Por Ah Yi, escritor chino

 

Un insecto se arrastra por el piso y desaparece sin dejar rastro. Desaparece un pollo, también, y ahí comienza todo. Zhong Yonglian, dueña del pollo, concluye que su vecina Wu Haiying lo robó, y para demostrarlo tiene dos pruebas concluyentes. La primera: las huellas del pollo terminan donde comienza el huerto de Wu Haiying; frontera de ambas casas. La segunda: aquel mismo día un fragante aroma a es- tofado de animal muerto, proveniente de la casa vecina, se coló por la puerta e inundó el aire circundante. Wu Haiying era una mujer con quien más valía no meterse; una peleonera que fuera de sus casillas era capaz hasta de quemar la casa de su enemigo. Yonglian pensó que si su hijo estuviera, con aquella mirada intimidante, homicida, nadie se metería con ella… Pero hacía tiempo que no sabía nada de él.

Caía el ocaso cuando dos pensamientos cruzaron por la cabeza de una fatigada Zhong Yongliang. El primero fue la certeza de no haber sido ella quien rompió con la aparente armonía de su relación vecinal, pues para mantener una convivencia sana se necesitan dos; el segundo fue que su derecho a reclamar por el pollo perdido, un pollo por cierto bien alimentado, prescribiría a menos que lo solucionara ese mismo día. Entonces decidió darse una vuelta por el pueblo. “¿No han visto mi pollo por acá de casualidad?” Pre- guntaba. “¡Qué raro! un pollo gordo y perfectamente sano desapareció sin dejar rastro” vociferaba al aire. “Sólo sé que sus huellas llegan hasta el jardín vecino, nada más”, decía a quien le preguntaba dónde lo había visto por última vez, según una táctica que le enseñó su esposo en su lecho de muerte, víctima de una pro- longada enfermedad. “Debes preparar el terreno, saber sacarle la sopa a la gente” Y eso intentó…hasta que se le agotó la paciencia y terminó gritando voz en cuello ante la puerta de su vecina: “¡Quién se habrá robado mi pollo!” Tres veces gritó lo mismo hasta que finalmente asomó Wu Haiying. “Vecina, ¿qué le pasa?”.

¡Que no sé quién carajos se robó mi pollo! Zhong Yonglian supo, en cuanto las palabras salieron de su boca, que se había lanzado directamente al abismo. “Ya volverá”, le dijo su vecina, “¿Y que tal si no? ¿qué tal si alguien lo mató y se lo tragó?” Yonglian volteó la mirada. Wu Haiying finalmente entendió: “¿Ah, me estás acusando a mí?” dijo mientras se aproximaba, amenazante.

“Sólo el ladrón lo sabrá” dijo Yongliang, y acto seguido se dio la vuelta y partió… o quiso partir, pues Wu Haiying ya la tenía atenazada del brazo. “¡Suéltame carajo! y muérete perra”. Le gritó Yonglian inten- tando sacudirse la mano opresora. La reacción de Haiying no se hizo esperar “¿Ah sí? ¿Y cuándo fue que me robé a tu jodido pollo ese? ¡Responde!”, imprecó casi rugiendo.

“Yo nunca dije que te lo comiste, eso lo estás diciendo tú”. “Yo no he dicho nada”

“Si te lo comiste pues te lo comiste, igual no tengo cómo probarlo”.

Llovía sobre la aldea. Oblicuas gotas en forma de puntos suspensivos caían cuando Wu Haiying asió a Zhong Yonglian del cuello de la blusa; observó con sangre fría el rostro húmedo y goteante de su acu- sadora y, acto seguido, le asestó un brutal puñetazo en la nariz. En cuanto las lágrimas se fundieron con la sangre, Yonglian se sintió doblemente humillada: sin pollo y con el rostro desfigurado. Justo después, cuando la vecina se disponía a propinarle el segundo puñetazo, Yonglian recordó a su difunto marido y arremetió con renovado ímpetu contra Wu Haiying, quien trastabilló algunos pasos antes de caer de espal- das al suelo. Energúmena, Haiying se levantó de un salto, cogió del pelo a Yonglian (tal como se tomaría un puñado de paja), y la torció hasta derrumbar su cuerpo convulso en el fango. Cuando la muchedumbre llegó, Zhong Yonglian reptaba en el piso gritando los nombres de su esposo muerto y de su hijo ausente; Wu Haiying se sacudía el barro de entre las manos, ignorando los gritos de su marido, que le ordenaban entrar en la casa. “Ella comenzó, ¡Me llamó ladrona!”. “¡Eso eres, ladrona!” Zhong Yonglian pegaba con furia a la tierra empantanada. Varias mujeres llegaron a ayudarla a levantarse. Cuando finalmente se logró poner en pie, volvió a caerse, presa de un calambre simultáneo en sus extremidades.

