Por Ariel González C.
A pesar del sol, Gato permanecía escondido detrás de un pilote. Sabía que Pelícano también estaba al acecho desde lo alto de un mástil y que, en esta guerra de vida o muerte, sólo ganaría el más rápido.
Pescador comenzó a cobrar hábilmente uno de los avíos. Gato se puso en atención y Pelícano abrió sus alas. En cualquier momento podía llegar el almuerzo o quizás la comida de un par de días. A medida que el hombre sacaba el cordel, los latidos del felino aumentaban y la sangre comenzaba a recorrer su cuerpo, ganando temperatura. Sin embargo, Pelícano no pudo controlarse y se lanzó a volar haciendo círculos encima del pescador. Este le echó una mirada y lo maldijo. Gato comprendió que el ave había perdido la pelea y se concentró más en los movimientos del hombre. Por fin salió la punta del cordel pero el anzuelo estaba vacío.
El felino entristeció y volvió a acomodarse en su lugar de acecho, pero Pelícano no corrió la misma suerte. Antes de que el pescador sacara el anzuelo, ya se estaba tirando en picada. El hombre lo vio venir y tomó el arpón de mano. Pelícano comprendió sus intenciones y trató de detenerse, pero llevaba demasiado impulso. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, pescador le lanzó un swing. El ave atinó a encorvar su cuerpo torpe y la punta del arpón solo pudo arrancarle algunas plumas de la cola. Lanzó un graznido y, alzando el vuelo, se perdió entre los mástiles y palmeras que había en aquel pequeño puerto.
Pescador iba a poner otro pedacito de calamar al anzuelo, pero hubo un faje en el agua, por lo que prefirió una sardina. Le dio tres vueltas al cordel sobre su cabeza y lo lanzó en dirección al aleteo.
Gato se acomodó aún más; total, ya no tenía competidores. Cerró los ojos y disfrutó sentir como el sol tostaba cada uno de sus pelos. Tenía hambre y extrañó más que nunca a su viejo, aquella mano callosa que le acariciaba la cabeza y lo alimentaba. Recordó cuando, por primera vez, él lo había montado en el bote. Era muy joven; aún sus gruñidos no asustaban ni una lagartija. La travesía le pareció un infierno: cuando la chalupa se balanceaba, él encajaba sus uñas en la madera y cerraba los ojos. No podía comprender cómo aquella cosa se mantenía a flote. Pero lo que le causo más espanto fue cuando su compañero sacó el primer pez; le pareció horrible. Corrió hasta la caja de avíos y se escondió. No pudo salir en todo el día, pues siempre que sacaba la cabeza para ver si no había peligro, allí estaba aquel bicho, mirándolo.
El viejo, en vez de defenderlo, se reía de su desgracia; por eso, los primeros días llegó a odiarlo y pensó en darse a la fuga varias veces, pero, en lo que se decidía, llegó a acostumbrarse. Un mes después, podía quedarse dormido aunque hubiese una tormenta, y su pez favorito era el pargo. Su compañero lo sabía, también era el suyo, así que cuando capturaban uno lo dividían en partes iguales. Pero todo no era alegría. Los días en que no se pescaba, el viejo se la pasaba maldiciéndolo y jurando que nunca más lo montaría en el bote. Las personas le decían: “ese gato negro te traerá mala suerte”, pero el felino también se adaptó a eso. Total, cuando la pesca era buena, el viejo se la pasaba acariciándolo y burlándose de los otros, por supersticiosos.
Hacía casi un año de aquella noche en que Gato descubrió que el cuerpo del viejo estaba frío. A la mañana siguiente, tampoco se levantó para pescar. Gato esperó dos días más, pero la situación no cambiaba, por lo que no le quedó otro remedio que salir a buscar comida por sus propios medios.
Cuando llegó al muelle, el bote de los vecinos regresaba de pescar. El felino saltó adentro, metió la cabeza en el cubo y sacó un pargo, pero cuando se disponía a irse, los dueños se dieron cuenta y comenzaron a tirarle todo lo que tenían en sus manos. Sin comprender, no le quedó otro remedio que escapar.
