Por Mary Louise Pratt
A semejanza de los Sannyasis-Nirvanys de los Vedas que enseñaban en voz baja, en las criptas
de templos, plegarias y evocaciones que más jamás se escribieron, la mujer silenciosa y resignada
cruzó barreras de siglos repitiendo apenas con miedoso sigilo, las mágicas palabras: libertad y derecho.
Clorinda Matto de Turner. Boreales, miniaturas y porcelanas (1902).
Al entrar al salón de clases las alumnas se veían abatidas. Venían de un curso de literatura -otro más- que no incluía a ninguna, escritora en su programa. En esta ocasión el tema era el ensayo latinoamericano y el profesor había explicado que no había escritoras de ensayos que merecieran incluirse en el programa de estudios. ¿Quién lo dice? ¿Y cómo sabemos que éso es verdad?, se preguntaron las estudiantes.
La toma de conciencia con respecto al proceso de canonización en los estudios literarios afecta de una u otra manera a la mayor parte de los académicos y profesores de literatura. Hoy en día, aún los académicos más conservadores se ven obligados a defender lo que antes parecía una verdad indiscutible: que los cánones literarios están constituidos por obras poseedoras de una grandeza intrínseca. Es decir, obras que han alcanzado una elevada estatura en virtud de cualidades inalienables y a todas luces evidentes. En una palabra, obras que, sencillamente, son la crema y nata de la creación artística.
La naturalización del canon se ha impugnado en trabajos empíricos de historiadores literarios que sostienen dos argumentos particularmente poderosos. Demuestran, en primer lugar, que los cánones son criterios inestables y cambiantes a través del tiempo, por más que puedan parecer eternos en un momento histórico dado. La obra maestra de hoy, ayer fue despreciada y probablemente lo volverá a ser mañana. En segundo lugar, al explorar las determinaciones sociales que pesan sobre los cánones y los procesos de canonización literaria, los investigadores encuentran líneas de determinación entre los cánones literarios y las jerarquías sociales. (Esta última tesis se acepta aún desde un punto de vista tradicionalista. Algunos académicos conservadores reconocen que los cánones se construyen en torno a intereses e ideologías dominantes, de clase, género y raza, que ellos suscriben)
Por su parte, los académicos dedicados a relativizar el canon suelen distinguir dos dimensiones en su quehacer crítico: analizan los cánones, primero, como estructuras de exclusión y, segundo, cómo estructuras de valor. El primer paso de esta indagación crítica, y el más sencillo, consiste en identificar obras que satisfacen los criterios de inclusión en el canon, pero que están excluidas por razones extraliterarias. Es el caso, por ejemplo, de los textos a los que se ha negado un estatuto canónico por estar escritos por mujeres, como se puede argumentar que sucedió, por ejemplo, con la narrativa de la argentina Juana Manuela Gorriti o con la mayor parte de la poesía de la chilena Gabriela Mistral. Las obras excluidas a menudo se leyeron ampliamente en el momento de su publicación -así ocurrió en el caso de Gorriti y Mistral- y fueron marginadas posteriormente por criterios androcéntricos que de manera consciente o inconsciente buscaban mantener el predominio masculino sobre la los espacios culturales y literarios.
El segundo aspecto del proyecto contracanónico, el de indagar los cánones como estructuras de valor, presenta mayores dificultades. Se trata de mostrar que los criterios empleados para determinar el valor literario se constituyen en relación con las estructuras hegemónicas de la sociedad y que dichas estructuras se manifiestan en los criterios de valoración artística. Lo anterior pone en tela de juicio el proceso a través del cual se supone que se establecen las inclusiones y exclusiones literarias usualmente consideradas legítimas.
Según este argumento, los textos escritos por miembros de grupos sociales subordinados o marginales, leídos según los códigos hegemónicos, parecerán «carecer de una calidad que justifique su inclusión», como decía el profesor de la anécdota narrada al principio.
Los cánones son estructuras que se confirman a sí mismas de manera avasallante: se reproducen a través de las prácticas de la lectura y en los aspectos elementales de la experiencia literaria, incluido el horizonte de expectativa, el género literario, el contenido, el lenguaje y el punto de vista. Los lectores cuya formación dependió del consumo exclusivo de textos canónicos casi siempre carecerán de los conocimientos necesarios para valorar la escritura de grupos subordinados o excluidos. No sabrán interpretar los textos, ni disfrutarlos y es muy probable que les parezcan banales o ilegibles tanto en su forma como en su contenido. Para emitir juicios sobre la escritura no canónica, es necesario aprender a leerla. Si por el contrario, este tipo de escritura se juzga con las normas literarias establecidas, se partirá de prejuicios y se acabará por reproducir la misma estructura excluyente que originalmente marginó al texto. Los cánones no son sólo una nómina de obras consagradas, más bien constituyen toda una maquinaria de valores que generan sus propias verdades.
El ingreso al canon y el poder de canonizar está sujeto a restricciones sociales que también pesan sobre otros procesos culturales, corno el acceso a la alfabetización, a la escritura institucionalizada y a los circuitos de la cultura impresa. El poder de canonizar está en manos de las instituciones académicas, que son de las más excluyentes que existen. Es bien sabido que la ola de pensamiento crítico y relativista de los años setenta y ochenta que cuestionó la canonización fue producto de la democratización que vivieron las universidades de los países industrializados en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Como se recordará, la crisis transnacional de 1968 surgió de los movimientos estudiantiles, estimulados por la crítica a las estructuras canónicas del conocimiento predominantes en las instituciones académicas. Indudablemente, el feminismo fue crucial en el desarrollo y defensa de esta perspectiva crítica que ha sido objeto de ataques implacables.