“¡Es mentira!” dijo Wu Haiying.

“¡Ya cállate!” su esposo la arrastró dentro de la casa, pero ella no paraba de gritar: “Que todo el mundo sea testigo. Ella me acusó de robarme su pollo, me llamó ladrona. Pero no es cierto. Que me parta un rayo si fui yo”. Zhong Yonglian se sentó y dijo, señalándola con el índice. “Si eres culpable, que se muera tu hijo; si eres inocente que se muera el mío”.

“Perfecto”, decretó Wu Haiying, aceptando los términos de la maldición.

“A ver qué hijo se muere primero”, dijo Zhonglian, “Porque yo no te creo un carajo”. Al volver a casa sintió que un ápice de justicia menguaba su ansiedad; finalmente se quedó dormida entre sollozos y lágrimas.

A la madrugada siguiente el pollo apareció, con las plumas húmedas y un pedazo de tela roja colgando de la pata; parecía un ermitaño triste volviendo de un periplo introspectivo. Lo agarró, sigilosamente lo metió en la casa, y lo mató.

El regreso del pollo fue un parteaguas. Pasó un buen tiempo sin que Yonglian pudiera ver a Wu Hai- ying a los ojos sin sentirse culpable, hasta que un día despertó pensando que no haberse robado su pollo no quería decir que ella fuera una buena persona, ni siquiera que no fuera una ladrona. Recordó aquel olor rancio y a Wu Haiying torciéndole el pelo y tirándola al lodo. No necesitó más, se dijo. Al cruzarse, no se sabía cuál de las dos era más engreída, y más altanera con la otra. Yongliang reforzó la cerca para impedir que los pollos se escaparan, y le pidió a su yerno amarrar un pedazo de tela roja en la pata de cada uno de los animales con la leyenda: “Muerte a los rateros”.

No volvieron a cruzar palabra.

En el último mes del calendario lunar la gente sólo hablaba del regreso de Guohua, hijo de Wu Hai- ying. El primogénito hizo su entrada triunfal, proveniente de Dongguan en un elegante Buick blanco que se abrió paso entre las piedras y el polvo de la exigua carretera del pueblo. Parecía un alto funcionario de gobierno, Guohua. Metió el freno de mano y cerró de un portazo; presionó un control remoto y el Buick emitió un obediente bip-bip, algo tímido, casi atemorizado ante la presencia de su imponente conduc- tor. Acto seguido, asomó del asiento contiguo una chica foránea de unos veintidós o veintitrés años, que observaba embelesada a su galán. Su piel era delicada y tersa, su rostro tan pequeño que podría apresarse con una sola mano; sus ojos irradiaban el brillo de una mujer joven y exótica, y su pelo corto y profuso estaba teñido del rojo del crepúsculo. Ya entrado el invierno, la chica vestía tan solo una blusa gris que le llegaba hasta la cintura y unos pantalones negros de cuero bajo los que se adivinaban unas exquisitas curvas y un par de finas piernas. Era una chica educada, siempre mostrando sus dientes delicados en una sonrisa angelical.

“Pasa, Xixi” le ordenó Guohua. Con paso de mascota obediente, ella desapareció tras el umbral de la casa de Wu Haiying. Difícil pensar en mayor arquetipo de belleza fémina. El pueblo entero quedó en vilo, hombres y mujeres, debatiéndose entre el desasosiego y la ensoñación.

Guohua no tenía ninguna intención de salir al pueblo, pero Haiying lo convenció con la excusa de ir a visitar a algunos parientes. Wu Haiying, por supuesto, estaba radiante, dichosa. La gente sabía qué pasaba por su mente, y claro, aprobaba las nupcias, pero ella sólo respondía. “No, no, si los padres de la chica aún no han dado su aprobación”. Y si los demás no decían algo como “Es cuestión de tiempo…” ella continuaba, “Pero bueno, ya se dieron anillos”. Era su momento de mayor pavoneo y, claro, no había ocasión más propicia para mofarse de la pobre Zhong Yonglian, quien sentía estar viviendo la peor humi- llación jamás imaginada.

