wolfchristaPor Juan Antonio Muñoz H.

Considerada una de las voces críticas más importantes de la hoy extinta Alemania Oriental, la novelista, ensayista y guionista Christa Wolf murió esta semana. Pero su obra permanece.

Tal como la profetisa troyana, la única voz de su novela Casandra, Christa Wolf (1929-2011) hurgó y hurgó en su memoria para tratar de restablecer la historia real, buscando restañar las heridas personales y sociales, y dar así calma a su condición de mujer nacida en un entorno complejo y amenazante. Ella encontró una escapatoria en el amor, pero también eso fue insuficiente para apaciguar su enorme controversia interna. Una que proyectó sobre el sistema en que estaba inmersa.

Tras abandonar con su familia su Polonia natal, en 1945, huyendo del Ejército Rojo soviético, llegó a vivir a la RDA. Luego se afilió al Partido Socialista Unificado (SED), al que fue fiel pero en la disidencia: aunque pensaba que el socialismo era una mejor alternativa que el modelo de Alemania occidental, criticó con valentía a quienes «cambiaron una ideología por otra» y que no supieron arremeter contra el estalinismo. Ya en 1963, en su elogiada novela El cielo partido , se permitió hacer tambalear la seguridad que ofrece el amor: la protagonista decide permanecer en la RDA mientras él opta por ir al otro lado del muro.

La discrepancia también se expresó en la forma de su escritura. Porque el realismo socialista que promovía el régimen no tenía mucho que ver con la corriente de conciencia, el flujo de la memoria, las visiones proféticas y el desvarío onírico presentes en Reflexiones sobre Christa T. (1968). Tampoco pareció alineada su sugerente y conmovedora narración de la guerra de Troya, con Casandra convertida en heroína de los movimientos pacifistas y reclamando la memoria como un derecho.

Medea (1996) le permitió explorar el amor otra vez, y con otras consecuencias. Al inicio de su obra, Wolf cita a Séneca: «Todo lo que he cometido hasta ahora lo llamo obra del amor… Ahora soy Medea, mi naturaleza ha crecido por el sufrimiento». En ese crecer, la antigua maga filicida se convierte en una voz extranjera que no se siente bien ni acogida en el sitio hasta adonde ha emigrado, y cuya historia termina por advertir sobre los prejuicios, la xenofobia y la brutalidad que opera sobre los marginados.

Algunos criticaron su «oposición domesticada», pero el mayor debate se produjo cuando en 1993 fue público que ella colaboró con la Stasi, la policía política de la RDA, entre 1959 y 1962. No tanto porque no fuera esperable sino porque Wolf nunca aludió a ese pasado, que sin duda le molestaba.

Christa Wolf -Premio Georg Büchner 1980 y Premio Nacional de Viena 1985- vivió, como mujer artista, añorando una sociedad más justa. Ella creyó en el socialismo y lo defendió con entereza aunque criticara muchas veces sus métodos y la falta de espacios de discusión. Finalmente, su trabajo fue una luz tanto para los lectores de la RDA -«una instancia moral», diría Klaus Staeck Wolf, presidente de la Academia de las Artes de Berlín- como para occidente, pues hizo reflexionar sobre las imperfecciones de un sistema y del otro, y sobre la extendida doble moral.

Su registro es triste y doloroso. Y hermoso. Abismalmente. No pocas veces sus personajes psicomatizan sus faltas en esta exploración profunda de su mundo íntimo. Así avanzó «hasta la raíz del mal, hasta el foco purulento, hasta el lugar donde el núcleo incandescente de la verdad coincide con el núcleo de la mentira» (En carne propia, 2003).

Texto escogido

«No nos dijimos casi nada aparte de nuestros nombres, nunca había oído un poema de amor tan hermoso. Eneas Casandra. Casandra Eneas. Cuando mi castidad se encontró con su timidez, nuestros cuerpos se desbocaron. Lo que mis brazos y piernas inventaron para responder a las preguntas de sus labios, los sentidos desconocidos que me regalaría su olor, no lo habría podido imaginar. Ni tampoco que mi garganta sería capaz de emitir esa voz».

(Casandra, de Christa Wolf, 1983, Editorial Cuarto Propio. Traducción de Sven Olsson y Pola Iriarte, con prólogo de la escritora chilena Carmen Berenguer.)

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En: Revista de Libros de El Mercurio