Las antologías, esos grandes espejos del canon, son, en el caso del ensayo latinoamericano, verdaderos monumentos a la intelectualidad masculina, regidos por una docena de nombres ampliamente conocidos y muy valiosos: Bello, Echeverría, Sarmiento, Montalvo, González Prada, Hostos, Martí, Rodó, Henríquez Ureña, Vasconcelos, Mariátegui, Martínez Estrada, Arcieniegas, Reyes, Picón-Salas, Zea, Paz, Anderson, Imbert. Una breve revisión de las antologías de ensayo latinoamericano disponibles en la biblioteca de la Universidad de Stanford (Skirius, 1981; Earle et. al, 1973; Vitier, 1945; Rey; 1985; Ripoll, 1966; Urello, 1966; Guillén, 1971; Foster, 1983) reveló muy pocas excepciones al monopolio masculino. Sólo Gabriela Mistral aparece entre los veintiséis autores recogidos en una antología de ensayos del siglo XX (Skirius, 1981) mientras que la puertorriqueña Concha Meléndez es autora del fragmento más corto de una antología de ensayistas contemporáneos (Guillén, 1971). Una historia general del ensayo latinoamericano (Earle et al.) menciona brevemente a Meléndez, a su compatriota Margot Arce y a la argentina Victoria Ocampo. En un novedoso e iluminador estudio sobre el ensayo, el crítico estadounidense David William Foster plantea el tema de la ensayística de las mujeres en un breve capítulo final dedicado a los Testimonios de Victoria Ocampo, cuya principal característica -en opinión del crítico- es la evidente insignificancia de los temas abordados. Aunque Foster se afana por proponer una lectura seria de los Testimonios, su análisis no abandona el punto de vista tradicional de que las mujeres están fuera del ámbito verdaderamente intelectual. Llama la atención que el crítico eligiera analizar los Testimonios, que son escritos autobiográficos, cuando Ocampo es autora de muchas páginas que, sin lugar a duda, son ensayos. ¿Por qué estos textos no se han abordado en estudios críticos, ni en programas de cursos o en las antologías del ensayo latinoamericano? En uno de esos ensayos, escrito en tres partes y titulado La mujer y su expresión, 1936, Ocampo ofrece un posible diagnóstico de las causas de su propia exclusión:
Creo -escribe la argentina- que desde hace siglos toda conversación entre el hombre y la mujer, apenas entran en cierto terreno, empieza por un «no me interrumpas» de parte del hombre. Hasta ahora el monólogo parece haber sido la manera predilecta de expresión adoptada por él. (La conversación entre hombres no es sino una forma dialogada de este monólogo).
El hombre, concluye Ocampo, «no siente o siente muy débilmente la necesidad» de dialogar con mujeres («ese otro ser, semejante y sin embargo, distinto a él»). «En el mejor de los casos no tiene ninguna afición a las interrupciones. Y en el peor, las prohíbe. […] el hombre se contenta con hablarse a sí mismo y poco le importa que lo oigan. En cuanto a oír, es cosa que apenas le preocupa.»
Empleando los términos de Victoria Ocampo, podemos decir que la historia literaria construye al ensayo como uno de esos monólogos masculinos que desalientan o francamente prohíben que las mujeres interrumpan». Ocampo tiene una imagen más bien triste de las respuestas del sexo femenino a la centenaria consigna de «No me interrumpas». Las mujeres, asevera, «se han resignado a repetir, por lo común, migajas del monólogo masculino disimulando a veces entre ellas algo de su cosecha». En seguida presento algunas observaciones sobre el monólogo masculino, consagrado como la forma canónica del ensayo, y más adelante sostengo que la participación de las mujeres en este género literario tal vez sea más vivaz y coherente de lo que pensaba Ocampo, quien quizás nunca supo de las muchas antecesoras que tuvo.
El ensayo de identidad, el «centauro de los géneros literarios»
La columna vertebral del ensayo latinoamericano en tanto canon literario representa una forma de reflexión a la que denominaré «ensayo de identidad». Propongo este término para referirme a una serie de textos escritos a lo largo de los últimos ciento ochenta años por hombres latinoamericanos, casi todos pertenecientes a las élites euroamericanas y que abordan la problemática de la identidad latinoamericana, especialmente con relación a Europa y Norte América. El ensayo de identidad se pregunta: ¿cómo se pueden definir nuestra identidad y nuestra cultura en la etapa posterior a la independencia? ¿Cómo representar nuestra hegemonía? ¿En qué consiste -o en qué debe consistir-nuestro proyecto social y cultural? Cualquier persona aficionada a la literatura hispanoamericana recuerda con facilidad a los exponentes de este canon ensayístico cuyo punto de partida suele ubicarse en la «Carta de Jamaica» de Simón Bolívar o en el prólogo a la Gramática de Bello. La primera obra monumental es, sin lugar a dudas, el Facundo de Sarmiento, seguido de Nuestra América de Martí, el Ariel de Rodó, La raza cósmica de Vasconcelos, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui, Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Henríquez Ureña, El laberinto de la soledad, de Paz y Calibán de Retamar. Estos nombres -desde luego- no agotan el corpus del ensayo latinoamericano.