Yonglian decidió ir a la ciudad a llamar a su hijo. Hurgó en sus bolsillos y extrajo un pedazo de papel arrugado con un número de teléfono, que entregó al patrón del negocio. Pensaba ordenarle a Guofeng, su hijo, el volver a casa con una “novia” a toda costa, aunque tuviera que pagar por ella. Pero ni siquiera entraba la llamada. “Marque otra vez vecino, ¿no será que le faltó un número?” el hombre volvió a marcar, pero el resultado fue aún más desalentador: apagado. Guofeng era un joven taciturno y poco expresivo. Nunca decía dónde estaba trabajando, y no llamaba ni a saludar. Cuando su silencio llegaba a preocupar a su madre y ella tomaba la iniciativa, entonces él le decía: “Si yo no me preocupo por ti, que eres una vieja jodida, menos deberías preocuparte tú por mí”.

Cada año nuevo lunar, Guofeng volvía a la aldea a visitar a su madre, pero se iba al pueblo y no regre- saba sino hasta la madrugada. En una ocasión regresó descalzo y con la cara ensangrentada, y ni aún así se dignó a darle explicaciones a Zhong Yonglian. En otro año nuevo, en que no salió al pueblo por estar ayudando a un tío en un acarreo, el tío se enfermó y él se fue sin avisar hasta Anhui, allá por el sudeste. El carro se descompuso a la mitad del camino y Guofeng sólo llamó para informar que la máquina había fa- llado y que a ver cómo le hacían. El tío tuvo que atravesar media China para recogerlo, y al llegar encontró el auto con la puerta abierta y las llaves puestas… y de Guofeng ni su sombra. “Esa carcacha debió haberla tirado hace años, tío” fue la única explicación que Guofeng se dignó a dar tras el suceso.

Zhong Yonglian se amarró una bufanda alrededor del cuello y entró decidida a la estación de policía.

Un oficial de la guardia la recibió. “Vengo a hacer una denuncia”. “¿Quién es usted?”

“Eso no importa, vengo a hacer una denuncia…Guohua está aquí”. Le susurró al oído al oficial. “¿Quién es Guohua?”

“Ese que se metió en un lío de apuestas y se voló. Acaba de volver.” Y tras dudarlo un instante, añadió, “y esta vez se trajo a una chica…se me hace que es prostituta”

“Gracias, señora”.

¡Y claro que tenían que estar agradecidos! si aquella estación de policía, desde su misma fundación, se financiaba a través de multas. El incidente en cuestión había sucedido el año pasado, cuando atraparon in fraganti una mesa de apuestas ilegal, y los presentes tuvieron que desembolsar 400 yuanes por cabeza. Todos salvo Guohua, quien logró escaparse justo a tiempo. Pero si él no tenía que pagar, comenzó a decirse en el pueblo, ¿Por qué los demás sí?
Días después, un policía, un chofer y un oficial del escuadrón de defensa penetraron intempestiva- mente en la residencia de Guohua. El joven, quien era diestro y de paso ágil, intentó escabullirse, pero finalmente terminaron por apresarlo. Xixi, la chica, armó una escena que parecía directamente sacada de una telenovela barata, “¡¿Por qué, pero por qué?!” gritaba mientras los perseguía e intentaba pegarles con sus delicadas manos.

¡Fuera, carajo! le bramó un oficial de la guardia, un tipo con un bigote a todas luces inspirado en Stalin. Xixi lo golpeaba, y a la vez lo insultaba en tan perfecto mandarín que hasta el vilipendio más burdo era un deleite a los oídos. De la furia, la pobre se mordió la lengua y se atacó a llorar: “¿Es que acaso acá la policía puede arrestar a quien se le pegue en gana? ¡¿Acaso están por encima de la ley?! Finalmente se llevaron a Guohua, sólo tras una breve pausa en consideración a la ternura de la chica. Tras él no quedó más que una estela de polvo.

