Tres cuentos de la escritora Cynthia Rimsky

CYNTHIA RIMSKY

Nació en Santiago, Chile en 1962. En 1995 obtuvo el primer premio en los Juegos Literarios Gabriela Mistral por el relato «El aliento de Fátima». Publicó en 2001 su primera novela, Poste restante, que en 2002 fue reconocida con el segundo lugar del Premio Municipal de Santiago y que Sangría Editora publicó en edición aumentada y corregida por la misma autora en 2010.

Ese año recibió la beca Fundación Andes y viajó al norte de Chile para escribir La novela de otro (2004). En 2009 publicó en Sangría su tercera novela, Los perplejos.

Desde entonces ha continuado viajando a lugares diversos en la investigación para sus novelas, mientras imparte sus talleres Las escrituras del viaje.

 

La casa de El Llano

Es extraño cómo un punto en el mapa se puede volver un lugar tan familiar. Quilimarí fue un nombre que escuché, leí o vi alguna vez en un mapa. Puede que el hálito de su nombre despertara un sueño enterrado por años bajo la arena y afloraba ahora que buscaba un lugar para corregir un libro.

El libro impreso ya es una distancia respecto al texto que se escribe de cara a la pantalla, pero para corregir estas historias basadas en mis viajes por el ramal Talca Constitución necesitaba ir más allá. Como el libro se situaba en el sur, el lugar debía estar en el norte. No tan lejos de Santiago por si eventualmente requería venir. Busqué en un mapa caminero de la cuarta región que mi padre compró con cupones en una bomba de bencina. La playa en verano ni hablar. Busqué hacia el otro lado, en los valles, y encontré una breve quebrada que comenzaba en Quilimarí y terminaba en Tilama.

No recuerdo cómo imaginé aquellos dos meses, sabía que quería pasarlos en una casa en el campo, no sabía lo que eso significaba o qué paisaje tendría delante de mis ojos por las mañanas. La primera sorpresa fue que el bus me dejó en la carretera. Seguí a un pasajero, atravesé como él la maleza, una calle de tierra, y llegamos a la vía principal. Junto al paradero había dos almacenes. En uno de ellos me dijeron que debía tomar la micro. Cuando a ambos lados del camino comenzaron a hacerse frecuentes las casas supuse que habíamos llegado. Pedí al chofer que me dejara en la plaza. Me dejó junto a la iglesia. La encargada del supermercado accedió a guardar mi mochila mientras decidía qué hacer. Un vistazo me bastó para saber que no era ese el campo que buscaba. Al cabo de dos semanas Quilimarí se convertiría en un lugar habitual para comprar provisiones. En ese momento me produjo desazón.

Antes de Tilama en el mapa aparecía Guangualí. Una persona dijo que la micro pasaba a la una y otra persona a las tres. El paradero era una lata vertical a pleno sol. Bajo la sombra había un hombre protegido por un sombrero de paja, notaba que era de la zona y supuse que si esperaba la micro, la micro iba a pasar. Así como encontré que él era fiable, él consideró que mi presencia allí era extraña. Le conté que buscaba arrendar una casa en el campo por dos meses. “¿Y usted conoce a alguien por aquí?”. “No, a nadie”. “¿Pero sabe algo de aquí?”. “No, nada, me gustó el nombre y vine a ver si encuentro un lugar para terminar un libro, soy escritora”. Eso cambió completamente las cosas. No solo entendió lo que buscaba, sino que le dio forma. El hombre recordó a un primo cuya mamá tenía una casa sola en el campo. Cuando al fin pudo comunicarse, la casa estaba ocupada por unos trabajadores.

La micro seguía sin pasar y no había otra cosa qué hacer bajo la sombra de un árbol que contarse la vida. Como carpintero vivió en varias partes hasta que el padre le pasó un terreno y se construyó una casa; al lugar no llegaba la locomoción, el agua ni la luz. Su esposa era de Quilpué, no recuerdo si enfermera o contadora; debía ser un amor especial para cambiar una profesión en una ciudad por un vida con él sin agua ni luz. Me contó que por las noches le gustaba quedarse solo y leer. Entonces recordó que el dueño de las micros tenía una casa sola, pero desconocía su teléfono. En eso pasó una micro en sentido contrario. El chofer tenía el número de otro chofer que conocía al dueño. Resultó que tenía dos casas desocupadas; una nueva de subsidio y otra vieja de adobe. Mi benefactor coincidió en que me iba a gustar más la segunda, pero no perdía nada con ver la primera. Pasó un vecino en auto y le pidió que nos llevara. Nunca supe lo que estaba esperando bajo la sombra de un árbol en el paradero de Quilimarí. Mientras él y su vecino hablaban de otros vecinos –nombres que luego conocería en persona-, miraba el paisaje sabiendo que nunca más volvería a serme extraño.

