se presentaba como el hijo ilegítimo del banquero Ančić del que se creía que había importado el reloj. Leo durante su vida no ocultaba que estaba orgulloso de eso y que le agradaba el cuento que se contaba sobre el reloj. Ante todo, porque con este dato podríamos determinar aproximadamente lo viejo que era el reloj, todavía más, porque Leo había contado y de otras buenas acciones que su padre había hecho a la ciudad. Pero, Leo murió y poco a poco desaparecía el cuento sobre su padre, como si su muerte lo hubiera arrastrado consigo, como si lo hubiera enterrado en la tierra; quedó sólo el cuento sobre el reloj, el que fue enriquecido de manera convincente con el pasar de los años de la muerte de Leo. Llegó a ser totalmente claro que a la ciudad no le importaba tanto quien colocó el reloj; ya casi nadie escarbaba acerca de su origen y muchos consideraban que durante la vida de Leo todo fue inventado y que se divulgaba sólo para agradar a Leo. Leo había quedado solo y en la ciudad le tenían lástima. Para la ciudad el reloj existía desde tiempo inmemorable; como las rocas y los cerros. Se decía que estaba hecho sólo para aquellos que lo veían y al mismo tiempo nadie creía que existiera hombre que no lo hubiera visto porque en verdad se veía de todos los rincones de la ciudad, se ve de las casas altas y de los pueblos lejanos, de los sótanos; a través de las ventanas más estrechas y diminutos huecos, se ve desde los cerros. – Y a través de los cerros se veía – algunos decían, porque se reflejaba en el cielo; en realidad no existía agujero a través del cual no se viera el reloj: éste era el objeto que más se miraba en la ciudad, a donde quiera que alguien fuera lo encontraba, todos los caminos atravesaban por la plaza sobre la cual pendía en la pared más alta de la ciudad, hasta que no se construyó la iglesia y luego también lo alcanzó el álamo que se extendió rápidamente así que la pared estaba entrecortada por sus ramas. Pero, al reloj no lo cubría nada. Y lo más interesante es que nadie, nunca le daba cuerda ni lo reparaba y él daba sus vueltas y siempre era puntual; todavía más, todos los habitantes de la ciudad ponían sus relojes según él y probablemente y los pasajeros porque durante su estadía en la ciudad lo miraban continuamente. Era inusual y porque siempre le daba el sol, hasta cuando la ciudad estaba cubierta de nubes.
Al anochecer, cuando el viento se alejaba y se detenía en los álamos, claramente se oía el paso del reloj. Y por la noche mucha gente se hundía en el sueño con él y luego contaban como su movimiento desaparecía lentamente hasta apagarse. Y lo más bello era de lejos, fuera de la ciudad: se veía claramente como estaba sentado sobre el álamo, bajo la chimenea en la cual se esconden los pájaros, los que a veces reposaban en él. El sereno Dervo siempre de último echaba una mirada al reloj; esto era muy importante porque en la cuidad consideraban que el reloj era diferente después de cada mirada y que nunca lo podemos apreciar cuando es más bonito. Mientras tanto Dervo sólo comprobaba que el reloj estaba en el mismo sitio.
Y así no más en la cuidad aparecieron dos desconocidos. Entraron por el sur, de donde vienen sólo aquellos que han sido mal informados; los descubrieron hábilmente. Los advenedizos miraron el reloj por largo rato; daban vueltas a la casa y examinaban: uno evaluaba algo a ojo, despertando la atención de los presentes. En seguida se reunió un montón de gente. Los recién llegados no temían por sus intenciones y uno dijo: – ¿Por qué nos siguen? Vamos a quitar el reloj. A pesar de que la gente no pudo no asombrarse de su osadía, uno de ellos tranquilamente preguntó: – ¿Por qué protestan?
Eso ofendió a los ciudadanos así que los atacaron, pero los recién llegados los esquivaron hábilmente levantando las manos.
¿Son ustedes normales? – preguntó un anciano.
El reloj está aquí desde tiempos inmemorables – agregó otro.
Ni su ciudad existe tanto tiempo – dijo el recién llegado.
El reloj está aquí hace mucho tiempo – dijo de nuevo el anciano.