Es obvio que los textos arriba mencionados muestran grandes diferencias entre sí. Unos se escribieron como libros, otros como textos periodísticos o intervenciones polémicas, mientras que otros se concibieron originalmente como piezas oratorias, por no hablar de las cartas de Bolívar o del prólogo de Bello. Algunos plantean el tema de la identidad a nivel nacional mientras que otros lo abordan desde una perspectiva continental o hemisférica. Por encima de las diferencias entre las obras, salta a la vista que las mujeres no tienen cabida en el ensayo de identidad, al que Skirius llama de manera poética, «el centauro de los géneros literarios» (Skirius, 9 y passim). Dicha exclusión no tiene nada de misteriosa. Las identidades que el ensayo latinoamericano busca fundar -cívicas, políticas, culturales- son masculinas. Un aspecto crucial de su proyecto es negar a las mujeres los poderes cívicos y ciudadanos que los hombres letrados se otorgan a si mismos. El sujeto parlante del ensayo de identidad es indudablemente masculino y blanco; es la figura del pensador criollo, supuesto dueño del pensamiento y de toda función intelectual. Desde la independencia, a través del largo proceso de negociación de la hegemonía criolla, los hombres euroamericanos abiertamente consolidaron su privilegio como los únicos dueños de la cultura y el poder ciudadanos. Se trataba de negar a las mujeres -y a los no blancos- el derecho de tomar la palabra y hablar en nombre de toda la ciudadanía.
Sobra decirlo: esa situación discursiva refleja el estatuto legal y jurídico de las mujeres en las repúblicas fundadas en el siglo XIX Estudios históricos recientes iluminan los procesos que negaron a las mujeres (y a otros sectores de la población) la ciudadanía plena, los derechos de propiedad, el voto, la educación Igualitaria, los derechos reproductivos, la posibilidad de ocupar cargos públicos (y aún de hablar en público) así como la igualdad ante la ley. Por fortuna, el acceso de las mujeres a la alfabetización, a la cultura impresa y a la esfera pública es anterior a la época republicana. No se les podía silenciar del todo. Pero para hablar y ser escuchadas tenían que hablar como mujeres. Y eso fue lo que hicieron la mayoría de las veces.
Mujeres intelectuales y el «ensayo de género»
Ninguna autora ingresará al canon ensayístico mientras se considere que el ensayo de identidad es el ensayo latinoamericano por antonomasia: los cánones operan recreando constantemente su propia verdad. Al mismo tiempo es evidente que las mujeres intelectuales no sucumbieron a las resonancias del «No me interrumpas» de que Ocampo hablaba. Pese a lo restringido del acceso a la educación y a la cultura impresa, una serie de escritoras pertenecientes a las élites euroamericanas hicieron valer su posición como sujetos sociales, como agentes de la historia y como pensadoras. Es fácil identificar un proyecto ensayístico, establecido por mujeres, que surge como alternativa al ensayo masculino. Las intelectuales criollas crearon un corpus textual que llamaremos el «ensayo de género», una tradición de escritura que se desarrolló de manera paralela al ensayo de identidad. Empleo el término «ensayo de género» para referirme a una serie de textos escritos por mujeres latinoamericanas a lo largo de los últimos ciento ochenta años, enfocados al estatuto de las mujeres en la sociedad. Es una literatura contestataria que se propone «interrumpir el monólogo masculino» -por decirlo en palabras de Victoria Ocampo- o al menos confrontar la pretensión masculina de monopolizar la cultura, la historia y la autoridad intelectual. Como sucede con el ensayo de identidad, el corpus completo del ensayo de género comprende cientos de libros y miles de páginas. A manera de ejemplo, podemos mencionar algunas obras de las escritoras más conocidas (ver Marting, 1987, 1990): «La mujer» (1860), de Gertrudis Gómez de Avellaneda, «Emancipación moral de la mujer» (1858), de Juana Manso, «Influencia de la mujer en la sociedad moderna» (1874), de Mercedes Cabello de Carbonera, «Las obreras del pensamiento en América Latina» (1895), de Clorinda Matto de Turner, La mujer en la sociedad moderna (1895), de Soledad Acosta de Samper, El feminismo y la evolución social (1911) y Socialismo y la mujer (1946) de Alicia Moreau de Justo, ¿A dónde va la mujer? (1934) de Amanda Labarca Hubertson, Influencia de la mujer en la formación del alma americana, (1930/ 1961) de Teresa de la Parra, La mujer y su expresión (1936) de Victoria Ocampo, Hacia la mujer nueva (1933) de Magda Portal, Sobre cultura femenina (1950) y Mujer que sabe latín (1973) de Rosario Castellanos. De ninguna manera propongo establecer un nuevo canon a partir de estas obras, tan sólo presento un corpus amplio, continuo y muy poco estudiado.
De manera implícita, el ensayo de género impugna la negación de derechos ciudadanos a las mujeres, que es un presupuesto del ensayo masculino de identidad y una realidad avalada por las instituciones de las sociedades modernas. Desde una perspectiva histórica, el ensayo de género puede verse como actor en una prolongada negociación política desarrollada en América Latina respecto a la posición social y los derechos políticos de las mujeres en la etapa post-independentista. No es un corpus homogéneo, sino un conjunto de textos que abordan las discusiones sobre el deber ser de la mujer desde perspectivas eclécticas, con relación a las ideologías patriarcales de género. Hoy en día las negociaciones continúan y las producciones ensayísticas también. Textos como Ser política en Chile (1986) de Julieta Kirkwood y A Mulher na sociedade de classes (Brasil, 1969) de Heleieth Saffiotti tienen sus raíces en la tradición de discurso público que aquí intento caracterizar.