Wu Haiying volvía a casa, campante, tras cortar el forraje para los cerdos. Al escuchar la noticia co- menzó a temblar, las piernas le flaquearon, y finalmente cayó al piso desmayada. Xixi, en cuclillas a su lado, lloraba sin consuelo. Del otro lado, Zhong Yongliang miraba la escena a través de la ventana riendo para sus adentros. “Se lo merece”, se dijo a sí misma, “Se lo ganó y se lo merece” …decía mientras cami- naba de un extremo a otro del cuarto.

Media hora después, Guohua volvió. De alguna forma se había escapado de sus captores. Le dio un beso a Xixi en la frente, corrió a zancadas hasta el segundo piso y se escondió en el barril de madera del cuarto de trilla. Acto seguido cerró la puertecilla y dijo: “Cuando vengan, diles que me escapé al monte”.

Al atardecer, como era de esperarse, la unidad de investigación irrumpió en la casa de la familia Wu y comenzó a buscar al fugitivo, tirando todo a su paso sin cuidado alguno.

“¿Dónde está?”, dijo uno de los oficiales asiendo del cuello a Wu Haiying “No sé”.

“¿No sabe dónde está su hijo?” Wu Haiying volteó la mirada.

“Se fue al monte” dijo Xixi malhumorada. “¿Al monte?”

“Sí, al monte.”

El oficial del bigote de Stalin dio un paso al frente y le apuntó con la luz inquisitiva de su linterna. Ella cerró los ojos, se mordió un labio. Su cara estaba tensa. Temblaba. Sus largas pestañas dibujaban un camino de sombras bajo sus párpados.

“¿Al monte, dices?”

“¡Que sí, que se largó al monte!” dijo ella, ahora exaltada y vehemente. “Permiso temporal de residencia” dijo el oficial.

“No tengo”.

“Es obligación legal tenerlo”. “Pues no lo tengo”.

“Entonces vienes con nosotros”. “¡¿Qué?!”.

De un linternazo en la quijada el oficial derribó a Xixi, quien sin escala previa quedó inconsciente tirada en el piso. “¡Vámonos! Y a esa llévensela, ¡Nos fuimos!”. Sosteniendo el cuerpo inerte desde la extre- midad de las botas de cuero se la llevaron arrastrada, en sus ojos se veía la misma mirada del pez sobre la tabla que divisa el inefable cuchillo. Lanzó una mirada de auxilio hacia los demás miembros de la familia Wu, quienes se habían ahí reunido, pero todos salieron corriendo de vuelta a sus respectivas casas.

Cuando los policías ya habían arrastrado a la chica hasta el patio, los mismos familiares volvieron armados con escobas, palos, bastones, y hasta con pipas. Más parecían un ejército bien entrenado que una turbamulta improvisada. La masa rodeó a la guardia policial. Si se escuchaba con atención, en medio de la algarabía podía entenderse la endeble voz de un oficial gritando “¡Calma, calma!”. Por supuesto, nadie le hacía caso. Instantes después, un rugido emergió de la lejanía «¡Alto!». Todos voltearon a ver al príncipe, que tan sólo días atrás era el galán del Buick y la novia foránea, salir de su escondite y dirigirse hacia ellos como un verdadero guerrero, ávido de venganza, empuñando un cuchillo de cocina. Guohua se abalanzó sobre el policía del bigote y sin titubear lo apuñaló en el brazo. Todos cerraron los ojos; las cosas se ponían color de hormiga. Ni Guohua podía creer lo que acababa de hacer. Incrédulo se detuvo un instante, ahí, con el cuchillo en alto. Mientras tanto, desde la ventana vecina una Zhong Yonglian ávida de sangre lo alentaba: “Hazlo ¡mátalo! Y muérete tú también”… Cayó la segunda puñalada.

No hubo sangre, tampoco lamentos. La muerte del oficial se prolongaba de manera insufrible, eterna casi para la víctima, quien finalmente terminó por arrebatar el cuchillo a Guohua: “Sabías que es más fácil apuñalar por el lado afilado del cuchillo”, fue lo último que dijo. Repentinamente, consciente de su tor- peza, Guohua pasó de la humillación a la ira desatada, soltó el cuchillo y empuñó una lanza en ristre con la intención de terminar la masacre. Fue ahí que los tres oficiales restantes despertaron de su aturdimiento e inmediatamente salieron corriendo despavoridos, empujándose por meandros bifurcados y pequeñas callejuelas sinuosas.