– Nadie en la ciudad se acuerda cuando lo pusieron, tanto tiempo hace, señor – empezó a explicar uno y cuando se dio cuenta de que ni esto le ayudaba, continuó:
– Por aquí pasaron muchos ejércitos, pero ninguno tocó el reloj. La gente les gritaba: cómo se atreven, especialmente hoy, cuando a nadie se le ocurre eso, quitar el reloj.
– Yo le voy a decir, señor, que hubo un hombre en nuestra ciudad que quiso quitar el reloj, pero él estaba mal de la cabeza y hasta que no se murió nosotros cada noche lo cuidábamos, ¿entiende? – dijo uno con voz temblorosa por lo que concluyeron que recién llegó y que estaba apurado.
– El reloj es como las rocas; él está aquí y nadie lo toca – continuó el anciano.
– El reloj está más cerca del cielo que de la tierra – dijo una mujer.
– Tú no sabes donde empieza el cielo – dice el recién llegado.
– Cinco metros sobre mi mano levantada, señor, y el reloj cuatro – dice un joven. – El reloj es nuestro – se enojó el recién llegado.
– Eso no nos lo había dicho nadie hasta hoy – de nuevo dice el viejo.
– Porque es nuestro y nosotros estamos por primera vez aquí – sigue el recién llegado.
Ya se había reunido un montón de gente. Cuando los recién llegados vieron que todo era en vano, que no lograrían fácilmente el reloj, empezaron a explicar que por la ciudad hace ya mucho tiempo había pasado un hombre, viajero conocido en todo el mundo: Samiz Dizdar, quien pasó toda la vida visitando ciudades y comparando sus bellezas y no se confundió en ninguna parte.
– Y en su ciudad – alza la voz el recién llegado – él no entendió nada, de ninguna manera pudo valorar como corría el tiempo: en todos partes del mundo lo lograba porque sabía seguir el movimiento del sol y se guiaba por él, pero aquí perdió ese poder maravilloso como si alguien con la mano se lo hubiera quitado. Él puso este reloj. Pero, no presintió que el reloj quedaría hasta hoy igual como lo había dejado – terminó el forastero.
– No le crean, como si nosotros no supiéramos que el reloj lo puso el primer director DEL BANCO MUNICIPAL, el señor Ančić – irrumpe una voz.
Los forasteros confusos sacaron un papel de la cartera.
– ¡Miren! – empezó a gritar aquel quien más hablaba.
– En el papel estaba escrito: – Quien posee este documento tiene el derecho de quitar el reloj y llevarlo donde quiera.
La gente quedó petrificada. Estuvieron parados algunos momentos, mudos. Creyeron que lo del reloj quedaba terminado con esos desconocidos, lo quitarían y se le perdería el rastro para siempre. En el papel había algunos timbres de diferentes formas y tamaños y todavía más firmas, legibles e ilegibles. Entre las legibles algunos distinguieron nombres conocidos e importantes, lo que más los atemorizó. De repente alguien del montón empezó a gritar:
El reloj dejará de funcionar si lo bajan.
No.
Sí. Y si no se para en seguida, se parará cuando lo saquen de la ciudad.
El hombre hablaba con voz profunda y solemne, así que todos se tranquilizaron.
– Nosotros lo quitaremos de todas maneras – dijo el que siempre hablaba.- Quiso aclarar que lo llevarían a una gran ciudad y lo depositarían en un lugar seguro, que lo quitarían de la plaza donde lo puede deteriorar la lluvia o romper el viento y que lo verá más gente y que ellos también pueden venir cuando lo deseen. Quiso convencerlos de que hay que quitar el reloj en seguida, que ellos dos lo tienen que hacer y que lo harán pase lo que pase.
– Nosotros lo quitaremos – dijo al final y empezó a trepar por la pared. La pared se desmoronaba porque había sido lavada por la lluvia. – Qué nadie me tire piedras – dijo él.
– Déjate de eso, hombre, así y así el reloj se parará; de nuevo dijo aquella voz que era la única a la que temía. Subía muy hábilmente. Ni siquiera temía que la pared se derrumbara sobre la calle, aunque desde arriba era claro como estaba inclinada y vieja y como en todas partes a su alrededor crecía la hierba, porque ya hace años todos la esquivaban temiendo a que se cayera y la última huella del destacado Ančić. El hombre llegó hasta el reloj y en seguida empezó a destornillarlo. Esto no duró mucho e irrumpió el grito.
