Por Miguel de Loyola
Hablar de la importancia del libro, para un escritor tal vez resulte ocioso. Demás está decir que los escritores amamos los libros y no podemos vivir sin ellos, al punto que intentamos también escribirlos, aunque en el intento se nos vaya la vida. Es demasiado obvio el interés que hallamos en ellos, sin libros no podríamos vivir, ni pensar, ni menos soñar, que es acaso lo más maravilloso que nos pueda suceder en este mundo. Pero aún así es preciso intentar acotar este punto, debido precisamente a la falta de importancia que se le da hoy al libro en nuestra educación, y, por lo mismo, en nuestra cultura.
Para abordar el tema, es más bien preciso hablar de la importancia del libro como lector. Y en tal caso me propongo aquí plantear algunas cuestiones mínimas, como una forma de motivar y cuestionar a otros, especialmente, a quienes vienen anunciando hace mucho tiempo con signos apocalípticos, el fin del libro, el fin de la era Gutemberg, como el resultado, sostienen, más inminente de la propagación de las nuevas tecnologías audiovisuales consumidas actualmente por los jóvenes.
Hoy día se postula la idea del fin del libro, en términos semejantes a los planteados por Nietzsche, cuando a través de Zaratustra anunciaba a todos los vientos aquel Dios ha muerto, o como cuando Michel Foucault planteaba su radical, el hombre ha muerto, emulando, por cierto, los pasos de su maestro. Siguiendo aquel mismo derrotero, los apocalípticos sostienen ahora, el libro ha muerto, imitando las frases descomunales de grandes pensadores, dada la falta de interés observada en las jóvenes generaciones por la lectura, y por su apropiación más rotunda de todos los medios audiovisuales disponibles. Pero no hay tal, la emulación de tales frases no resiste mayor interpretación, se resuelve en la banalidad de su imitación. El libro sigue vivo, y perdurará en el tiempo, aún a pesar del desarrollo ilimitado de las tecnologías, porque los libros se escriben mediante el uso más acabado del lenguaje, y sin lenguaje, sin palabras, sin expresiones lingüísticas, por cierto, no hay historia, se pierde el dominio cognoscitivo del hombre sobre la tierra.
Lo que sucede, es que a los gobernantes -y aquí corresponde cuestionar asuntos más bien ideológicos, relativos al poder- es que a quienes detentan el poder, cualquiera sea su posición ideología en el espectro político conocido, no les interesan en absoluto los hombres cultos, porque los cultos serán siempre fieles guardianes de la cultura, además del dedo acusador de las injusticias cometidas por el poder, estarán, como Sartre, siempre en la vereda del frente. Estamos, por cierto, lejos de aquellos tiempos en que en Chile, se decía, por ejemplo, Gobernar es educar. Frase acuñada por Pedro Aguirre Cerda, quien, como profesor visionario, veía en la educación el único camino para salir de la pobreza a nuestros pueblos. Y cuánta razón tenía. Hoy, por cierto, estamos lejos de formular tales ideales en el inconsciente colectivo. Vivimos una época donde lo importante es otra cosa, el supermercado, la farándula, la mediocridad, y el enriquecimiento desmedido de unos pocos, en desmedro de otros muchos.
Entonces: ¿Qué está pasando hoy día en la enseñanza media? ¿Porqué los alumnos no leen? Es la pregunta que debiera rondar por la mente de los educadores, por la del Ministerio de Educación. Para un lector apasionado, la respuesta resulta muy simple: nadie enseña hoy día en colegios y universidades el amor por la lectura. Muy por el contrario, los programas educacionales en este sentido, parecen orientados al desamor de tales ejercicios, al desprecio más absoluto por los libros. Los textos escogidos no resultan atractivos, y los alumnos se ven forzados a leerlos por obligación. Nadie podría desconocer la importancia de las obligaciones, del cumplimiento de los deberes, pero si a éstos le agregáramos al menos una gota de interés, si a los alumnos se les permitiera al menos leer por el placer de leer, sin duda los resultados serían muy distintos, y tal vez se transformaran en grandes lectores en el futuro. Pero si para leer les imponemos fórmulas y ejercicios provenientes de aquel absurdo intento de abordar la literatura desde una perspectiva científica, matamos todo posible interés. La interpretación de una obra literaria supera cualquier intento científico de abordarla, porque amarra e involucra la llamada inteligencia emocional. Aquel sector la más de las veces impenetrable, dominado por el inconsciente.