A la casa de adobe fuimos con la esposa del dueño de las micros, con la hija que estudiaba odontología en Guayaquil, en el minibús que la mujer –directora de la escuela- usaba para transportar a los niños. Nos detuvimos poco antes de una pequeña subida; pensé que acababa el camino, en realidad, para seguir a Tilama los autos debían cruzar el río y seguir por el otro lado. El Llano está al final del camino que corre por este lado de la quebrada, son apenas diez casas. Al cabo de algunas semanas cada casa tendría sus habitantes, sus nombres, sus costumbres, sus sonidos para cada momento del día; aparecerían la iglesia evangélica, los fieles que todos los domingos cruzan el puente colgante y, al final del camino, resonarían las herraduras de los caballos que conducen a los campesinos a la cantina. La casa perteneció al padre del dueño de las micros. Como todavía no hacían la posesión efectiva que les permitiría dividirla entre los hermanos, no era legalmente de nadie. La directora tenía allí unas gallinas, iba a sacar fruta para hacer mermelada, y el esposo comercializaba las paltas. Al interior de la casa todo estaba cómo la dejó el anciano antes de morir. Su chaqueta colgada de un clavo, los aliños en la cocina, la fuente plástica para lavar la loza, las fotografías familiares coloreadas, el cojín en su sillón… aquellos objetos ajenos fueron los primeros familiares en ese, mi primer día de campo.

 

Mi vecina, la colina

Y fue una colina pelada, con un árbol en la cima, la primera imagen que me asaltó al abrir los ojos en la casa de El Llano. Más adelante la loma se convertiría en mi vecina; cubierta por la niebla en la mañana, no me daban deseos de levantarme y abandonar aquel sencillo cuarto de madera barnizado, con una ventana, un armario, un colchón de lana que se hundía. Bajo el peso de las frazadas se hacía difícil salir de la modorra pero la colina lo conseguía.

A una hora de la mañana un rayo de sol la iluminaba y aparecían los arbustos, el pasto seco, el árbol con las ramas que el viento había modelado, los pájaros dando vueltas. Hasta mi habitación llegaban los cacareos de las gallinas pidiendo de comer, el primer chapuzón en la poza, la bocina del hombre que vendía helados en su moto, la conversación de las vecinas que pasaban delante de la casa para ir al almacén, la micro de las diez. Imposible seguir inmóvil con tanto movimiento afuera.

Para habitar una casa se necesita construir rutinas. Una de las mías era dar de comer a las gallinas y tomar desayuno en el antejardín. Para eso necesitaba una mesita. Como en la casa no había, abrí la bodega y la encontré llena de tesoros. Al ver aquellos aperos desconocidos, me sentí como una niña que a todo le inventa un uso y una historia. No sé qué pensarían los lugareños al verme con la cara sin lavar y en shorts, pero al primero que me saludó, le contesté; a las dos semanas parecían haberse acostumbrado a saludar a la turista que tomaba desayuno en la banqueta donde el anciano, que vivió allí toda su vida, tomaba el fresco de la tarde. Me lo dijo una señora al pasar: “Ahí mismo donde está usted, se ponía él a mirar la tarde”.

El desayuno me hizo ver el abandono en el que estaba el antejardín. Me pregunté si valía la pena arreglarlo por solo dos meses. La respuesta me la dio la naturaleza: Una mañana me encontré con que por la noche había nacido una flor rosada y enhiesta sobre un tallo verde. Era una azucena. Hurgando, descubrí varias papas diseminadas por el jardín, solo necesitaba picar la tierra y regarlas. Al hacerlo despertaron las flores que se durmieron junto con el anciano.

