Por Jorge Marchant Lazcano
Las matinés de los domingos, eran, tal vez, uno de los acontecimientos más esperados por los adolescentes a comienzos de los años 60.
Sin el televisor aún instalado en el living de nuestras nuevas casas Ley Pereira en los suburbios del llamado “barrio alto” de Santiago, sin sentir todavía la compulsión por lo que se vislumbra y no se tiene, emulando – sin saberlo – el sueño americano, la cita era a las tres de la tarde en los cines Las Condes – el más nuevo -, Las Lilas, El Golf, Pedro de Valdivia, Lo Castillo o el Oriente. El más lejano, aunque aún en la comuna de Providencia, era el Marconi.
Las salas se repletaban por una muchachada entusiasta que corría por los pasillos antes del inicio de la función, hermosas chicas con cola de caballo, vaporosas faldas y la infaltable medalla de oro con la imagen de la Virgen o algún santo. Veíamos películas inofensivas en programa doble. De seguro, una de vaqueros y luego alguna comedia tonta, que por entonces no nos parecía tonta, y ahora aún menos, porque revelaban parte de esa vida americana después de la guerra, el sueño de familias numerosas para espantar a la muerte, con Doris Day intentando ser la mejor madre, y Rock Hudson, el más viril de los galanes. Nuestros jóvenes, fértiles padres, parecían entonces más atenazados por el rigor del catolicismo que por el pánico al comunismo.
¿Quiénes elegirían aquellos insulsos programas? ¿Quiénes resguardaban nuestra tan protegida inocencia para no poder escapar de la norma? Esas películas vistas en las matinés de muchos domingos no guardaban relación alguna con las que podíamos ver al otro extremo de la ciudad, en los viejos cines del sector poniente: dramas recién salidos de las elegantes salas de estreno en el centro de Santiago, como “Espartaco”, o “Amor sin barreras” o “Matar un ruiseñor”.
Pero fueron aquellos cines del sector oriente los que dieron inicio a nuestros sueños. Muchas parejas se fraguaron en la oscuridad de las enormes salas, muchos deseos inconfesados ante el cura de turno, tomaron forma ante la mirada violeta de Elizabeth Taylor o la musculatura de Jeff Chandler. Tan frágiles como nuestros propios sueños fueron las paredes de esos verdaderos templos en los que aprendimos con vehemencia esta otra religión. No alcanzaron a durar más de cincuenta años. Uno tras otro fueron cayendo para construir feos edificios. Nuestras propias casas no tuvieron mejor destino. “Se acabó esa ciudad – como dice el mexicano José Emilio Pacheco – terminó aquel país… y a nadie le importa: de ese horror quien puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola”.
Pero, insólitamente, una de aquellas antiguas salas, la más distante de nuestras resguardadas infancias, de nuestras resguardadas calles de Las Condes – de espalda al país -, el que estaba casi en el límite de lo permitido (según ese viejo aforismo clasista: “de la plaza Baquedano para arriba…”) se conserva aún viva, recuperada para las próximas generaciones.
De ese horror aún podemos tener nostalgia.
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Publicado en el libro «DE LA OSCURIDAD A LA LUZ, UN TEATRO PARA LAS ARTES». Una historia de la recuperación del Cine Marconi como Teatro Nescafé de las Artes. Ocho Libros Editores, septiembre de 2010.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.