Aquí sugiero que el ensayo de género se desenvuelve en forma paralela al ensayo de identidad en las letras latinoamericanas. Ambos se relacionan con la figura del intelectual público, aquél que escribe obras de ficción y poesía, y también se involucra de manera activa en el periodismo y en los asuntos públicos. Como en el caso masculino, los ensayos de género frecuentemente se originan como intervenciones oratorias. Entre muchos otros ejemplos pueden mencionarse «Obreras del pensamiento» de Matto de Turner, presentado en la Academia de Buenos Aires ante un público numeroso que afectuosamente recibió a la oradora luego de su exilio del Perú en 1895, y «La influencia de las mujeres en la formación del alma americana» de Teresa de la Parra, surgido a raíz de una serie de conferencias memorables que la escritora dictó en Bogotá en 1930. Está también el discurso sobre la condición de las mujeres que Amanda Labarca presentó ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1946 y las charlas radiofónicas de Victoria Ocampo que la muestran mucho menos elitista de lo que siempre se piensa.
¿Cómo leer este corpus de ensayos de género? No existen paradigmas de lectura, ni siquiera un rastreo académico inicial de este corpus de textos. No obstante, por el momento se pueden arriesgar algunas generalizaciones. En primer lugar, como sugieren los títulos citados, las categorías de lo nacional son poco empleadas en el ensayo de género, por lo menos hasta décadas recientes. La ciudadanía de las mujeres es una de las principales preocupaciones del ensayo de género; sin embargo, las autoras pocas veces hablan de una nación en particular, sino que, más bien, se refieren al estatuto de las mujeres en los estados nacionales modernos en general. En segundo lugar, el corpus sugiere dos modelos distintos del ensayo de género. Por un lado, muchos tienen forma de enumeraciones históricas de mujeres ejemplares y sus contribuciones a la historia y a la sociedad. Entre viñeta y viñeta, con frecuencia se intercala el análisis sobre la condición social y existencial de la mujer. Un ejemplo de este modelo es «Obreras del pensamiento» de Clorinda Matto de Turner que presenta una visión panorámica de las escritoras de su época. Por su parte, La mujer en la sociedad moderna de Soledad Acosta de Samper, es un ejemplo impresionante: todo un libro dedicado a catalogar las contribuciones de docenas de mujeres revolucionarias, filántropas, misioneras, pensadoras morales, médicas, políticas, artistas y escritoras de Europa y América, desde la Revolución Francesa hasta el presente de la autora. Este modelo de enumeración histórica sigue vigente como lo muestran obras más recientes como Las argentinas de ayer y hoy (1967) de Lydia Sosa de Newton o La mujer en la Revolución Mexicana (1961) de Ángeles Mendieta Alatorre.
En ocasiones, la enumeración histórica no va más allá de constatar la presencia y participación de las mujeres en la historia, la cultura y la vida pública. La celebración de las llamadas mujeres ilustres fácilmente se restringe a elogiar a la rama femenina de las élites criollas. Es una literatura de hechos, más que de ideas, que sin embargo, no debe menospreciarse. Desde la perspectiva del positivismo, la subordinación de las mujeres se justificaba a partir de observaciones supuestamente objetivas de sus capacidades y limitaciones «naturales». Era -y sigue siendo- indispensable combatir esos planteamientos ideológicos con datos empíricos sobre la actuación de las mujeres en el escenario social. Las enumeraciones históricas también hacen hincapié en la realidad de las mujeres como sujetos de la historia, algo que la historiografía oficial suele escamotearles. Insertos en un marco de pensamiento positivista, estos ensayos con frecuencia definen a las mujeres como agentes del progreso y de la evolución humana y no como elementos retardatarios que necesitan ser guiados de manera paternalista. En una de las muestras más ricas del ensayo de género, «La influencia de las mujeres en la formación del alma americana» (1930), Teresa de la Parra combina la enumeración de personajes y sus contribuciones a la historia con una profunda reflexión sobre el rastreo de historias perdidas mediante la recuperación de hechos y el ejercicio de la imaginación.
Desde una perspectiva feminista, la vitalidad del inventario histórico en la escritura contemporánea provoca una actitud ambigua. ¡Es escandaloso que este tipo de recuentos siga siendo necesario! Ante el avasallador androcentrismo de las instituciones oficiales de conocimiento perdura el imperativo de subrayar lo que debiera ser obvio: que las mujeres son sujetos históricos plenos y con capacidad de emprender acciones significativas.
