Por Diego Muñoz Valenzuela
29 de abril de 2011, en el Instituto Cultural BancoEstado
Más allá de nuestros deseos o nuestras esperanzas, vivimos en una época donde impera lo desechable, y donde la premura ejercita un poder omnímodo y destructivo.
Las urgencias se esfuerzan continuamente por colarse por el más ínfimo intersticio de nuestras vidas, y se trata a veces de urgencias terribles, que nos parecen de vida o muerte. Y claro que pueden serlo, pero la mayor parte de las veces la rápida marcha de los acontecimientos, el constante bombardeo de información, la predominancia del canto de sirenas que promueve el hedonismo de nuestra sociedad, nos arrastran a una confusión.
Vivimos apurados y angustiados por el transcurso del tiempo, sin disfrutar su devenir, postergando eternamente lo que sabemos relevante. Tal es el resultado de una comunidad que corre al ritmo de la materialidad elevada a la categoría de deidad incontrarrestable. El poder del dinero subordina a todos los demás poderes –políticos, religiosos, informativos, culturales- y se convierte en seguro camino a la omnipresencia, la fama mediática, la capacidad para influir o, más aún, decidir el destino de los demás.
De este modo, al medir los efectos de la vida en términos de impacto, cualquier logro tiende a tornarse efímero y por ende intrascendente. La felicidad se aleja como un horizonte inalcanzable y se desatan la ambición desmedida, el individualismo extremo y finalmente la soledad –aun cuando esta ocurra en un tablado de pretendidas conectividades cibernéticas.
En este contexto, el auténtico escritor se convierte, día tras día, en un ente más contracultural, a menos que opte por dejarse llevar por la corriente de superficialidad y se sumerja de lleno en el dominio de lo trivial.
Para alcanzar la eficacia literaria, el escritor precisa trabajar fuera del marco imperante de la eficiencia. Quiero decir que un extenuante día completo de trabajo puede arrojar como resultado unas pocas líneas, o en el mejor de los casos, unas pocas páginas de legítimo valor. De este modo, la productividad –paradigma dominante de la estructura social moderna- se contrapone con la esencia del oficio del escritor.
Paradójicamente, en esta sociedad cautivada por el individualismo, se vive la ilusión de una comunicación permanente y global, a pesar de la cual la soledad y el aislamiento siguen creciendo a ritmo vertiginoso y devorando los vestigios de la fraternidad y la solidaridad, convertidos en bienes cada día más escasos. En la selva cada cual debe rascarse con sus propias uñas.
Esta tendencia al individualismo asusta a los escritores, que si bien requieren estar solos para realizar su trabajo creativo literario –hago notar la presencia de esta otra paradoja- no dejan jamás de observar y reflexionar acerca de la sociedad en la que están inmersos. En sus mentes se va construyendo un modelo del mundo y ese modelo lo van transfiriendo estéticamente a su creación. Sobra decir que la buena literatura siempre supone un distanciamiento crítico de lo que acontece, por ende se expresará allí siempre una insatisfacción, una brecha que viene a ser el motor del artista.
Tal es la razón que justifica que en los métodos de los científicos sociales se considere con interés progresivo la literatura como fuente de información e interpretación de los procesos históricos. Este hecho se conecta con la antigua idea de que omitir u olvidar la historia, puede condenarnos a repetir sus episodios más trágicos. Esta es una tendencia que se opone a otra, que embozada o directamente, pero nunca inocentemente, pretende institucionalizar el olvido, la desmemoria, bajo el falaz argumento de que lo fundamental es pensar y construir el futuro. Y corresponde sacar a colación el hecho de que las tiranías más terribles han privilegiado el olvido, y han sometido a sufrimientos espantosos a la humanidad en pos de un futuro presuntamente luminoso que nunca ha llegado.
De otra parte, la significancia social de los escritores ha caído en picada en las últimas dos décadas. Esto se refleja en la escasa importancia que la prensa escrita, la radio y la televisión le otorgan a los libros, como no sea aquella que –al margen de su calidad intrínseca- se refleja en grandes estadísticas de ventas y beneficios para los imperios editoriales que siguen concentrando su poder a nivel global. Reflejo esto, nada más a modo de ejemplo, en la carencia de espacios de difusión y crítica literaria, que han disminuido a un décimo de lo que existía a fines de los años 80.
Otra paradoja que quisiera señalar al paso, tiene que ver con un hecho curioso: cada vez hay más gente interesada en escribir y publicar libros. Quizás algunos lo hagan pensando en ocupar el sitial de los siempre escasos éxitos de venta. Otros nostálgicos tal vez crean que el respeto social del escritor sigue siendo el mismo de hace veinte años. O quizás nada más sea el deseo de trascender esta soledad infinita en medio de la ilusión de la comunicación total.
Este es el escenario en que Letras de Chile lanza esta serie de entrevistas a escritores. No es posible prescindir del contexto. Justamente queremos preservar este patrimonio fundamental y único: la memoria de escritores notables que han sido testigos privilegiados de nuestra historia. Una memoria que no es solo un registro de hechos, sino que una mirada penetrante de nuestro acontecer chileno en el concierto mundial. Vais a ser testigos de la historia desde la mirada de algunos de nuestros escritores y escritoras más sabios.
En este momento en que se privilegia lo fútil, lo pasajero, lo desechable, lo superficial; cuando la cultura tiende a valorarse de forma exclusiva mediante el cristal del beneficio económico; cuando una parte sustantiva de la mejor literatura es relegada a posiciones marginales; y cuando el olvido pretende imponerse como norma. Es en este momento cuando Memoria de Escritor ve la luz.
Desde que nuestra corporación Letras de Chile comenzó su caminar en los albores del nuevo milenio, han pasado no tantos años, como muchas realizaciones por las que podemos sentirnos orgullosos. Somos un grupo creciente de escritores, profesores, académicos y profesionales que creemos profundamente en la importancia social de la literatura y la lectura literaria, y que al mismo tiempo creemos profundamente en la necesidad de servir a nuestro país en este ámbito del cual tanto se habla y tan poco se hace. Lo hacemos convencidos no sólo de la justeza de nuestra misión, sino de la importancia que tiene para el futuro un país lector, orgulloso de su literatura.
Ahora se ha sumado a este empeño de Letras de Chile, un equipo de directores, productores, guionistas, investigadores, documentalistas, camarógrafos, una crecida familia de creadores. Les damos las gracias a todos ellos, simbolizándolos en el equipo ejecutivo: el director Iván Tziboulka y el productor general Max Lastra, al cual nos sumamos por Letras de Chile el guionista y entrevistador Guillermo Riedemann y quien les habla.
Le agradezco también al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2010, sin cuya comprensión y financiamiento no habríamos podido llevar a cabo esta empresa, que será primera entre muchas.
Estamos felices y plenamente conscientes de la importancia que este acto encarna para las letras de Chile Por eso, en estas últimas palabras les agradezco a quienes encarnan el sentido más profundo de este esfuerzo, a nuestras queridas y queridos colegas escritores: Cecilia Casanova, Virginia Vidal, Inés Valenzuela, José Miguel Varas, Franklin Quevedo, Poli Délano, Fernando Jerez. Los invito a brindarles un caluroso aplauso a su memoria de escritor convertida en patrimonio de la historia de un país que sabrá sacar provecho de la rica sabiduría que expresan sus palabras y recuerdos.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…