Por Bartolomé Leal

 

Según cuenta el historiador chileno Alberto Edwards (1873-1932), en una fecha no muy precisada del año 1910, posiblemente durante la tibia primavera meridional, Sherlock Holmes, acompañado de su fiel Watson, descendió del tren en la recién estrenada Estación Mapocho de Santiago de Chile, una estructura de hierro levantada con planos encargados a Eiffel (1). Viajaban desde Estados Unidos tras pasar por el Gran Ducado de Baden Baden, donde Holmes había trabajado de incógnito en un complicado caso. Llegaba a Chile con el Dr. Watson por encargo de una destacada familia criolla (2). Venían de desembarcar horas antes en el puerto de Valparaíso.

Refiere el cronista que el agotado Holmes no pudo descansar en absoluto en ese momento, ni tampoco después: lo esperaba una multitud de periodistas que lo agobiaron de preguntas estúpidas, amén de funcionarios que le endilgaron pomposos discursos de bienvenida. La hospitalidad chilena hizo catar al sabueso londinense dudosos manjares autóctonos, se le exigieron conferencias en Sociedades de Historia y Clubes de Señoras; se lo arrastró a polvorientas excursiones campestres, aburridas misas en latín y despistados homenajes.

Entre la multitud que asedia la estación ferroviaria, se escondía anónimo Román Calvo, un émulo local suyo de modesta reputación (3). Envidioso y destilando encono, confiesa a un amigo, su discreto equivalente de Watson (el propio Alberto Edwards con su seudónimo Fuenzalida): “Para recibirle echan la casa por la ventana, y a mí no me reconocen ni los perros”. Calvo recién se entera que Holmes ha aceptado una misión encargada en Chile y, en cierta forma, lo ha desplazado en asumir el caso. Le explica con rabia al narrador que ha estado fuera de Santiago dedicado a la entomología. No por azar es autoridad reconocida en la vida y obra del Amapollodes Scabrosus, un cucaracho particularmente nocivo (4).

El caso en disputa por los sabuesos es la desaparición de Godofredo Valverde, un empleado modelo en la dirección de Obras Públicas y marido ejemplar… salvo cuando se sale del cauce y parte tras cantantes de ópera, garitos o botellas de aguardiente. Empero, como siempre vuelve al redil, se le considera un ejemplo de marido pródigo; o casi siempre, mejor dicho, porque un día lo atrapa la fiebre del oro y parte a Copiapó, en el norte de Chile, en busca del derrotero de un filón que un tío suyo, sacerdote, ha recibido en confesión de un viejo cateador moribundo.

Para sorpresa de todos, sobre todo de su señora que con lágrimas en los ojos intenta persuadirlo de abandonar tal quimera, don Godofredo no cae en una trampa cazabobos sino que halla la dichosa mina y está a las puertas de volverse rico. Parte pues a Minneapolis con un cuñado suyo, compañero en la aventura áurea, para entrevistarse con unos socios yanquis. Le pagan un adelanto de dos millones de dólares en efectivo (dólares de hace casi un siglo). Su cuñado fallece misteriosamente en New Orleans antes de llegar a destino, y a Valverde aparentemente lo asesinan para robarle, en algún lugar a orillas del río Mississipi.

La esposa acongojada decide que tal suma merece el mejor investigador disponible en el mercado, y recurre a Sherlock Holmes, ofreciéndole cinco mil libras esterlinas de adelanto para gastos, cosa que remece a Román Calvo al saberlo, ya que lo habría hecho por unos pocos pesos y pagados en moneda local. Holmes acepta el encargo (5). Investiga en Estados Unidos y encuentra que hay algo demasiado misterioso, aunque asegura que el señor Valverde está vivo. Recomienda abandonar el caso tras su retorno a Europa, pero la señora de Valverde lo vuelve a convencer de continuar, con patéticos ruegos y ofertas en metálico. Holmes acepta entonces profundizar en la investigación y se embarca para Chile, donde sufre a su llegada, sin saberlo, de los celos del detective nacional. Pero sobre el inglés ha caído también una leve sombra de descrédito…