Camino a casa, sólo pensaba en la alegría que le daría al viejo cuando lo viese llegar con su pescado favorito. Tal vez, después de comer, le dieran ganas de ir a pescar, pero cuando llegó se encontró con que un grupo de gente se lo llevaban tapado. Esperó a que todos se fueran, luego entró a la casa y se comió su parte; la otra, la dejó para cuando su compañero regresara.
Esperó varios días, pero el viejo no volvió, así que comenzó a bajar todas las mañanas al muelle para robar pescados. Luego, regresaba y se comía su mitad. Semanas después, las personas volvieron a entrar a la casa por la peste que de allí salía y se encontraron con docenas de pescados picados por la mitad y ya podridos. Clausuraron la casa y a Gato no le quedó más remedio que dormir en la calle. Y así se convirtió en lo que era ahora: Un ladrón de muelle.
Barracuda llevaba dos horas persiguiendo a la mancha de sardinas, y a pesar de sus muchos intentos, aún no había atrapado ni una. Bien sabía que no era la misma de antes, no solo por la edad, sino también por esa vieja cicatriz en el tronco de la cola. Hacia ya casi seis años de aquel día terrible. Fue una mañana de agosto: ella estaba en la orilla, disfrutando de los primeros rayos del sol, cuando un chapoteo en el agua la hizo ponerse en guardia, pero al comprender que era uno de esos animales lentos que siempre están en las orillas, no le prestó atención e intentó regocijarse nuevamente. De pronto, sintió un golpetazo en la cola, que rápidamente se convirtió en un dolor agudo. Intentó nadar desesperadamente, pero solo se movía en el mismo lugar, y al voltearse, vio su extremidad atravesada por algo que había disparado el animal de orillas. Volvió a intentarlo dos, tres veces más, pero aquella extensión de su agresor no la soltaba, por lo que tuvo que retorcerse hasta rajar la piel. Desde ese día, la vida le cambió para siempre: su velocidad de ataque disminuyó un cuarenta por ciento, por lo que tuvo que conformarse con comer peces heridos y algunos moluscos. Sus amigas la llamaban la coja o limpiafondos, y a veces para molestarla, le aconsejaban que se metiera a herbívora, pero ella sabía que la querían. Incluso, cuando pescaban en grupo, se aseguraban de herir algunos peces para que ella tuviera una oportunidad. Desde aquel día, juró nunca más acercarse a la costa.
Pero aquella tarde tenía hambre y, al no encontrar ningún molusco, no le quedó más remedio que perseguir a la mancha de sardinas. Sus amigas se habían quedado atrás, atacando a unos agujones, pero estos eran demasiado rápidos para ella. La mancha de sardinas entró al puerto. Barracuda sintió un escalofrío y se le erizaron las escamas. Pensó en detenerse, pero el estómago la empujaba hacia delante. Así que se sumergió más y entró al puerto deseando no encontrarse con alguno de los animales de orillas. Los pequeños peces se amontonaron bajo la sombra del primer muelle que encontraron. Barracuda sintió alivio al ver que no se adentraron más y se echó en el fondo, en espera de que alguna se despreocupara. Una, solo una que capturase y se iría para siempre de aquel peligroso lugar.
No tardó en notar que una de las del centro no se movía. Por un momento, pensó que estaba muerta, pero rápidamente cambio de idea al ver que no descendía al fondo. Sin perder tiempo bandeó lo más veloz que pudo su pedazo de cola. La mancha, al verla, se dispersó, dejando en el centro a la victima, la cual el terrible pez tragó entera.
Gato vio que Pescador, de un salto, se puso de pie, y él hizo lo mismo “Al fin”, pensó, y el estómago le empezó a crujir. El hombre tomó el mismo carrete anterior y dejó que el cordel saliera, mientras lo rozaba con los dedos de la mano derecha. Cuando lo creyó oportuno, le dio un fuerte jalón en dirección contraria.
Barracuda sintió que se le desgarraba el alma cuando el anzuelo salió del interior de la sardina y le rajó todo el estomago, hasta enterrársele justo en la tráquea.
Pescador dio un grito de alegría, provocando que Gato saltara en el mismo lugar, y comenzó a cobrar el cordel. Al notar el gran peso que había en el otro extremo, se emocionó aún más. “Seguro que es un pargo grande”, pensaba, mientras cobraba con más rapidez.