El segundo modelo del ensayo de género es el comentario analítico sobre la condición espiritual y social de las mujeres. En este caso, las autoras de ensayos desafían a los hombres en el terreno del pensamiento, el campo privilegiado de la literatura ensayística. Esta forma del ensayo de género está representada por los trabajos antes mencionados de Gómez de Avellaneda, Manso, Moreau de Justo, Labarca, Portal, Ocampo y Castellanos. El ensayo analítico de género no busca reproducir el pensamiento masculino, sino que suele proponer formas alternativas de intelectualidad que ponen en tela de juicio la prerrogativa masculina de determinar lo que vale como pensamiento. El ensayo de Gómez de Avellaneda «La mujer» ofrece un interesante ejemplo decimonónico de esta forma de intervención pública. Su afán principal parece ser la construcción estratégica de un fundamento epistemológico alternativo para rebatir tanto la supremacía de la racionalidad secular como la tendencia a concebir a las mujeres sólo con relación a la maternidad. Al iniciar el ensayo, Gómez de Avellaneda se distingue de «un elegante publicista español», autor de un volumen dedicado a la historia del bello sexo». Gómez de Avellaneda sostiene que «no entra en nuestro ánimo la idea de acompañarle por el vasto campo de su filosófica exploración, ni la de prestarles nuevos y desconocidos datos, para ensanche y apoyos de sus teorías» (p. 285). La escritora explica que prefiere empezar refiriéndose a los sentimientos, un campo en el que, asegura, la supremacía de las mujeres es incuestionable. Concede que existen ciertas formas de superioridad masculina, pero las acepta sólo de manera provisional y para asentar su propia autoridad:
Concedamos sin la menor repugnancia que en la dualidad que constituye nuestra especie, el hombre recibió de la naturaleza la superioridad de la fuerza física, y ni aun queremos disputarle en este breve artículo la mayor potencia intelectual que con poca modestia se adjudica. Nos basta, lo declaramos sinceramente, nos basta la convicción de que nadie puede, de buena fe, negar a nuestro sexo la supremacía en los afectos… en la inmensa esfera del sentimiento (pp, 285-286).
Y por si sus lectores no valoran el sentimiento, Gómez de Avellanada se apresura a señalar que los sentimientos elevados son una característica de los grandes espíritus, en especial la capacidad de sacrificio que las mujeres poseen de manera plena. Oponiéndose al racionalismo secular subyacente en la intelectualidad masculina, Gómez de Avellaneda fundamenta la autoridad social e intelectual de las mujeres en dos sitios totalmente distintos: la Biblia y el cuerpo. El dolor de parto, dice, otorga a la mujer el derecho divino de «reinar» en «los vastos dominios del sentimiento». El vocabulario monárquico confronta directamente los valores republicanos que niegan poder social a las mujeres. Los hombres, subraya Gómez de Avellaneda, corrompen el derecho divino de las mujeres: María tuvo un hijo divino al reproducirse ella sola, mientras que Eva procreó una «descendencia corrompida», fruto de su relación con Adán desde la escritura
Las «páginas sangrientas del heroísmo religioso» desvanecen toda imagen de la mujer como un ser débil e incapaz de participar en los asuntos públicos. La autora regresa a la Biblia y propone lo que hoy en día se consideraría una lectura feminista de la vida de Cristo, Al comentar el texto, Gómez de Avellaneda contrapone la torpeza masculina con la sabiduría de las mujeres. Mientras Jesús viaja por Judea haciendo milagros y convirtiendo a los pobres, continúa la escritora:
Los doctores del la Iglesia le persiguen, acusándolo de perturbador del orden público. Las mujeres ignorantes se van en pos suya, bendiciendo el vientre donde fue concebido. El fariseo preciado de justo, que le recibe en su casa, no lo ofrece agua para la ablución prescrita por el uso. La mujer pecadora llega a lavarle los pies con sus lágrimas y a enjugárselos con sus cabellos (p. 288).
Las contraposiciones prosiguen. Poncio Pilato ordena que golpeen a Jesús, mientras que la esposa de Pilato, «perturbada por misteriosos presentimientos», envía mensajeros a suplicar por la vida de Cristo.
Vale la pena subrayar que la principal herramienta empleada por Gómez de Avellaneda para legitimar la posición social y la autoridad epistemológica de las mujeres es su capacidad como lectora e intérprete de textos -en este caso la Biblia. Su argumentación culmina un comentario de carácter puramente textual:
¡Mujer! he ahí a tu hijo, le dice el Redentor a María simbolizando en San Juan a todos los hombres. Notadlo; no la llama madre suya porque la Reina de los mártires no representa allí solamente a la augusta Madre del Mesías; representa a la mujer… a la mujer rehabilitada, a la mujer santificada, a la mujer co-redentora, cuyo grande corazón puede contener la maternidad del universo (p. 290).
Aunque de difícil comprensión para los lectores contemporáneos, el razonamiento de Gómez de Avellaneda es radical con respecto a los puntos de vista sobre las mujeres y la ciudadanía que predominaban en su época. Hace una separación absoluta entre ser mujer y ser madre y sostiene que, de acuerdo con la Biblia, lo primero tiene más importancia que lo segundo. Hay en esta afirmación un agresivo rechazo al triunfante proyecto republicano que definía el valor social de la mujer exclusivamente en función de la maternidad.
La segunda parte del ensayo lleva aún más lejos el cuestionamiento al preguntar si existe algún fundamento para considerar que las mujeres son más débiles que los hombres y si la superioridad de la mujer en asuntos del corazón supone necesariamente su inferioridad en asuntos de inteligencia y carácter. Finalmente, Gómez de Avellanada reivindica el terreno del pensamiento: «no sólo nos sentimos dispuestas a declarar, con Pascal, que los grandes pensamientos nacen del corazón, sino que nos asalta la idea de que los más gloriosos hechos, consignados en los anales de la humanidad, han sido siempre obra del sentimiento» (p. 293). La reflexión anterior es el punto de partida de la tercera parte del ensayo, que aborda el eje del problema: la capacidad de las mujeres para «gobernar pueblos y administrar los intereses públicos»: la creación de una esfera de acción alternativa para las mujeres no es el proyecto de Gómez de Avellanada, quien más bien busca posibles caminos para ingresar a los ámbitos ilegítimamente monopolizados por los hombres, como la Real Academia de la Lengua Española que excluyó a Gómez de Avellaneda exclusivamente a partir de un criterio de género.