– ¡Se paró!
La gente se regocijaba; el tumulto se apretaba y no podía oírse nada de la gritería.
– No se paró, no griten – la tranquilizaba el que se había quedado abajo de la pared, pero la masa no se pudo contener. Esto enfureció al hombre, el que arranca el reloj con toda su fuerza, lo saca y desajusta. Lo mira en sus manos por algunos momentos y entonces enojado gritó: – De todas maneras nosotros lo llevaremos.
Mientras bajaba, la masa se unía, así que parecía que se movía la ciudad. Partieron sin separase del gentío que los seguía.
– Lo llevaremos – cínicamente y entre dientes decía levantando en alto el reloj parado.
A todos les parecía que se estaban llevando y la plaza porque la ciudad de repente empezó a disminuirse y a vaciarse. Cuando salieron de la ciudad a la carretera, se cayó una aguja de reloj. El hombre se inclinó para agarrarla pero sin éxito.
– Déjala – le dijo el otro.
Un poco después de eso se cayó y la otra, pero no paraban; al contrario, apuraron su andar para huir del pueblo que se enjambraba detrás de ellos. Ahora empezaron a caerse los números: bajaban lentamente, casi revoloteando, uno por uno, circularmente, a distancias iguales; quedó sólo un campo blanco, circular, apretado por un rígido marco de acero.
– Más rápido, más rápido – apuraba aquel que llevaba el reloj, pero mientras corrían, caían los trozos del reloj, uno por uno; simplemente se disipaban por la carretera y desaparecían sin dejar huella. Hasta el puente que está alejado dos pueblos de la ciudad, se les había esparcido todo el reloj. Cuando se encontraban del otro lado del río, en la carretera brilló el marco de acero, pero no voltearon. Apresuraban su paso, se perdían, desaparecían y aparecían detrás de los álamos y la gente los seguía retrocediendo y recogiendo en la carretera trozos de su reloj.
LA TUMBA DE IVÁN
El hombre ve a la mujer detrás de la roca; se escondía, se movía y miraba como si buscara algo. Decidió acercarse a ella.
– Es en vano, ahora. Es tarde.
– ¿Por qué?
– Se murió el viejo Iván.
– ¿Se murió?
– Sí. Y no le podemos ayudar de ninguna manera.
– Y yo que recorrí por él tantos cerros, crucé tantos pasos. No me vas a creer si te digo que vine por él. Y recogía yerbas especiales para él por los cerros lejos de aquí. Siempre pensaba en él, en su espalda encorvada y la carga que siempre llevaba el pobre. Lo quería porque era un penitente y eso me guiaba en la vida.
La mujer parecía triste, pensaba, y sus labios se movían como si rezara por el alma de Iván. El hombre la azotó con la mirada, la desvió y miró hacia el suelo.
La mujer dice: ¿es verdad qué Iván no quería las mujeres? Ese cuento nació donde ustedes, se extendió, estalló, fortaleció y llegó hasta nosotros. Ahora nadie puede detenerlo porque todos lo aceptaron, me preguntaron si eso era cierto o alguna gente malvada, los enemigos de Iván lo inventaron para burlarse de él. A todos les decía claramente que eso era mentira, en esas explicaciones perdía mañanas, pero no logré detener las mentiras sobre mi amigo. Pobre, ese tipo de problemas lo llevaron a la tumba. Me da mucha pena que no le pude ayudar.
– Todavía puedes – dijo el hombre.
– ¿Cómo?
– La tumba.
– ¿Qué tumba?
– Iván no tiene tumba. Justamente busco a alguien quien quiera ayudarme…
– ¿Cavar la tumba para Iván?
– No cavarla, encontrarla. Hay que encontrar una tumba para Iván. En vida no se preocupó por su tumba, no creía que un día se despedirá de la tierra. Ahora no tiene tierra, no hay espacio para su cuerpo.
– ¿Y sus parientes, dónde están; y su hermano?
– Todos se rebelarán. Decían que Iván robaba.
– ¿Junto al abuelo?
– No. El abuelo antes de morirse dijo que en ese mundo quería estar tranquilo. Solo. A él ni durante la vida le gustó la presencia de otros, especialmente de los suyos, porque en la vida le fueron hechas muchas injusticias, y él creía que eso era por la numerosa familia que el encabezaba, por lo menos así se hablaba y creía.