Gato miró hacia el cielo y no vio ningún indicio de Pelícano. Sonrió al imaginarse el susto que éste se debió haber llevado. Ahora, la presa era sólo suya, nada más tenía que esperar a que pescador la pusiese en el cubo.
Barracuda buscaba desesperada al animal de orilla para escapar por el lado opuesto, pero el cordel, provisto con un alambre de acero, la arrastraba brutalmente. Comenzó a dar volteretas para arrancarse el anzuelo, pero pronto desistió por el dolor que le causaban los movimientos.
Un minuto más tarde, Pescador sacaba al enorme depredador fuera del agua, pero al ver lo que era, comenzó a maldecir en alta voz, convencido de que todas ellas estaban enfermas. Luego, tomó el arpón de mano.
Con el primer golpe, a Barracuda se le alivió el dolor del estomago. Pescador volvió a alzar el arpón embarrado de sangre y le dio otro en la cabeza, de igual magnitud. Lo último que escuchó Barracuda fue algo sobre carnada. Luego, dolor y vida desaparecieron.
Gato comenzó a perder la paciencia; la espalda del pescador no le permitía ver de qué pez se trataba. Seguro que era un pargo, su pargo. En un impulso desesperado, dio unos pasos hacia delante, luego volvió a retroceder. Miró hacia el cielo: Pelícano seguía ausente. Sonrió con nerviosismo. Las patas se le aceleraban sin que él las mandase. De pronto, vio que pescador tiró algo dentro del cubo y luego lo puso a sus espaldas “Ahora o nunca”, pensó, y les dio rienda suelta a sus patas.
Cuando estuvo a unos cuatro metros del objetivo, una mandíbula abierta en toda su amplitud lo hizo regresar hasta el escondite. Ya sabía de qué se trataba: los mismos dientes que una tarde abrieron la piel de su viejo cuando este la descamaba. Fue tanta la sangre que soltó su compañero que ese día prefirió regalarle su mitad de pargo y comerse una mojarra mantequera.
Pescador tomó el último trozo de calamar que le quedaba, lo acomodó en un anzuelo número tres y lo lanzó lo mas lejos que pudo. Puso el carrete en el piso y prendió un cigarro, mientras se volvía a sentar. No era un hombre religioso, pero siempre, antes de lanzar un avio, le pedía a Dios por una buena pesca. Comenzó a ir a la iglesia solo para ver a su Ana, que quizás no era tan suya, pero al menos le dirigía dos o tres miradas cada domingo, y a veces hasta alguna sonrisa. Eso era suficiente para que cada noche memorizara una buena parte de la Biblia. Entonces, al final de las misas, se ponía cerca de ella y forzaba una conversación con cualquiera sobre lo memorizado y, en el momento preciso, soltaba en un tono medio alto su discurso. Sabía que Ana lo escuchaba; él trataba de no mirarla, porque cuando se encontraban sus ojos con los de ella se le olvidaba el libreto y la lengua se le volvía plana, imposibilitándole articular palabra alguna.
Ya hacía varias semanas que no iba a la iglesia, pues tenía que pescar un pargo para regalárselo a su Ana, todo porque, en la última misa que había asistido, mientras daba su discurso, ella lo interrumpió para darle las gracias a Rafael por el hermoso pargo sanjuanero que le había regalado el día anterior a su madre. Luego, le tomó la mano y salieron juntos de la iglesia.
Él se quedó con la boca abierta, mientras los seguía con la vista. Giró sobre sus talones para salir por la puerta contraria, sin importarle sus interlocutores. En ese momento, uno de ellos le preguntó como interpretaba Génesis seis, versículo diecisiete. Él le dirigió una mirada endiablada y lo mandó para el carajo. Ya llevaba dieciocho días intentándolo, pero no había atrapado pargo alguno. Rafael poseía un bote, pero él se tenía que conformar con aquel puertillo podrido, el cual había jurado dejar muchos años atrás.