A las dos de la tarde el reflejo del sol en la colina quemaba las pupilas. Era la hora en que ningún sonido se prolongaba. Si salía afuera no había nadie. Las casas tenían las ventanas abiertas y la brisa ondeaba las cortinas. El único que escapaba de la siesta era el heladero. Nos preguntamos con una amiga que fue a visitarme cuánto dinero le quedaría después de vender los helados que llevaba en la caja de plumavit. Salía dos veces al día. Con el aviso de su corneta, los niños corrían como enjambre a pegarse a la moto. Los que ese día no conseguían monedas, miraban de lejos. Lo encontré en todos los caminos, hasta en quebradas donde no había más de cuatro o cinco casas. Con mi amiga concluimos que los helados le permitían escapar de su casa, de su esposa, de los hijos, los nietos y sobrinos que estaban allí de vacaciones.

Al terminar la siesta, la colina retomaba, como el valle, su fulgor. A esa hora regresaban las cabras del pastoreo. Ya había pasado la camioneta que vendía verduras y el camión del gas. La micro de la tarde abandonaba cansinamente el río en el que diariamente la bañaban los chóferes. Era la hora en que la garza se posaba en la rama más alta del álamo, la hora en la que las muchachas, aburridas, se dirigían al almacén a ver si encontraban alguna novedad que hiciera a ese día distinto a los demás. Por el contrario, ante el espectáculo de la colina dorada, rogaba yo que todos los días fueran iguales.

En el asiento del viejo fallecido, como si yo fuera su fantasma, observaba desde el crepúsculo la última transformación de la colina en un imponente y oscuro pozo por el que despuntaban las estrellas. Junto con eso, hizo su aparición mi primera vecina de carne y hueso, hija del heladero. A través de ella, me enteré que aquel paraíso era también un infierno, como cualquier lugar pequeño.

Esa noche golpearon a la puerta. Junto con abrir, hice entrar el primer misterio. Había dicho a mi vecina que tenía la espalda destrozada por la cama y ella me envió a su hermano. Él no vino por la cama sino por mí. Se trataba de un hombre alto y fuerte, de manos grandes y aliento a trago, que comenzó a hacerse el lindo. Lo mantuve en la puerta. Su cuerpo se inclinaba y yo me retraía. Hasta mí llegaba el sudor del caballo, el polvo, la grasa, el viento, el sol, el camino entre la casa y el almacén donde se reunían a beber cerveza y pisco… la vida que yo no llevaba en el campo.

Supe que en vez de trabajar, prefería inventar una fortuna que no tenía; que tenía una novia, pero no la dejaba que lo mandara; que había procreado uno o más hijos en otros valles por los que había caminado. Él no quería saber cosas de mí. Lo que sabía le bastaba: que en el campo una mujer necesita un hombre. Él era hombre y yo, mujer. Cerré la puerta con la promesa que la abriría nuevamente por la mañana para que él entrara con un serrucho a cortar las tablas que me ayudarían a conciliar el sueño. Antes de cerrar los ojos, miré por última vez la colina. Su lugar lo había tomado la oscuridad.

 

Vida y muerte de la poza

No cualquier casa recibe el privilegio de estar junto a una poza. En la del Quilimarí bastaba abrir la puerta y caminar diez pasos. De este lado estaban las rocas grandes que el sol calentaba y desde las que se tiraban los piqueros. Del otro lado había una playita. Para alcanzarla era necesario cruzar el puente colgante. La primera vez que lo intenté, se zarandeó tanto que tuve que aferrarme a las cuerdas. Entre los conocimientos que me faltaban, estaba el de cruzar un puente colgante. Cuando aprendí a equilibrarme, hice la prueba de llevar a mis visitantes; daban el primer paso confiados y, al segundo, sus cuerpos comenzaban a convulsionar.

Los lugareños ostentaban una técnica tan perfecta que debían haberla heredado junto con la tierra, las cabras, los árboles, los aperos. Había mujeres que mantenían incólumes el paso de gran dama, niños que sabían pasar corriendo, los  más viejos optaban por hacer una pausa. Pasaban a pié, a caballo, en bicicleta, con un perro, con el balón de gas. Eran las cosas que descubría mientras desayunaba en el asiento del difunto. La resolución de estos pequeños misterios, como el de cruzar el puente colgante, me ocupaba varios días o solo uno. Pero al mediodía era el turno de la poza.