La policía nunca volvió. Bastó una llamada de un familiar de Wu Haiying al Comité del Condado del Partido, el cual a su vez movió los engranajes del Departamento de Seguridad Pública para que dieran la orden de no implementar los lineamientos militares de la Decimoctava Asamblea Nacional. Cuando el Departamento de Seguridad Pública le ordenó a la policía local que dejara de investigar a Guohua, el fa- miliar de Wu Haiying también dejó en paz al Departamento de Seguridad Pública. Caso cerrado. Guohua y su aterrorizada chica, sin embargo, salieron corriendo del lugar.

En vísperas del año nuevo los trabajadores migrantes comenzaron paulatinamente a volver al pueblo, desplegando, para fascinación de los niños, las más recientes invenciones: tarjetas musicales, teléfonos dorados, cigarrillos sin humo. Todo ello daba renovada vitalidad a la aldea Yang. Zhong Yonglian todos los días iba al pueblo, y recorría con la vista cada calle, cada rincón, siempre con la vana esperanza de ver a un joven alto entre la multitud y reconocer en él a su hijo… pero nunca pasaba. Ella preguntaba a los recién llegados si alguien sabía dónde trabajaba Guofeng. Nadie sabía.

Fue al poblado y desde un puesto marcó nuevamente el número de teléfono escrito en aquel arruga- do papel. El encargado le dijo que el teléfono decía estar fuera de servicio, lo que significaba que estaba desactivado, bien por no haber pagado o bien porque se lo habían robado. En Guandong, hoy en día, los carteristas pasan en una moto y por robarte cualquier cosa son capaces de tirarte al piso y arrastrarte decenas de metros hasta finalmente hacerse del objeto deseado.

El tortuoso insomnio que la estaba consumiendo finalmente llegó a su fin un día en que, del can- sancio, se quedó dormida en una silla y tuvo un sueño muy peculiar: Guofeng era un niño, pero tenía la cara pálida y apenas un hilo de voz. Ella le preparaba una avena de arroz mezclada con un remedio, la revolvía con sumo cuidado y le decía, extendiéndole una cucharada “Come, hijo, una cucharadita y te pondrás mejor”, pero Guofeng sólo la observaba desamparado, meneando la cabeza, y el corazón a ella se le acongojaba. Entonces dejaba de lado el tazón, pero al voltear la vista veía sobre la cama a un monstruo horrendo de color negruzco, acostado boca abajo sobre el colchón. Una hilera de raquíticas costillas se adhería a una piel marchita, sus órganos convulsos perforaban unos quistes de sangre coagulada y oscura, que henchían sus venas y se desplazaban hacia unos pies que más parecían los de un conejo desollado que los de un ser humano. Estaba medio en cuclillas, sosteniendo el borde de la cama con la mano derecha, en un intento fútil por pararse, pues sus piernas derrotadas temblaban sin parar. La frazada que lo cubría cayó al suelo revelando un gigantesco cráneo, prácticamente calvo y un rostro sin ojos, ni orejas, ni nariz; una masa sin forma solo con una boca abierta, un aliento espantoso y unos dientes afilados queriendo desprenderse de las mejillas a cada jadeo. Todo su cuerpo hedía. Él se removía inquieto en esa extraña posición. Finalmente, vencido por su propio peso se dejó caer al abismo, pero justo antes de caer alargó abruptamente un brazo y alcanzó a apresar la muñeca de su madre. En ese momento Yonglian despertó. Su muñeca estaba fría, y le dolía.

De inmediato salió corriendo a la casa de su hija, donde encontró a su yerno jugando cartas bajo el sol. “Hace mucho que no sé nada de Guofeng, y tuve una pesadilla horrorosa, le crecían alas y cola, y sangraba, no puedo más, ¡No puedo!”. El yerno se quedó mirándola. “Si tan grave es…” pareció que iba a decir algo más, pero al final no lo hizo. “Haz algo, ayúdame a encontrarlo, eres la única persona que puede ayudarme”.

“¿Y cómo lo voy a encontrar?”

“Tú siempre te las ingenias, ¡Ayúdame a encontrarlo, te lo ruego!” “Suegra, si China es enorme, y ni siquiera sé en qué provincia está.