Gato se estaba quedando dormido cuando una sombra que lo sobrevoló lo hizo ponerse en guardia. “Pelícano”, pensó, pero sólo era uno de esos pájaros grandes y llenos de luces que nunca bajan al suelo. Antes de intentar acomodarse, le dirigió una mirada cansada a Pescador, pero éste había desaparecido: sólo estaba el cubo con el cuerpo de Barracuda. Gato dio cinco pasos al frente, pero nada. No podía creer que Pescador le había hecho esa basura de irse sin pescar. Entonces, comenzó a acercarse lentamente, pero cuando estaba a medio camino, un ruido en el agua lo hizo saltar del susto. Al mirar, encontró a Pescador, que cobraba enérgicamente uno de los avíos.
Gato retrocedió hasta su rincón. Las patas empezaron a saltarle solas en el mismo lugar y, la sangre, a ganarle velocidad en las venas. El hambre de pronto comenzó a morderle el estómago como un perro rabioso. Miró hacia arriba, revisó en segundos todos los mástiles y no encontró rastros de Pelícano; entonces, fijó sus cinco sentidos en Pescador, como un tigre.
No fue hasta tres minutos después que el hombre pudo determinar de que pez se trataba. Lo primero que le vino a la mente fue su Ana y soltó una carcajada de triunfo. “Lo voy a hacer mejor que el estúpido de Rafael”, pensaba. “Después de entregarle el pescado personalmente y en frente de todos en la iglesia, me arrodillaré y le pediré matrimonio”.
Gato no pudo soportar más y salió corriendo como una sombra hacia otro pilote más cercano, pero tampoco podía definir de qué se trataba. Una de sus patas delanteras se suspendió en el aire y comenzó a moverse como si quisiera atrapar algo invisible, la bajó con trabajo. El sol, a pesar de ser las cuatro de la tarde, seguía quemando como un volcán, pero él no lo sentía: su sangre estaba en estado de ebullición.
Pescador por fin terminó de cobrar todo el cordel y, con la mano derecha, atrapó al maravilloso pez, que seguía luchando por su vida.
La respiración de Gato aumentaba por segundos. Debido a la posición de Pescador, seguía sin ver de qué pez se trataba, pero una corazonada le decía que era uno de sus favoritos. “Quizás una biajaiba o tal vez una rabirrubia”, pensaba.
El hombre, aún emocionado, le zafó el anzuelo de la boca y lo colocó cuidadosamente dentro del cubo. El pez seguía tratando de escapar, pero él prefirió no golpearlo para mantenerlo bello: el suyo tenía que causar más impacto que el de Rafael.
Cuando Gato tuvo su primer contacto visual con el pez, el estómago se le viró al revés y la saliva se le comenzó a caer al suelo: era un esplendido pargo criollo de unas tres libras y media. Su inigualable lunar negro, en la cola, se divisaba claramente, a pesar de la distancia y de los reflejos que causaban las escamas al contacto del sol.
Gato, en ese instante, dio un salto en el mismo lugar y se lanzó como un lince en dirección del pez. Mientras más se acercaba, más lejos le parecía el cubo. Cuando estaba a punto de llegar, una sombra que le tapó el sol le hizo mirar hacia arriba. Descubrió a Pelícano, que se había lanzado en picada hacia el pargo. Gato abrió la boca y duplicó la velocidad de sus patas, pero Pelícano le había tomado la delantera y, antes de poder llegar, el ave se estrelló contra el cubo, produciendo un fuerte estruendo.
Pescador, al descubrirlos, corrió desesperado hacia el arpón. Pelícano atrapó dificultosamente el pescado por la mitad y rápidamente alzó el vuelo, pero gato, que venía con todo el impulso del mundo, saltó y, dándole un zarpazo a la otra mitad de la presa, logró sacárselo del pico. Medio segundo después, el maravilloso pescado cayó al mar, volviendo a ser pez.
Pescador, lleno de cólera, le lanzó el arpón a Gato, pero el felino saltó y la vara metálica siguió recta, encajándose en uno de los pilotes de madera. Luego, el minino huyó brincando de un lado hacia otro, como si hubiese nacido en aquel lugar.
Al no encontrar nada más, el hombre tomó el cuerpo de Barracuda, le abrió la boca y se lo lanzó a Pelícano, que se había posado en un mástil, escondiendo la cabeza bajo una de sus alas, como si nada hubiese sucedido. El cuerpo de Barracuda no llegó ni a la mitad del camino y también cayó al mar. Un minuto mas tarde, era devorada por una pequeña mancha de sardinas.
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Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.