Se puede vivir junto a un río, escuchar su rumor, dejarse guiar por el paso tranquilo de las aguas, pero vivir junto a una poza con profundidad para nadar es un lujo, a pesar de que a las horas de más calor era imposible acercarse a causa de los visitantes. Todavía existe aquí la costumbre en algunas mujeres de bañarse con falda y camiseta o solo camiseta. En los alrededores de la  playita vivían unos sapitos que los niños perseguían. Cuando los gritos no me dejaban corregir el libro, salía a observar la forma que tenía la gente de pasar horas junto al agua, todas las pequeñas y numerosas acciones que emprendían, los fragmentos de sus conversaciones. Desde el asiento del difunto imaginaba la vida que llevarían en su casa.

Los que vivíamos en el lugar esperábamos a que se fueran y la poza volviera a quedar para nosotros. La poza y la basura que dejaban. Para ser pequeña tenía diversas posibilidades; junto a la playita se quedaban los niños que no sabían nadar, a mí me gustaba acercarme a los juncos, sujetarme de la roca y flotar, dejarme ir con la corriente hasta los troncos que cerraban el paso del agua, sentarme del otro lado para recibir la caída del agua en la espalda. Como todo lugar tenía sus relatos míticos, un hombre encontró allí la muerte y, a pesar de su tamaño, hubo más de un naufragio.

Si al mediodía el agua fría me quitaba el calor, al final de la tarde, cuando comenzaba a bajar la temperatura, me deleitaba su tibieza. Con el agua hasta el cuello esperaba a que las sombras se zambulleran en los juncos, en las rocas, en la playita, en los troncos, y me sacaran fuera.

Una mañana mi vecina de carne y hueso me preguntó si me iba a bañar con la luna llena. Ese día hubo bañistas que no regresaron a sus casas y las muchachas volvieron antes del almacén. Corregía la novela cuando escuché sus voces. Me puse el traje baño y salí. Hacía frío. La poza que me era tan familiar se había vuelto irreconocible, bajé con temor, cuidando de no tropezar. Entre las rocas, los juncos, la playita, los troncos, la luna abría una inmensidad que me hizo sentir vértigo. Ya no era la pequeña poza, en un riachuelo, junto a un puente colgante, a cuatro horas de Santiago, era la poza en la que el ser se zambullía por primera vez, sin previo conocimiento de lo que ocurriría.

El hermano de mi vecina se volvió tan familiar y extraño como la poza. Lo veía haraganear durante el día y escuchaba sus arengas ebrias por la noche. No se me ocurrió pensar que la poza tenía un origen y en el origen estaba aquel hombre. Habiendo trabajado provisoriamente en la construcción del camino, trajo hasta aquí, sin permiso y fuera de horario, un bulldozer con el que removió troncos y piedras hasta construir para los niños la poza en la que todos los veranos se bañaban. 

El fin de la poza se anunció semanas antes. Diariamente bajaba el nivel del agua, aparecían para quedarse cosas que estaban sumergidas, ramas, islotes, piedras, troncos, basura. Los sapitos se fueron. Los patos que nadaban a través de la corriente salieron caminando, se llenó de insectos y de zancudos. Ya no se escuchaba el sonido de los piqueros, la caída de agua, el motor de los automóviles que traían a la gente de afuera.

Una mañana la poza desapareció. El espacio vacío se volvió doblemente extraño. Hacía días que no pasaba contando sus historias el hermano de mi vecina. Desde su casa llegaban sonoros los gritos y recriminaciones de la madre. El heladero comenzó a salir tres veces y no dos a vender helados en su moto. Una tarde a las siete  vi pasar al hermano de mi vecina completamente blanco, toda la ropa, el pelo, los brazos, las pestañas, el rostro embadurnado en cal. En vez de su acostumbrada gallardía, me encontré con un hombre viejo, cansado, vencido. Supe que había encontrado un empleo en la mina de cal de Infiernillo. Supe también por qué prefería inventar historias sobre fantásticos trabajos que nunca llegaban. Ahora ni siquiera tenía la poza para alardear que algo había hecho en la vida.

 

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En: Blog de Cynthia Rimsky.

 

Gentileza de Ojo Literario