“No importa. Ustedes los jóvenes siempre se las ingenian. Sólo tráelo de vuelta para año nuevo. Des- pués, que haga lo que quiera. Sólo quiero verlo una vez más, aunque sea la última. Estoy enferma, no puedo dormir, ni comer, te lo ruego, ayúdame”.

El esposo se levantó, pero Zhong Yonglian inmediatamente se puso de rodillas y lo apresó del pan- talón. Las lágrimas rodaban por su rostro. “Tengo miedo, ¿y si está muerto? Mi esposo ya partió, él es lo único que me queda. Si mi hijo está muerto, yo no tengo razón para vivir”.

“Ya, ya, deja el drama” dijo el yerno. “Está bien…”, dijo al ver a su esposa aproximándose.

“Tienes que encontrarlo”. “Intentaré”.

Tras tomar los 500 yuanes que le extendió Zhong Yonglian el yerno partió al condado. Regresó el mismo día sin haber gastado un céntimo. Que se había encontrado a Li Yuanrong en la estación de tre- nes, mintió, quien decía que Guofeng pronto vendría. Ella no le creyó. Él sacó el celular, le marcó a Li Yuanrong y le pasó a Yonglian: “Señora, Guofeng pronto vendrá a visitarla. Le está yendo bien, está en un trabajo que gana como 1000 yuanes al día. Sólo está ahorrando lo suficiente para volver”. Tan sólo un par de días faltaban para año nuevo cuando Guoguang, un conocido que trabajaba en Guangdong volvió al pueblo, y corroboró lo dicho por Li Yuanrong: Guofeng trabajaba en una planta vecina a la suya, y aque- llos días estaba haciendo horas extra para ganar más. Le iba bien, en un día podía ganar hasta 400 yuanes. Y Guofeng le había encargado decirle que volvería sin falta para la víspera de año nuevo.

“¿Y cómo está?”

“Igual de callado. Ahora con la mecha larga tiene aires como de poeta.”

Yonglian sabía que todo lo que Guofeng ahorraba era para apostarlo en las mesas que ponían en la aldea vecina Yu. El primer día del año lunar, un hombre llamado Zhi Gang, quien desde hacía años era el banquero de las apuestas, acomodaba frente al templo del pueblo unas diez mesas capaces de atraer a los trabajadores de todos los pueblos circundantes. Los ludópatas en ciernes comenzaban con algunos cientos, pasaban a algunos miles, luego decenas y centenas de miles de yuanes hasta que terminaban por perder todo lo que en un arduo año de trabajo habían conseguido, y entonces tenían que pedir prestado para volver en el tren más barato con dirección al sur. El año pasado Guofeng ganó los primeros cuatro días, pero al quinto lo pelaron. Cuando regresó a casa, traía los ojos inyectados en sangre. Se comió un tazón de avena de arroz y se fue.

La mañana de la víspera de año nuevo, Zhong Yonglian puso en el horno un pollo, un ganso, carne de res y codo de puerco. Luego lavó los vegetales, midió el fuego y dejó caer el tofu en la sopa. Al mediodía ya todo estaba frío, y ella seguía sentada, esperando. Terminó de hacer las labores de rutina de la casa con suma parsimonia. Parecía una mujer perdidamente enamorada, ávida de ganas de ver a su galán, pero demasiado frágil como para salir a buscarlo. Ella esperaba que él irrumpiera en la casa y gritara “Mamá”, e imaginaba a su hijo con una sonrisa como la de una flor de durazno que se abre a la vida en plena primavera.

“¡Llegaste Guofeng!” “Llegué, mamá”

Sintió que con estas dos palabras podría morir en paz. Pero el reloj seguía corriendo y él nada que lle- gaba. Las calles alrededor del pueblo estaban vacías, una atmósfera sombría se había cimentado en el aire. No se escuchaban carros ni gritos, sólo algunos niños escondidos en algún rincón tirando pólvora. La noche envolvió con su manto el firmamento, cual si tinta negra se hubiera derramado sobre un lienzo blanco, y hubiera cubierto la aldea con su oscuridad. Zhong Yonglian se sentó en el porche de la casa y se atacó a llorar. A las once de la noche todos estaban ya dentro de sus respectivos hogares, celebrando la llegada del año nuevo. Zhong Yonglian estaba a punto de rendirse y hacer lo propio, pero justo en aquel momento divisó en la lejanía dos luces blanquecinas aparecer en el horizonte. Se puso de pie para observar mejor. El objeto, sin duda, se aproximaba: era un carro que venía en dirección al pueblo.. Yonglian dio un saltó de la emoción. “Aquella luz parece el báculo del rey mono haciendo travesuras con el firmamento” pensó.

