Por Miguel de Loyola

 Recorrer la ciudad de Constitución después del cataclismo vivido la madrugada del 27 de febrero, hiela el alma. Uno no puede dejar de preguntarse cómo sería el desastre pocas horas después, si transcurridas cuatro semanas de los hechos, los estragos del terremoto y maremoto todavía pasman la mirada del visitante.

Aquel amanecer debió ser apocalíptico, y de ahí tal vez la desesperación de sus habitantes, cuando desbocados asaltaron el comercio de la ciudad,  convencidos que el mundo llegaba a su fin.

Las imágenes de la prensa y la T.V., a pesar del sensacionalismo propio de los medios de comunicación,  dicen poco acerca del dolor y la destrucción. Otra cosa es constatar en vivo los despojos dejados por la furia de la naturaleza en esta antigua ciudad chilena. Una ciudad alguna vez puerto, y Puerto Mayor, como lo archiva la historia,  pero que inexplicablemente perdió su calidad de tal en algún momento de  amnesia nacional. Debido tal vez a su mar indomable, a esas olas que estremecen sus costas con estruendo de tambores de guerra. O tal vez debido al cambio de posición de la desembocadura del río Maule. La Barra se movió de su lugar original, situándose junto a la boca ansiosa del océano Pacífico. O quizá debido a los infaltables intereses comerciales, los cuales cambian siempre los destinos de los hombres y del mundo circundante. Tampoco se explica porqué no fructificó el proyecto holandés del puerto de Maguillines,  una inversión monumental tirada al vacío de las aguas, y el cual reemplazaría al antiguo muelle del puerto de Constitución. Allí, sobre los cimientos del puerto abandonado, se instaló a fines de los años ´60 la empresa CELCO, transformando la actividad turística del entorno y la economía de la ciudad. Hoy la planta de Constitución produce la mayor parte de la producción de celulosa del país. La proliferación de bosques aledaños reemplazó hace muchas décadas los bosques nativos existentes en la otrora región de changos y mapuches, y hasta cuyos confines se presume la extensión del imperio incaico en su mayor momento de expansión.

En torno a la rivera sur del río Maule, la cantidad de escombros y casas en el suelo impresiona como la visión de una ciudad bombardeada. Ruinas sobre ruinas, cascajos, vidrios, latones, maderos, fierros retorcidos, restos de navíos enseñan esqueletos destripados, ruedas, neumáticos, tejas, pedazos de un mundo desarticulado, desarmado por fuerzas sobrenaturales, incomprensibles, implacables. Por ese costado norte de la otrora Villa Nueva Bilbao, fundada a partir del año 1793 por Santiago Oñederra, aunque sus antecedentes como astillero se remontan a 1578, la madrugada del 27 de febrero el mar entró varios kilómetros río arriba, desbordándose con su furia desbocada hacia la ciudad hasta llegar a la misma Plaza de Armas. La ola demoledora cruzó así de norte a sur las calles Echeverría, Blanco, Bulnes, O´hhigins, Freire, Oñederra, y de poniente a oriente sus aguas cubrieron desde  Rengifo hasta Hospital. Antiguas casas que bien pudieron resistir gloriosas el terremoto grado 8.8 sobre sus primitivas estructuras de barro, fueron devastadas por la artera incursión del mar. En algunos sectores el nivel del agua subió por sobre los dos metros de altura, como lo confirman las marcas impresas sobre las murallas. Nadie podía imaginar ni prever una tragedia semejante. En aquel sector de la ciudad fueron famosos sus astilleros durante casi dos siglos. Allí junto a la rivera sur del río se construían los famosos faluchos maulinos que hasta hoy día  navegan los mares australes. La noble madera extraída de los bosques nativos cercanos al río servía de materia prima para la construcción de las míticas embarcaciones maulinas. Hoy ese mundo se encuentra sepultado desde hace varias décadas, debido al avance tecnológico y al reemplazo de la madera por otros materiales. Se presume que en el actual Rancho Astillero, punto turístico de gran interés, ubicado diez kilómetros río arriba, comenzaron en 1578 los españoles la construcción de sus naves.

Por el otro frente de la ciudad, hacia el poniente, aquel que enfrenta de lleno el mar, la devastación sigue siendo igualmente inquietante. Todas las instalaciones turísticas emplazadas de cara al océano Pacífico desaparecieron. Se las tragó la ola demoledora y asesina que no discriminó en ningún punto de su pavoroso recorrido tierra adentro. Los cinco kilómetros de playa, como versa  el orgulloso slogan turístico de la ciudad, fueron sepultados por largos minutos bajo las aguas invasoras, arrastrando en su retiro todo vestigio del mundo civilizado. Las farolas, escaños y escalinatas fueron arrancadas de cuajo, lo mismo que hoteles, cabañas y  restaurantes, dejando en claro de una vez y para siempre la potestad invencible del mar. Nadie podía presagiar un final semejante para un balneario tan antiguo, nadie puede imaginar todavía como se vuelve a reconstruir todo eso, si tiene algún sentido levantar un mundo destruido con la posibilidad de volver a ser destruido por las mismas aguas en el futuro. El camino de acceso a la playa está transformado en un derrotero de  cementerio, donde es posible, para quienes conocieron Constitución alguna vez antes del cataclismo,  certificar las tumbas de las construcciones devastadas por el maremoto. Sólo falta agregar los epitafios, o el resumen de las vidas vividas en sus espacios, de las aventuras corridas por aquel interminable borde costero, por los amores y los sueños compartidos de muchas generaciones que pasaron por esos suelos amando, buscando el calor de la playa y la algarabía alegre del mar y sus gaviotas. 

En las calles de la ciudad, la destrucción va casa por medio. Y el visitante no deja de preguntarse porqué ésta sí y aquella no. Por qué mi casa y no la del vecino, por qué el destino se ensaña con unos y no con otros, por qué la muerte al igual que la vida pareciera escogernos uno por uno. Y es aquí cuando el misterio se apodera de nosotros, y es aquí cuando el hombre vuelve una vez más a hundir la cabeza en el resumidero de la conciencia sin hallar ninguna respuesta concreta a los problemas. Es aquí cuando las sociedades modernas se descubren otra vez a sí mismas frente al dilema del hombre primero: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy.  

Miguel de Loyola – Constitución – 27 de marzo del 2010