Toda actividad requiere un esfuerzo, de eso no hay dudas, pero cuando en medio de ese esfuerzo encontramos al menos una esperanza, una veta a explotar, por usar una expresión propia al mundo de la minería, cambia nuestra visión, y se produce el entusiasmo por el trabajo, cualquiera sea el sacrificio. El entusiasmo que es motor vital en cualquier actividad humana, incluida la de la lectura, por supuesto. Cuando se lee con entusiasmo, nuestra visión es otra, avanzamos hasta la última página casi con desesperación, movidos por el deseo de llegar hasta el final, aún sabiendo que el final nos privará de seguir leyendo esa historia en el futuro. Cosa que rara vez ocurre en la enseñanza media, porque los textos escogidos son demasiados anacrónicos o bien anodinos, para despertar el interés de las mentes dinámicas de los jóvenes de hoy. La velocidad que lleva actualmente el mundo, no permite a los jóvenes detenerse en reflexiones que en otros tiempos, si no calzaban precisamente con la realidad, iban de la mano. Esta anacronía, es un factor muy importante a considerar. Por eso es necesario actualizar los programas de estudio, por otros que se acerquen a la problemática del mundo actual. No quiero dar a entender con esto que la literatura del Siglo de Oro, por ejemplo, o cualquier otra del pasado, no tenga valor, porque vaya si no lo tiene en nuestra lengua, pero eso sólo sirve como materia de estudio a los especialistas. Hay que decirlo de una vez, a los alumnos de enseñanza media, la literatura de esas épocas los aburre hasta el hastío. Los alumnos están necesitados de mirarse en un espejo que los refleje en su actual estado, y esa suerte de espejo que suele ser la literatura, está en las obras de sus contemporáneos, en quienes se expresan con un lenguaje semejante o parecido al suyo.
Por otra parte, podemos preguntarnos si existe otra manera de acceder al mundo del saber sino es mediante la lectura. Algunos podrán decir, claro, por supuesto, muchas, a través de la experiencia, por ejemplo, como lo conseguía el hombre de otras edades, de edades más primitivas, donde el tiempo y la necesidad no permitía acceder a tales medios, pero en un mundo moderno, y aún posmoderno, como cataloga la filosofía al mundo actual, esto resulta imposible. En un mundo donde todo ha sido ya conquistado y simbolizado por el lenguaje, la falta de lectura termina por alejarnos del saber y genera la ignorancia más supina. El hombre de nuestro tiempo necesita del lenguaje, es un vehículo indispensable para entender y hacerse entender en el medio en que vive, y el mejor camino para la conquista del lenguaje es el libro, donde el hombre ha podido concentrar toda su experiencia creando, en el caso de la obra literaria, las debidas convenciones que permiten la formulación más acabada y maravillosa de su experiencia sobre la tierra.
Es indudable que la apropiación por parte de la lingüística del arte de la literatura, ha contribuido también en mucho en el desinterés de los alumnos por la lectura, toda vez que enfrenta la obra como fenómeno lingüístico, y no como un arte convencional que se viene desarrollando desde el principio de la historia del hombre. Nadie pone en duda los alcances de la lingüística en tanto ciencia capaz de racionalizar todas las formas y expresiones del lenguaje. Pero ese camino conlleva hacia otros fines, que no son precisamente la apropiación y el interés por la literatura en sí misma, como expresión más profunda de la existencia.
Cabe recordar que la necesidad de contar y de leer historias es lo más propio del hombre, porque en ellas está escrita su sorpresa existencial, el hecho de hallarse vivo en un mundo desconocido, y del cual se sabe el trágico final. Nos apropiamos del mundo a través de sus historias, y de allí esa sed, esa necesidad por conocer las vidas de los otros, porque en los otros nos hallamos también a nosotros mismos. Sin esa experiencia, sin la experiencia del otro, no podemos conocernos, no tenemos puntos referenciales, derroteros, caminos, nos transformamos en hombre masa. Es decir, en animales rumiantes que agotan su existencia sin tener noticias de su propia interioridad. La lectura de un buen libro, en tanto experiencia personal, abre la puerta al nacimiento del individuo, y por tanto, al desarrollo de la personalidad.
Por cierto, queda por discutir qué llamamos un buen libro. Pero esa respuesta se resuelve por sí sola cuando ya ese individuo está en condiciones de pensar por sí mismo.
Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Noviembre de 2010
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…