Las manos

Clementina no supo en qué momento las manos comenzaron a ejercer un poder especial en ella. Una noche, se descubrió imaginándolas sobre su cuerpo y el goce desconocido que le provocaban. Al día siguiente, cuando fueron reales ante ella, tuvo un sobresalto. La taza con el café se volcó sobre la bandeja y un quejido escapó de su boca. Escuchó la voz, por primera vez.

-No se preocupe. Fue mi culpa. Creo que todavía estoy algo dormido.

Poco más de un año hacía que trabajaba en el Casino del Aserradero San Jorge, en una isla del sur. Entre el escaso personal femenino y los trabajadores no había contacto. Un delgado tabique de madera los separaba. Sólo se veían las manos, que entregaban y recibían las bandejas. Para hacer más entretenidas las horas, Clementina comenzó a imaginar a los dueños de las manos que veía en el estrecho surco.

La primera vez que vio esas manos, no le agradaron. Grandes, toscas, de nudillos fuertes y dedos cortos. Las imaginó pertenecientes a un hombre vulgar. La mañana en que, en un descuido, sus dedos rozaron la piel áspera, la estremeció una sensación que no conocía. Tuvo que pedir ayuda a una compañera para que continuara con la entrega de bandejas, mientras ella se lavaba una y una vez, simulando enjuagar los platos.

El juego nocturno de las manos continuó durante meses. Se descubrió esperándolas con ansias en lo oscuro de su cuarto para imaginarlas sobre ella. Ágiles, fuertes, de una ternura insospechada.

Una noche, el juego se rompió. Las manos fueron reales. Y unos labios húmedos buscaron los suyos.

 

Cita en el museo

Sucedió un lunes de lluvia y mucho frío. Las salas del Museo de Bellas Artes estaban vacías. Todo era silencio y quietud. Ella, abandonando la incómoda posición, quiso recorrerlo y conocer las novedades que el día anterior había llenado las salas de gente que elogiaba al pintor chileno, radicado en el extranjero.

Mientras caminaba, tuvo la sensación de no hacerlo sola. Inquieta, miró a su alrededor y cuando descubrió al inofensivo muchacho, sonrió con alivio. Su expresión triste la conmovió. Él, absorto en los cuadros expuestos en las paredes, no dio señales de verla. De vez en cuando, se detenía largo rato ante una pintura, se acercaba, retrocedía, la miraba desde distintos ángulos.

Subieron y bajaron al segundo piso, entraron y salieron de las diferentes salas, incluso visitaron el subterráneo. Sin hablarse.

Horas después, ella se dirigió al Parque Forestal. Quería sentir la lluvia en su cuerpo. Él caminó hacia el río Mapocho. Un grupo de estudiantes se cruzó con la mujer. Asombrados del aspecto rígido y su piel marmórea, se quedaron mirándola perderse bajo los árboles. Luego, se alejaron riendo en dirección a la Plaza Baquedano.

Al siguiente lunes, ella y el muchacho se encontraron otra vez en el hall de entrada. Y volvieron a recorrer juntos las salas. Durante casi un mes se dieron cita, sin hablarse y en las horas en que no había público.

Un día, el joven no se presentó. En vano ella lo esperó detrás de la puerta principal. Decidió caminar sola. Había oído de las novedades de otro chileno en el subterráneo. “Son pinturas difíciles de entender para la mayoría”, escuchó decir. Subió al segundo piso, en la esperanza de verlo. Su grito rompió el silencio.

El muchacho se hallaba dentro de uno de los cuadros de Claudio Bravo. Era “El Sirviente”.

Apesadumbrada, arrastrando los pies, ella regresó a su estática posición.

Era el “Eco”, de Rebeca Matte.

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Marcela Royo es secretaria ejecutiva. Ha participado en talleres literarios tales como los del Ateneo de Santiago, el taller autobiográfico de Gonzalo Millán, taller de la Municipalidad de Macul con Miguel Arteche y Nelly Cid, taller del grupo Llamarada con Gabriela Aguilera y en 2010 en el taller “Proyecto Libro Autorial” del grupo Letras del Alma, dirigido por la misma escritora.

Acaba de ganar la Beca a la Creación Literaria 2011 otorgada por el CNCA.