AparicionesPor Carlos Franz

El escritor es como un marido engañado: el último en enterarse. A veces escribimos historias cuyo verdadero sentido sólo llegamos a entender mucho después. En otras ocasiones aparecen en nuestros relatos personajes y situaciones que no planeábamos y que se imponen con una fuerza que parece ajena.

En mi novela Si te vieras con mis ojos me ocurrió algo así. En una escena central de ese relato, el pintor Rugendas y el naturalista Charles Darwin son sorprendidos por una terrible tormenta en las faldas del Aconcagua. Se refugian en una tumba de origen incaico donde encuentran una momia y sus ofrendas. Entre ellas hay un alucinógeno poderoso. Seguros de que van a morir ambos inhalan esa sustancia. 

Drogados, Rugendas y Darwin sufren una alucinación –o experiencia sobrenatural– en la que son visitados por un personaje misterioso. Se trata de un viejo con trazas de ermitaño que los conduce al fondo de la montaña Aconcagua. Ahí el ermitaño les muestra un “árbol de la vida”, acogedor y también terrible. 

Ese viejo misterioso con su árbol de la vida no estaba en ninguno en mis planes narrativos. Sin embargo, de pronto se introdujo con fuerza irresistible en mi relato. Al principio supuse que mi imaginación había tomado ese símbolo arbóreo de los apuntes de Darwin. En uno de sus cuadernos Darwin describe su teoría de la evolución natural mediante el diagrama de un árbol cuyas ramas se bifurcan incesantemente; mientras algunas de ellas mueren, otras se abren en más ramas. Sin embargo, luego reparé en que ese árbol de la vida de mi novela se parecía más a algunos símbolos y mitos muy antiguos, como el árbol Yggdrasil de los nórdicos.

Cuando noté que mi árbol coincidía con esos viejos íconos arbóreos sentí inquietud. Pero me inquietaba aún más la inesperada aparición de aquel viejo de la montaña. ¿Qué diablos hacía ese viejo metido en la novela que yo estaba escribiendo?

Por esos días y por mera casualidad, asistí a una conferencia de la medievalista española Victoria Cirlot. En su charla ella habló del mito del Rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda. También mencionó de pasada a un “ermitaño” que interviene en la formación y purificación de algunos de los caballeros andantes principales, como Perceval.

Quedé maravillado y un poco asustado porque ese ermitaño mítico coincidía con mi viejo de la montaña. Y asimismo su encuentro con los dos héroes de mi novela resultaba determinante en sus vidas. Enseguida corrí a leer las obras del ciclo artúrico.

En los mitos del Rey Arturo los caballeros andantes abandonan su patria para empeñarse en la búsqueda de dos ideales: una reina a la que aman y un santo grial, que es una meta de perfección.

También Rugendas y Darwin son jóvenes caballeros andantes que han dejado sus patrias –Alemania e Inglaterra– para vivir lejanas y peligrosas aventuras. Asimismo, ambos buscan un “santo grial”. Darwin aspira a conocer nada menos que el origen del hombre. Rugendas sueña con alcanzar un supremo ideal artístico: quiere pintar lo sublime, ese “horror deleitable” que experimentamos al admirar el vasto esplendor de la naturaleza y compararlo con nuestra insignificancia.

Igualmente, Rugendas y Darwin buscan a una “reina”. Rugendas es consciente de esa búsqueda, pero se ha decepcionado tantas veces que ya no se cree capaz de hallar a una mujer a la que pueda amar duraderamente. Darwin, por su parte, no sabe que busca a una reina. Ingenuamente cree que cuando decida casarse le bastará con seleccionar a una compañera adecuada, sin necesidad de amarla. No obstante, ambos conocerán en Chile a una especie de reina: una mujer a la que podrán amar, pero no tener.

¿Cómo se infiltraron esos mitos en mi novela, Si te vieras con mis ojos? No lo sé bien. Lo que sé de seguro es que yo no empleé esos símbolos de manera consciente. Algunos los percibí como con el rabillo del ojo mientras escribía; otros los vi con más claridad después de terminar ese libro. 

La involuntaria irrupción de esos mitos en la escritura de mi relato podría sugerir la efectiva existencia de ese “inconsciente colectivo” que imaginó Carl Jung. También es factible que esos arquetipos llegaran hasta mí en forma de “memes”, esos “genes culturales” que, según el evolucionista Richard Dawkins, navegan las generaciones autorreplicándose, inadvertidos en el flujo imparable del lenguaje.

Mientras más pienso en ello menos acierto a explicármelo. El escritor es como un marido engañado: el último en enterarse.

En La Segunda, sábado 10 de junio de 2017