Casi setenta años después, Victoria Ocampo en La mujer y su expresión (1936) también postula una intelectualidad femenina que se distingue de la tradición masculina. Pero a diferencia de Gómez de Avellaneda, Ocampo se apropia del término «pensamiento» desde la primera frase: «Lo primero que pienso al hablaros… «:
es que vuestra voz y la nuestra están conquistando a mi gran enemigo, el Atlántico… He visto siempre en el Atlántico un símbolo de la distancia que me ha separado de seres y cosas queridas. Si no era Europa, era América lo que echaba de menos.
A su regreso de los Estados Unidos a través el Canal de Panamá, Ocampo «dio gracias al cielo» por haber «derrotado» la prolongada separación impuesta por el Océano Pacífico.
En franco contraste con las referencias americanistas del ensayo de identidad, que en este periodo adquieren un cariz nacionalista, Ocampo adopta la postura de un sujeto decididamente global, para quien la mediación de las distancias es una prioridad. Y para que quede claro que se refiere a la distancia social -y no sólo a la geográfica Ocampo recurre a una imagen oceánica para narrar una anécdota sobre una conversación telefónica trasatlántica que la escritora escuchó en Berlín. Un hombre de negocios argentino llama a su esposa en Buenos Aires. El marido inicia la conversación con la frase: «no me interrumpas» y el milagro de la comunicación se convierte en un acto de subordinación. La anécdota conduce a la reflexión sobre el monopolio masculino anteriormente referido. La pensadora Ocampo, por contraste, se relaciona con el mundo a través del diálogo y la mediación. »Interrumpidme» le pide a sus escuchas: «Este monólogo no me hace feliz. Es a vosotros a quienes quiero hablar y no a mí misma» (p. 12). Ocampo presenta la expresión de la mujer como una lucha dirigida principalmente contra la imposición del monólogo masculino y también contra el condicionamiento social que lleva a la mujer a «ofrecerse en holocausto». Hoy en día, afirma Victoria Ocampo, en el otro extremo del teléfono la mujer se atreve a decir que:
El monólogo del hombre no me alivia ni de mis sufrimientos ni de mi pensamiento. ¿Por qué he resignarme a repetirlo? Tengo otra cosa que expresar. Otros sentimientos, otros dolores han destrozado mi vida, otras alegrías la han iluminado desde hace siglos (p. 14).
Como en el caso de Gómez de Avellaneda (y De la Parra) el prefacio de Ocampo antecede a un ensayo dividido en tres partes, de las cuales, la primera se refiere a la subjetividad de las mujeres, la segunda, a la maternidad y a la reproducción social y la tercera, a la vida pública y nacional.
El ensayo de género es una tradición y una práctica de escritura indisolublemente vinculada a la amplia literatura periodística sobra la mujer y el sistema de género que es tema recurrente en el discurso público latinoamericano a través de su historia. Pocos temas son tan constantes en la amplia y variada órbita de las publicaciones periódicas latinoamericanas. Las primeras publicaciones de muchas escritoras, desde Clorinda Matto de Turner y Delmira Agustini, hasta la novelista contemporánea Isabel Allende fueron textos periodísticos breves. Para muchas de ellas, este tipo de escritura fue una fuente de ingresos -Juana Manso, Juana Manuela Gorriti o Marta Brunet, Alfonsina Storni y Rosario Castellanos- y les permitió mantener su presencia en el mundo de la letra impresa. El conocido libro de Rosario Castellanos, Mujer que sabe latín… es una recopilación de este tipo de textos periodísticos, como también lo es Feminismo contemporáneo de Amanda Labarca, publicado en 1946. En seguida abordaré la contribución de los hombres a este tipo de literatura.
El contracanon en contexto
Aquí se ha propuesto ver al ensayo de género como una respuesta a la autoridad intelectual masculina, en particular, al ensayo masculino de identidad criolla. Es esencial, sin embargo, hacer esta lectura de una manera dialéctica y que opere en un doble sentido. Es decir, el ensayo de identidad también debe verse como una respuesta a las demandas sociales de mujeres y otros grupos marginados. Tal vez parezca una propuesta radical, pero considero necesario ver las aseveraciones de los ensayistas canónicos como posturas impugnadas que surgen de una crisis de legitimidad profunda y permanente y no como una expresión sui génesis de una imaginación espontánea. Cabe preguntarse si es necesario pensar en las mujeres al leer «La Carta de Jamaica», el Ariel o El laberinto de la soledad. ¡Desde luego que sí! Es necesario aprender a leer las cartas de Bolívar con relación a las cartas en que Manuela Sáenz ejercía la autoridad histórica y política que más tarde se le negó. Las explicaciones sobre Ariel y Calibán, personajes de Rodó y Retamar, deben incorporar a Miranda y a Sycoran. Hay que pensar en el problema que Alicia Moreau y Magda Portal representaron para Maríátiegui. Es necesario interrogar los temores de Paz al reducir a las mujeres mexicanas al papel de La Chingada, y preguntarse qué pensaban Elena Garro y Rosario Castellanos al respecto. Desde esta perspectiva analítica, se considera que la escritura hegemónica se constituye como una respuesta a las impugnaciones contrahegemónicas de los subordinados, y a su vez la escritura contrahegemónica debe leerse en relación a los textos hegemónicos. La diferencia es que, al construir un discurso, los escritores hegemónicos no están siempre obligados a nombrar a los Otros (que en este caso son las mujeres) mientras que los subalternos lo tienen que hacer para poder cuestionar, en sus propios términos, a las instituciones de conocimiento.