Sombra leve, aunque suficiente para que la bella viuda decida buscar apoyo en otra parte. Recurre entonces a Román Calvo para que le enmiende la plana a “ese señor Sherlock Holmes” y a ese “otro gringo sonso”, por Watson. El peso de la noche, en otras palabras, la fuerza de las corrientes subterráneas, de los poderes fácticos en la sociedad chilena, se ha impuesto (6). La presencia del extranjero es sólo un pretexto, cuando no un error. La bella señora Valverde prefiere a su marido muerto antes que sujeto de maledicencia, y Holmes, que no entiende a la sociedad chilena, la ha colmado de congoja en lugar de ayudarla. Le oculta la verdad, sea por maldad, vanidad o ambas cosas, cree ella.

Calvo idea una trampa para sacarle al sabueso londinense esa información tan misteriosa. Va a abordarlo de improviso durante la visita que Holmes y Watson hacen a la hacienda de un amigo de Fuenzalida, el narrador de la historia (el propio Edwards, como se señaló antes). Pero Sherlock Holmes descubre por pura observación que el recién llegado, aparentemente por casualidad, es detective y entomólogo. Además, Holmes ha anunciado a Watson, por deducción, de la aparición de su rival. El duelo está lanzado. Los sabuesos compiten en dialéctica, apoyados por sus amanuenses, Watson y Fuenzalida/Edwards. Estos se alternan en la narración de los hechos. Al final, Holmes y Calvo deciden colaborar y la pesquisa se transforma en una competencia que los lleva al Perú, a Baden Baden, a Mónaco.

Las tesis del chileno se imponen, hay un complot internacional detrás. Holmes deportivamente reconoce que se ha equivocado. La frase final explica por qué: “Que bien se está Sherlock Holmes en Londres y Román Calvo en Santiago”. Allá Holmes en Inglaterra con su democracia y acá Calvo en Chile con la dictadura de Portales, el régimen conservador que Edwards auspiciaba, y cuya doctrina del encubrimiento harían suya, medio siglo después, Pinochet y sus generales de derecha.

 

Nota: este artículo, sin mencionar mi autoría, fue utilizado por Ediciones B como prólogo a una nueva edición del libro de Alberto Edwards.

(1) Alberto Edwards, Román Calvo, el Sherlock Holmes chileno, Editorial del Pacífico, Santiago, 1953 (reedición en libro de relatos publicados en el Pacifico Magazine entre 1913 y 1921)

(2) Está comprobada la presencia de Holmes en Estados Unidos el año 1912, más precisamente en Chicago. Ver: Michael Harrison, The World of Sherlock Holmes, E.P. Dutton, New York, 1975. El sabueso estaba retirado y contaba con 58 años de edad cuando personificó al irlandés Altamont para enfrentarse a la mafia de Von Bork. Es posible que Edwards haya errado a propósito al fechar esta aventura chilena en 1910, presumiblemente para proteger a algún inocente.

(3) Por entonces los rivales del sabueso londinense formaban legión. Ver, por ejemplo: Alan K. Russell, The Rivals of Sherlock Holmes, Castle Books, New Jersey, 1978. Allí se antologan 15 imitadores de Holmes, incluso uno creado por el propio Conan Doyle; y otro debido a H.G. Wells.

(4) El propio Edwards era experto en cucarachas, como que publicó una monografía sobre el tema.

(5) Por aquella época se halla en apuros económicos e incluso acepta misiones de espía. Ver: Matthew Bunson, Encyclopedia Sherlockiana, Macmillan, New York, 1994.

(6) Véase el ensayo La Fronda Aristocrática (1928) de Alberto Edwards, un clásico de la historiografía chilena, influido por el pensamiento de Spengler.