– Lo vamos a sepultar junto a Santiago.
– No podemos. Las últimas palabras de Santiago fueron que Iván le debía tierra.
– ¿Junto al tío Andrés?
– No se puede. Ellos no se vieron los últimos quince años. Iván tiene la culpa de que el tío Andrés no se haya hecho rico.
– ¿Cómo?
– El tío Andrés tenía un molino de agua con el cual alimentaba toda la familia y también ayudaba a los parientes, menos a Iván. Iván se ofendió, insultaba al tío Andrés y cuando se enojó mucho, quiso pegarle con una piedra del molino, usó toda su fuerza, pero, afortunadamente, no logró levantarla. El tío Andrés se asustó, después de eso por mucho tiempo esquivaba a Iván y luego, para estar seguro, vendió el molino de agua. El tío Andrés temía que Iván un día lograra levantar la piedra porque en el día de la pelea Iván estaba enfermo y era conocido el carácter de Iván – era así, extraño; sano podía mover las montañas y enfermo caía de tal manera que apenas se movía, hablaba difícilmente y no comía. Entonces trataba sólo con los niños, y ellos le hacían bromas y alegres juegos se convertían en raras escenas, muchas veces ofensivas: lo tiraban de las mangas y de los pantalones, le quitaban el pantalón para averiguar si era verdad aquello de que hablaban todos en la región, especialmente las mujeres, le sacaban el sombrero y contaban en él los agujeros de los cuales Iván decía que traían mala fortuna, fallos, porque existían desde la guerra, y ninguno quiso quedarse en la cabeza y por fin romper el hilo de su extraña vergüenza. No se puede decir que los niños no querían a Iván, pero sus juegos fueron descarados en tal medida que a menudo lo obligaban durante horas a que, en cuclillas sin pantalón detrás de los espinos, rogase que le devolviesen la ropa. Iván entonces les prometía todo, les prometía tales regalos cuya belleza en la vida nunca había disfrutado; de los que un tiempo había oído y ahora, en pena, se acordaba. Iván entonces sentía que ofreciendo tantas cosas bellas estimulaba el deseo de los niños y en realidad estimulaba más el suyo porque en tales momentos sentía el deseo por esas inalcanzables bellezas. Siempre sintió que a los niños nunca les daría esos objetos y si los tuviera; en sí engañaba a los niños. Siempre se molestaba cuando ellos no prestaban atención a esas bellezas, sino limitaban sus deseos a cosas razonables, pedían los caramelos empacados de a diez en las bolsitas con que el comerciante Ančić se abastecía de algunas empresas extranjeras. Los juegos de Iván con los niños duraban varios días. Ellos servían a todos de entretención, de ellos se comentaba en los ratos libres y por ellos se enojaba el viejo Viga porque respetaba a Iván. Y por esos juegos Iván ahora no podía encontrar su tumba ni al lado de Viga.
Nos queda encontrarle paz junto al compadre Antić. Sí. Lo mejor es que lo pongamos al lado de Antić.
Tampoco lo podemos dejar a su lado. Antić siempre temía cuando se hablaba de Iván. Antić decía que Iván iba a rebelarse contra la muerte, que levantará la tapa del ataúd y saldrá de la tumba. Su respuesta a la pregunta: ¿Dónde te vamos a sepultar?
– Sólo lejos de Iván – fueron sus últimas palabras.
– ¿Tiene algún pariente lejano?
– No tiene. Ya en la juventud volaron como los pájaros, se levantaron y volaron por el mundo. No venían ni por las fiestas, ni en la primavera.
– Pero, tenemos que sepultarlo, dice la mujer. Él era mi amigo. Siempre cuando venía, él me recibía. Yo fui la única mujer que tuvo trato con él y a quien él respetaba. Una vez yo hasta pasé la noche donde él. Entonces se portó de maravilla. Toda la noche estaba de guardia, tenía miedo de que alguien me llevase.
– Y yo estaría feliz si pudiéramos sepultarlo, encontrarle la paz que él no pudo encontrar. Y no podemos avisarle a nadie, rogarle a nadie porque todos huyen de su muerte como si fuera veneno. Su muerte en realidad nos bloqueó a todos nosotros, mató en nosotros la posibilidad de movimiento, como Satanás. Todos tenemos miedo de algo, tememos. Y cuando lo vayamos a sepultar la gente se quedará de lado, estará tranquila y algunas personas temblarán. Vamos.