Es necesario hacer tres precisiones a la argumentación presentada para no caer en un reduccionismo excesivo. Primero, las dos categorías propuestas al principio, el ensayo de género y el ensayo de identidad no abarcan, desde luego, toda la producción ensayística ni de hombres ni de mujeres latinoamericanos. Unos y otras han escrito sobre temas de toda índole, hecho mejor conocido con respecto a los hombres que a las mujeres. El conjunto de la producción intelectual de las mujeres deberá leerse y analizarse con detenimiento en cuanto se les reintegra a las historias intelectuales y literarias que tradicionalmente las han pasado por alto.
Segundo, aunque las mujeres están ausentes del ensayo de identidad sería equivocado afirmar que ellas nunca abordaron dicho problema y que no se expresaron respecto a la sociedad en su conjunto. Lo hicieron; pero raras veces se les reconoció como interlocutoras legitimas sobre esos temas. Si no es en la literatura de identidad ¿en dónde colocar los Panoramas de la vida (1876) de Gorriti o las Cuatro conferencias sobre América del Sur de Matto de Turner. O los Recados: contado a Chile de Mistral. 0 los ensayos biográficos sobre generales de las guerras de independencia de Sosa de Newton. 0 trabajos breves como el artículo, «El americanismo también es obra femenina» de Marta Brunet, publicado en El Repertorio Americano en 1939.
Las intelectuales latinoamericanas han escrito en forma continua sobre temas históricos, educativos, religiosos y morales, además de los ensayos dedicados al problema de la identidad. La peruana Mercedes Cabello de Carbonera escribió varios libros sobre la independencia cubana y un volumen titulado La influencia de las bellas letras en el progreso moral y material de los pueblos mientras que su compatriota Clorinda Matto de Turner escribió una colección de Bocetos de americanos ilustres. La socialista puertorriqueña, Luisa Capetillo, escribió los libros La humanidad en el futuro (1910) y La influencia de las ideas modernas (1916) además de su ensayo sobre «Las libertades, los derechos y las obligaciones de las mujeres»; Magda Portal escribió ensayos sobre «América Latina ante el imperialismo» y «En defensa de la Revolución Mexicana» (1931). Se trata de una nómina infinita de obras, que hasta ahora se han leído muy poco. La producción de mujeres en el terreno de la poesía cívica también ha sido prolífica mientras que las obras autobiográficas -desde las Peregrinaciones de una alma triste (1876) de Gorriti hasta La razón de mi vida (1951) de Eva Perón- ofrecen visiones alternativas de la realidad y el bienestar nacionales.
El tercer corolario es que los hombres también han escrito ensayos sobre las mujeres y el feminismo y lo han hecho con una dedicación que fácilmente se puede calificar de obsesiva. Se entiende por qué. Ante el activismo de las mujeres, su evidente peso cuantitativo en la sociedad y las flagrantes contradicciones entre la democracia y la desigualdad de género era indispensable un esfuerzo propagandístico intenso, continuo y capaz de mantener la subordinación social de las mujeres y controlar su lugar en el imaginario social, especialmente en los años veinte y treinta, época que se caracterizó por un acelerado crecimiento de la actividad de las organizaciones de mujeres de todo tipo y por la demanda del sufragio femenino como objetivo de las movilizaciones políticas de mujeres. En este periodo los textos sobre mujeres escritos por hombres son particularmente abundantes. Los pocos intelectuales varones que estaban más comprometidos con la democracia que con su privilegio de género escribieron a favor de la igualdad de las mujeres y su emancipación. Sólo uno de estos textos, «La educación científica de la mujer» (1873) del dominicano Eugenio de Hostos forma parte del canon ensayístico. En años recientes críticas feministas han despertado interés académico en torno a los escritos sobre mujeres de Sarmiento y Echeverría (Garrels, 1989), el ensayo de José Mármol sobre Manuela Rosas que es un verdadero manifiesto de género (Masiello, 1992), y los trabajos de González Prada sobre «El problema de la mujer» (Kristal, 1987), y de Vaz Ferreira Sobre feminismo (Moraña, s. d.), entre otros. Las bibliografías de tres libros recientes sobre el debate de género en Colombia (Jaramillo et al., 1991), Argentina (Carlson, 1987) y Chile (Santa Cruz et al., 1987) demuestran que casi una cuarta parte de los libros sobre mujeres, publicados entre 1910 y 1940, fueron escritos por hombres. Estas obras -está por demás decirlo- abarcan un espectro ideológico muy amplio, desde autores jesuitas que defienden el catolicismo hasta socialistas que sueñan con una revolución de género.
También es necesario analizar con detenimiento este amplio corpus de escritos, clasificarlos e integrarlos a los recuentos académicos de la historia de las ideas en América Latina. Las escritura de hombres sobre el sistema de género permanece en el olvido por las mismas razones que se ignoran los textos escritos por mujeres sobre estas mismas temáticas: no se considera que las mujeres y el género sean asuntos que pertenezcan al verdadero pensamiento. A lo anterior se suma la acción de la imaginación patriarcal que siempre busca postular un sujeto masculino normativo. El volumen enciclopédico de Earle y Meade (1973) sobre los principales ensayistas varones ignora por completo sus escritos sobre mujeres. Parece que la escritura sobre el género se considera «un trabajo femenino»-sin interés para el debate intelectual- aún cuando se trate de un autor de sexo masculino. La indiferencia ante estos temas encubre una poderosa fuerza inconsciente para evitar que la desigualdad de género se plantee como tema central en el debate intelectual y en el proceso de cambio social.