Arrancó a trotar, pero sus ansias podían más, así que se soltó a correr.

Era una van… que pasó frente a sus narices sin detenerse.

Ante la nueva decepción, Yonglian se dejó caer sobre el frío asfalto y se atacó a llorar. Le dolía todo. Por correr se le habían salido los zapatos, las piedritas le habían herido los pies, y además de la emoción se había caído y raspado la rodilla. Su hijo no volvería. Mejor no darle más vueltas. Pero justo cuando creyó que nada en el mundo podría consolarla, la van se dio la vuelta y se detuvo frente a su casa. El conductor ni siquiera apagó el motor.

Ella se devolvió corriendo.

Guofeng tiró al piso un austero morral, de su bolsillo sacó 200 yuanes y se los extendió al chofer. Su hijo seguía igual de inexpresivo. Zhong Yonglian levantó el morral y dijo al chofer: “¿No quiere comer con nosotros?” el chofer ni contestó. Puso el auto en marcha y se fue.

“¿Qué pasó? ¡Pensé que ya no venías!” dijo Yonglian.

Guofeng, irascible, contestó, “Llevó más de un día montado en un jodido tren, y casi no consigo un taxi que me traiga”.

“¿Tienes hambre?”. “Sí”.

“Ven, te caliento comidita”. “Sólo quiero avena de arroz”.

“¡Pero es año nuevo! ¿Cómo vas a comer solo avena?”. “Eso quiero”.

Su voz era débil, pero sus palabras órdenes perentorias. “Me avisas cuando esté listo”, dijo, “Me voy a acostar, estoy cansado”. Con los ojos cerrados se dirigió con destreza a su habitación, donde se dejó caer sin gracia sobre la cama tendida. Zhong Yonglian, tras asegurarse que estaba dormido, extrajo con sumo cuidado la cobija y lo cubrió con ella. Luego, llena de alivio, fue a preparar la avena. Lavó la olla, lavó el arroz y puso una buena cantidad de agua. Ella conocía a su hijo, le gustaba la avena bien clarita; entre más transparente e insípida mejor. Impaciente porque ya estuviera lista, removía el tubo del gas, destapaba la olla, olía el soplo de vapor que emergía, pero tras probarla se daba cuenta de que no. Cuando finalmente llegó a la consistencia ideal, la sirvió en un tazón hirviendo que llevó cargando con ambas manos hasta la habitación de Guofeng. Lo llamó. Un sonido casi imperceptible y lejano emergió de entre las cobijas.

“Feng, levántate, ya está lista tu avena”.

No hubo respuesta. Ella se quedó esperando sentada al borde de la cama. El viaje en tren, cuando menos, había sido de unos mil quinientos kilómetros, calculó, y desde el condado, mínimo había otros treinta. Con sigilo le ajustó la cobija. Vio que tras la ventana comenzaba a nevar. Cuánta calma. Y mi hijo está plácidamente dormido y en casita. Afuera, la nieve flota, y danza. Todo está en orden.

“Feng, a comer”, Lo llamó nuevamente. Tampoco hubo respuesta.

Como una vieja vaca con su ternero recién nacido, ella le acarició el rostro y le susurró con dulzura “Feng, levántate, come alguito y ya ahorita te vuelves a dormir”, así varias veces, hasta que comenzó a preocuparse. Tocó su cara… estaba gélida. Situó sus dedos bajo las fosas nasales, la respiración era casi imperceptible. Lo movió, lo sacudió. Ya alarmada lo haló, lo empujó, lo arrastró. Un brazo se deslizó de su manga y ella le tomó el pulso, pero no sintió ningún latido.

Quedó petrificada, y acto seguido se atacó a llorar.