Partieron pensando que se alejaban de la muerte de Iván. Pero, la mujer empezó a hablar.
– Nosotros lo sepultaremos. Eso lo dijo atrevida, valiente, casi amenazando. Lo sepultaremos y elegiremos la tierra – agregó.
– Lo haremos en seguida, porque la muerte se enfría, deja a la gente y ella de nuevo vuelve a sus trabajos cotidianos. Y la muerte de Iván no es corriente. Ella mantendrá la gente unida.
– Recorriendo el terreno a lo alto de las casas dijo:
– Lo haremos aquí.
– Aquí no deberíamos. Es cerca de la tumba de Santiago.
– ¿Y allá bajo la roca? – dijo mostrando con la mano.
– Ahí tampoco. Está cerca del tío Yosul.
– Un poco más lejos, veo que hay sitio.
– Está cerca del tío Andrés. Todos ellos están sepultados aquí y será difícil escoger. Tenemos que tener mucho cuidado de no sepultarlo donde él no quisiera ni donde sus parientes no lo querrían. Así hay que elegir.
Mientras elegían, cansados, empezó a llegar la gente. Estaba temerosa y prudente. Nadie hablaba, reinaba un silencio profundo. Entonces una voz dijo:
– ¿Ustedes lo hacen por Iván?
– Sí.
– No estará bien que lo sepultasen aquí.
– ¿Por qué? – dijo el hombre.
– Porque nadie lo desea.
– ¿Y allá? – dijo el hombre mostrando con la mano otro lugar, un poco más lejos.
– Ahí tampoco – dijo ahora otro hombre. Aquí yace mi abuelo. Ellos no se querían.
– La muerte les dio la paz – dice el hombre.
– Pero ellos juraron que ni después de la muerte harían las paces. Mejor dejen ese asunto.
– Tenemos que sepultarlo – dice la mujer. Ésta es la única medicina para él, la única hierba. Y siempre le llevaba las hierbas, tantas hierbas transporté a través de los cerros, recorrí casi toda Herzegovina, pero para él no encontré ninguna. Y en la medida que yo menos podía ayudarle, él me respetaba más como amigo así que los últimos días viéndolo tan débil me sentía miserable. Y si hubiese seguido vivo, si hubiese seguido sufriendo, mi sufrimiento hubiese sido mayor, me hubiese consumido y derrumbado. Él no lo sabía y por eso en la tumba estará más tranquilo, pobre amigo mío.
Entonces para, la sacude un grito: – ¡Basta de eso! ¡Eso es sólo a diez metros de mi buen padre!
– ¿Y en los cerros? Allá gobierna la paz eterna.
– Él no quería eso – dijo el hombre. Tenía miedo. No tiene por que estar solo en ese mundo. Además, allá no van los niños. Y sería una gran injusticia alejar su tumba de las miradas de los niños.
– La mujer se detuvo y se puso pensativa.
– Será difícil, dijo. Todos se detienen, miran. Gritarían, morirían, pero tienen miedo de esa muerte. Tenemos que hacer algo para que no lo maltraten. Encontraremos un lugar que nos convenga a todos.
– ¿Cómo hacerlo? – preguntó el hombre.
Mediremos. Calcularemos la distancia entre todas las tumbas y encontraremos el lugar para Iván.
– De acuerdo, el hombre se encoge de hombros.
Con ese acuerdo ellos despertaron la atención de todos. Todos observaban mudos, la mayoría estaba quieta, algunos temerosos, daban la impresión de que esperaban una orden desagradable. Esto lo notaba especialmente la mujer y estaba contenta, sentía que crecía su fuerza. Tenía la impresión que la gente la hubiese reconocido y por eso controlaba sus movimientos.
Midieron cuidadosamente la distancia entre las tumbas. Primero con cuidado eligieron y marcaron las tumbas cerca de las cuales no debían sepultar a Iván y entonces determinaron las dimensiones de la nueva tumba. La tierra es blanda, casi sin piedras, dijo el hombre.
Cavaban rápidamente, callados. Ninguno de la masa les hablaba, aunque se sintió cierto alivio, desaparecía el dolor. Cuando terminaron de cavar la tumba, el sol ya caía detrás de las montañas, la gente se iba y perdía en la dirección a la ciudad. Ellos dos con esfuerzo trajeron el cuerpo de Iván, envuelto en un lienzo, hasta la tumba. Cuando lo colocaron, la mujer susurraba algo, algo como una plegaria y se levantó. Ya nadie estaba cerca, sólo ellos. Yéndose, el hombre dice:
– La tumba de Iván se encuentra ciento diez metros de la tumba del tío Andrés, doscientos metros de la tumba de Santiago, ciento ochenta metros de la tumba de aquel con quien peleó a muerte y dos veces tanto de las tumbas de aquellos que no querían estar cerca de él. Ahora es totalmente seguro que reposará en paz.
Dándose vuelta, como si se hubiesen puesto de acuerdo, ambos echaron una mirada a la tumba. Cuesta abajo del cerro aparecían los niños, se alcanzaban y reunían alrededor de la tumba.
LA CASA DE LEO
Todos los que hemos crecido después del cambio recordamos bien el día cuando a Duvno[1] llegó el señor Leo Rubić y eso no debido a que ese día fue especialmente soleado y tibio, inusual para ese período del año, ni tampoco porque el señor Leo llegó a la ciudad por el camino del sur, a través de los cerros, sino porque vino a ella en una carreta desencajada que se desbarató en la plaza donde Leo había parado. Él tranquilamente observó todo a su alrededor: y las casas y la mezquita y las tiendas viejas, ahora cerradas, como si antes nunca hubiese estado en la ciudad y como si la ciudad fuese bonita. Ni siquiera prestó atención a la rueda que se le cayó de la carreta y que haciendo un ruedo, se había tendido en la carretera, lejos de ella. Leo puso su equipaje en el pavimento y se paró frente al banco que estaba cerrado y en el que todavía lucía el enrojecido timbre que acusaba la severidad de las autoridades. – Éste no seguirá su viaje hasta que no repare la carreta – susurraba la gente. En la ciudad se empezó a averiguar si Leo era de Duvno o sólo un pasajero, como los que en esos días, debido a la rigidez que flotaba en el aire, que apretaba y helaba todo, en verdad habían pocos. Algunos decían que el hombre estaba por primera vez en nuestra ciudad, pero que se quedaría porque Duvno le gustó en seguida. Y aunque a nadie le agradaba, enseguida se transmitió la noticia de que Leo tenía la intención de comprar casa y establecerse en el centro de la ciudad. Y de verdad, ya al atardecer Leo compró la casa sobre el parque; la de Jamid Dizdar, el herrero, quien enterándose que las autoridades cerrarían las herrerías y que la gente lo abandonaba y evitaba, dejó la ciudad. La casa era larga y baja, se prolongaba junto a la ladera, tenía muchas ventanas así que parecía hueca cuando ellas se abrían; las ventanas se abrían de afuera y era una casa alada; bailaban y golpeaban al viento; a menudo se rompían y caían. En seguida compró y el jardín de Jaquia Dizdar, hermano de Jamid, quien también abandonó la ciudad valiéndose del pretexto que no podía vivir sin su hermano, pero en la ciudad creían que él tenía miedo de las autoridades porque en la guerra había hecho cosas inadmisibles, hasta quiso matar y a su hermano Jamid, lo que le impidió la gente, especialmente Semiz Numić quien era valiente y fuerte porque luchó en su vida moviendo y rompiendo rocas. La gente afirmaba y consideraba que Jaquia había querido matar a su hermano justo por esa casa porque por ella él lo había engañado en la división de bienes. Jaquia creía que la casa era un tesoro incalculable que durante su vida lo había poseído el padre y no lo había denunciado a nadie temiendo la ruina que presentía todo el tiempo y sufría con intranquilidad. Pero toda mención de los hermanos terminó cuando en la ciudad había aparecido Leo, en verdad, empezó a mencionarse la “casa de Leo”.
– Éste va a comprar toda la ciudad – decían.
– Ya verán, éste comprará todo Duvno. Una mañana amaneceremos suyos – protestaban muchos.
– Eso temo – decía la señora Irma que vino a la ciudad hace trece años, lo que todos habían olvidado, y ella misma raras veces se acordaba de eso.