La mano que estaba agarrando no era la de un hombre, sino la de un muerto; la garra de un perro, de un gato, los restos de un ratón difunto. Sus dedos estaban empapados y resbalosos, y apestaban a grasa. Su pulgar tercamente se aferraba a la muñeca inmóvil, al pulso ausente, cada vez con más ferza, como si penetrando hasta el hueso mismo pudiera encontrar algún indicio de vida. El brazo de Guofeng era ahora de un color violáceo, violeta berenjena; frágil al punto de que parecía poder desintegrarse de un rasgu- ño. Ella levantó su saco de lana, su pecho era del mismo color, sus venas parecían un gran canal violeta entreverándose en todas direcciones. Cuando lo tomó por debajo y lo levantó por la espalda, su cabeza cayó violentamente, como si estuviera desprendida del cuerpo, y aquella boca, que se abrió del latigazo, desprendió un hedor nauseabundo a fertilizantes químicos.

No más de tres minutos le tomó al médico examinarlo. Salió del cuarto e indignado arremetió contra Zhong Yonglian: “Pero ¿qué es esto? ¡Su hijo está podrido! Órganos, piel, huesos, se pudrió en vida su hijo”. Ella rentó un carro fúnebre para Guofeng, y lo enterró a escondidas.

Al llegar la primavera, el señor Wu, sólo un pasante del departamento de asistencia jurídica del con- dado, pero un hombre ambicioso, decidido a convertirse en el abogado más prestigioso de toda China, fue a buscar a aquella mujer de cabellos grisáceos, ya tirando a blancos, a la aldea Yang. Primero le lanzó una ristra de términos leguleyos como exposición al plomo, carga de trabajo, medidas de seguridad, hasta que se dio cuenta de que su interlocutora no tenía idea de qué estaba hablando, y entonces le ofreció una analogía más comprensible: “Imagine las plantas de gas tóxico que tenían los japoneses cuando invadieron China. ¿Ya? Bueno, eso en lo que trabajaba su hijo es todavía más tóxico”.

Zhong Yonglian meneó la cabeza y se fue.

“Sólo quiero ayudar. Usted no tiene que poner ni un solo centavo”. “No”.

“¿Va a permitir que la muerte de su hijo sea en vano?”

“No necesito su ayuda, gracias” sentenció Zhong Yonglian y, acto seguido, cual quien apenas co- mienza a recuperarse de una grave enfermedad, caminó en dirección a la casa de su vecina. Con lentitud y cuidado se aseguró de que sus posaderas cayeran efectivamente sobre la entrada de piedra. Wu Haiying la vio. Le trajo un banquito. “Siéntate, hace frío”.

“Tengo que decirte…sé que no te robaste el pollo” “Vecina, ni lo menciones…”

Wu Haiying se puso en cuclillas y posó su mano sobre la de Zhong Yonglian. Al ver que esta no opo- nía resistencia, se puso a llorar en silencio. Zhong Yonglian clavó la mirada en el horizonte, como la estela de un mártir revolucionario. La melodía en inglés Halo, de Beyoncé, emergió de la casa de un trabajador migrante que aún no había regresado a su cotidiana realidad.

Everywhere I’m looking now I’m surrounded by your embrace Baby, I can see your halo
You know you’re my saving grace You’re everything I need and more It’s written all over your face Baby, I can feel your halo
Pray it won’t fade away…

Y ellas, inmóviles cual piedras, la escucharon hasta el fin.

(Reconocimiento del autor: Gracias al señor Yang Jibin por narrarme el contorno que inspiró esta historia) Traducción: Pablo Rodríguez Durán.

 

 

A Yi, seudónimo de Ai Guozhu, nació en 1976 en Ruichang, provincia de Jiangxi, China. Estudió en la Escuela de Seguridad Pública de Jiangxi y trabajó de policía por cinco años. Renunció a su trabajo para convertirse editor jefe de la revista literaria Chutzpah. Actualmente vive en Beijing y se dedica completamente a la escritura. Ha publicado novelas Una pizca de maldad y Despiérteme a las nueve de la mañana, libros de cuentos Historias grises, Un joven ejemplar, Dónde está la primavera y El pájaro me vio, libros de ensayo Hablando como emperador y Fuerte sol revela todo; algunos de sus cuentos han sido publicados en Granta y The Guardian. Su novela Una pizca de maldad se publicó en China en el año 2011 y ha sido traducido al español, inglés, francés, italiano, árabe, coreano y sueco. Ha ganado diversos premios literarios dentro y fuera de China, tales como premio de relatos Literutura Renmin, Premio Ifeng, Premio de cuentos Pu Songling, Premio de cuentos Lin Jinlan, etc. Es considerado uno de los veinte primeros autores chinos del futuro.