– ¿De dónde tiene tanto dinero? – preguntaban algunos.
– Robó al estado – mordazmente decían aquellos a los cuales no les gustó el porte de Leo ya desde su llegada a la ciudad, ni su manera de erguirse como un militar.
– Va a comprarnos, gente, impídanlo, detengan sus pérfidas intenciones – gemía la señora Irma.
– Eso ya no puede pasar – tranquilizaba a la gente el doctor Ismael; al doctor Ismael todos le creían, hasta aquellos que estaban enfermos desde muchos años y él ya no les podía ayudar por lo que se sentía infeliz, se aislaba y paseaba hasta entrada la noche, a veces y hasta la mañana, y en sus paseos daba una ojeada a las ventanas iluminadas creyendo que detrás de ellas alguien se estaba muriendo.
– No tengan miedo – decía él – eso no lo pudo ni el señor Ančić, el comerciante más poderoso que pisó estos cerros.
Y Leo siguió con las suyas: compró algunos árboles altos los cuales hasta entonces no había habido en la ciudad y los plantó en su jardín y también tumbó el cerezo que había plantado el papá de Jamid y que cultivaba Jamid.
– Leo no es inteligente – decía Santiago, el hombre más viejo en la ciudad. Jamid regresará; él visitará la tumba de su padre porque no se puede separar de ella: Jamid ha sepultado a su padre cerca de la casa, junto a la ventana sólo para poder todas las mañanas, al despertar, echar una mirada a la tumba. Él sepultó a su padre junto a la casa aunque todos protestaban – y la ciudad y la familia -, y nadie vino al funeral y Jamid cavó solo la tumba, y rezó solo a Dios, aunque no entendía mucho de eso. Y cuando se de cuenta de que el cerezo que le recordaba a su padre, que crecía sobre la tumba, ya no está, él se enojará. Jamid siempre decía que el cerezo tejía sus venas bajo la espalda de su padre; en la tumba, apretándole los huesos para que no se separen. Además, esos árboles altos aquí no pueden crecer. Leo transportó los árboles de los pueblos del sur en una carreta campesina que retumbaba por la gastada carretera, los trajo en la noche así que despertó a toda la ciudad: la gente aparecía en las ventanas y protestaba. No mucho después de eso, Leo levantó una fuerte cerca de alambre alrededor de la casa, la fortaleció; la cerca negra y alta oscurecía toda la casa que ya de por sí tenía las ventanas bajas y estrechas. “Él esconde algo”, sospechaban. Ahora ya no había ninguna duda de que Leo poseía gran riqueza y que no la había logrado con su trabajo, puesto que se encierra y protege de la gente lo que nunca nadie había hecho en Duvno. Al anochecer, cuando el sol caía detrás del cerro y sólo se reflejaba de la ladera en la parte opuesta del campo, la gente en gran procesión desfilaba frente a la casa; casi toda la ciudad se transfería a ella así que la plaza quedaba vacía y hueca; algunos daban una ojeada detrás de la alta cerca a las ventanas, y cuando la oscuridad apretaba la casa y se unía, amontonándose en los cristales de las ventanas oscureciéndolos, los muchachos saltaban la cerca y miraban a través de las ventanas. Y ellos transmitían las noticias que de verdad no se veía nada porque Leo cubría las grandes ventanas vueltas hacia el cerro con gruesas cortinas negras, y aquellas más pequeñas que daban hacia la ciudad las había clavado con postigos de madera. Hasta tarde en la noche la gente pasaba por la casa y los holgazanes y vagabundos esperaban la mañana alrededor de ella. Ya se empezaba a hablar que Leo se iba a morir de miedo y que seguramente tenía algo peligroso ya que no salía. Y entonces, Leo, como a despecho, de un día para otro, pintó la casa de un color raro, hasta entonces no visto en Duvno; la casa ahora no se veía bien desde lejos y de cerca fácilmente se podía confundir con las demás porque el color se reflejaba, casi pasaba a todos los objetos que estaban cerca a ella. Ahora ya nadie dudaba de que Leo era un pecador y que se escondía hábilmente: vino a una ciudad que es alejada de los caminos y se esconde en los cerros, situada detrás de una colina y que no se ve de ninguna parte, y cree que nadie lo va a encontrar. A pesar de lo que se suponía de Leo, las autoridades no mostraban interés por él. Una noche el pueblo se reunió alrededor de la casa en mayor número que antes. Parecía que había más gente de lo que la ciudad tenía habitantes. Y en realidad: algunos reconocieron a gente de los pueblos del sur que en raras ocasiones la visitaban. La casa ni siquiera se veía, se veía sólo la cima del álamo sobre ella; del álamo que sobresalía la cerca; lo había plantado el tío de Jamid quien siempre peleaba con su hermano, el padre de Jamid, y no quiso plantar el árbol en el jardín para así poder cortarlo cuando lo desease. Sin embargo no lo cortó, el árbol creció alto y bonito y le dio lástima; ese deseo le pasó una primavera, como quitado con la mano, cuando el árbol de un día para otro se cubrió de hojas, sencillamente estalló y se cubrió de verde.
Ahora se oía como el pueblo de la manera insolente y chantajeando llamaba al señor Rubić, como todos gritan y dicen groserías: él como por despecho no aparecía. Algunos gritaban que era ladrón y estafador, que era un rebelde y un bandido, como aquellos que todavía hay en los montes. Cuando alguien gritó que Leo violaba a las mujeres, el pueblo se lanzó contra la casa; empezó a echar piedras y se oyó como se quebraban las ventanas. La gente, y grandes y pequeños, de todos lados, algunos de cerca, otros, especialmente los jóvenes que tenían más fuerza, tiraban palos y piedras a la casa; con cada golpe, aún con el más suave, la casa se estremecía, se rompía y cambiaba su forma: ella se desprendía pedazo por pedazo, se rompían las vigas y se quebraban y caían las tejas, el techo se quebraba y se veían huecos negros, se rompían las tablas y saltaban, se dividían, y los pedacitos caían por todos lados; al gentío incontrolable nadie lo pudo detener, ya no existía el prado alrededor de la casa, estaba ennegrecido porque la gente furiosa sacaba las piedras, las arrancaba y las echaba a rodar hacia la casa; agotada, dejaba las piedras revueltas que se blanqueaban o ennegrecían a diferentes distancias. La casa se había deformado completamente, el paisaje alrededor de ella se extendió, prolongó, casi huyó y llegó a ser triste y vacío, como si lo hubiesen expulsado, roto; quisieron emparedar la casa así que Leo no salga nunca de ella: la casa fue destruida hasta sus cimientos, nivelada a tierra, casi aplastada: primero se cayó, se hundió, el techo se extendió y bajó, cayó y se niveló con las paredes, y entonces, por los golpes empezó a despedazarse poco a poco hasta que no desapareció. Hasta entonces la gente tuvo miedo de irse y sudorosa y furiosa esperaba, temiendo que la casa no se levantara, que no se recuperara, que no creciera. Y volteaban por largo rato, partiendo, primero en grupos y luego uno por uno vaciaban el espacio, y se vio claramente que la casa ya no existía.
Del libro: Staljinova slika i druge priče (La foto de Stalin y otros cuentos)
Traducción: Željka Lovrenčić
Stjepan Čuić nació el primero de abril de 1945 en Bukovica, cerca de Duvno. La primaria y la secundaria las terminó en Osijek y se graduó en la Sección de Lenguas y Literatura Yugoeslavas de la Facultad de Filosofía y Letras de Zagreb. Era redactor de las revistas Tlo (Suelo) y Pitanja (Preguntas). Es miembro de la Sociedad de Escritores Croatas desde el año 1972. Era su presidente.
Entre otros libros ha publicado: Iza bregova (Detrás de los cerros, 1965), Balkanska tiranija (La tiranía balcánica, 1986), Orden (El orden, 1990), Svijetla budućnost (Futuro brillante, 1992), Abeceda licemjerja (El abecedario de la hipocresía, 1993), Lule mira (Las pipas de la paz, 1994), Dnevnik po novome kalendaru (Diario según nuevo calendario, 2007), Tumač vlasti (El interpréte del poder, 2008). Tradujo obras de Puschkin y Zinoviev. Sus obras han sido representadas en el teatro y trasmitidas en la radio. Vive en Zagreb.
[1]* Antiguo nombre de la ciudad Tomislavgrad que se encuentra en el sudeste de Bosnia y Herzegovina (n. de t.)
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…