La escasa atención que ha recibido la literatura ensayística antes mencionada sugiere que toda una importante faceta de la historia intelectual de América Latina ha quedado fuera del conocimiento académico. El debate en torno al género, en el que participaron hombres y mujeres de las más diversas posiciones ideológicas, debe considerarse un aspecto central de la historia intelectual de América Latina, tan relevante como el debate sobre la identidad. Debe reconocerse asimismo su importancia capital dentro del proceso de autocreación y autoconocimiento de las sociedades latinoamericanas. Los ensayos de género de escritoras como Gómez de Avellaneda, Ocampo, Labarca, De la Parra, Kirkwood y Castellanos, entre otras, deben aparecer al lado de sus contemporáneos varones en las antologías de ensayo y en los programas de cursos sobre historia de la cultura en América Latina. Las mujeres deben estar presentes como objetos y sujetos del pensamiento. Un primer paso es recatar sus obras y aprender a leerlas.
Obras citadas
Acosta de Samper, Soledad, La mujer en la sociedad moderna, París, Garnier, 1895.
Cabello de Carboner, Mercedes, «Influencia de la mujer en la civilización moderna», El Correo del Perú (1874).
Carlson, Marifran, Feminismo The Women’s Movement in Argentina from Its Beginigs to Eva Perón,
Chicago, Academica Publications, 1988.
Castellanos, Rosario, Mujer que sabe latín… México, Secretaría de Educación Pública, 1973.
Castellanos, Rosario, Sobre cultura femenina, México, América. Revista antológica, 1959.
Earle, Peter, G. and Robert T. Mead, Jr., Historia del ensayo latinoamericano, Madrid, Porrúa, 1987,
Foster, David W., Para una lectura semiótica del ensayo latinoamericano, Madrid, Porrúa, 1987.
Garrels, Elizabeth, «La Nueva Eloísa en América», Nuevo Texto Crítico, 4 (1989), pp. 27-38.
Gómez de Avellaneda, Gertrudis, «La mujer», Antología, poesías y cartas amorosas, edición Ramón
Gómez de la Serna, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1945.
Guillén, Pedro, El ensayo actual latinoamericano, México, Ediciones de Andrea, 1971.
Jaramillo, María Mercedes, Ángela Inés Roldedo y Flor María Rodríguez-Arenas, ¿Y las mujeres? Ensayo de literatura colombiana, Antioquía, Colombia, Universidad de Antioquía, 1991.
Kirkwood, Julieta, Ser política en Chile, Santiago, FLACSO 1986,
Kristal, Efraín, The Andes Viewed from the City, Nueva York, Peter Lang, 1987.
Labarca Hubertson, Amanda, ¿A dónde va la mujer?, Santiago, Editorial Extra, 1934.
Manso, Juana, «Emancipación moral de la mujer», La Ilustración Argentina, 1858.
Martin, Diane E. (comp.), Spanish American Women Writers: A Bio-Biographical Source Book,
Nueva York, Greenwood 1990.
Marting, Diane E., Women Writers of Spanish America, Nueva York, Greenwood, 1987.
Matto de Turner, Clorinda, «Las obreras del pensamiento en la América del Sud», Boreales
miniaturas y porcelanas, Buenos Aires, Juan del Asina, 1902.
Mendieta Alatorre, Ángeles, La mujer en la Revolución Mexicana, México, Instituto Nacional de
Estudios de la Revolución Mexicana, 1961.
Moraña, Mabel, «Carlos Vaz Ferreira: Hacia un feminismo de compensación manuscrito inédito, sin
fecha.
Moreau de Justo, Alicia, El feminismo y la evolución social, Buenos Aires, Ateneo Popular, 1911.
Ocampo, Victoria, La mujer y su expresión, Buenos Aires, Sur, 1936 [Publicado también en
Testimonios, 2a. serie 269-286. Buenos Aires, Ediciones Sur, 1941].
Parra, Teresa de la «La influencia de la mujer en la formación del alma americana», en Obra,
Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1982. [También está publicado en Obra escogida, tomo II, México,
FCE, 1992]
Portal, Magda, Hacia la mujer nueva. El Aprismo y la mujer, Lima, Atahualpa, 1934.
Rey de Guído, Clara, Contribución al estudio del ensayo en Hispanoamérica, Caracas, Academia
Nacional de la Historia 1985.
Ripoll, Carlos, Conciencia intelectual de América. Antología del ensayo hispanoamericano, Nueva
York, Las Américas, 1966.
Saffiote, Heleieth, A Mulher na sociedade de classes, São Paulo, Quatro Artes, 1969.
Santa Cruz, Lucia, Teresa Pereira, Isabel Zegers y Valerio Maino, Tres ensayos sobre la mujer chilena, Santiago, Editorial Universitaria, 1978.
Skirius, John, El ensayo hispanoamericano del siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica,1945.
Sosa de Newton, Lily, Las argentinas de ayer a hoy, Buenos Aires, Zanetti, 1967.
Urrello, Antonio, Verosimilitud y estrategia textual en el ensayo hispanoamericano, México, Premiá,
1986.
Vitier, Medardo, Del ensayo americano, México, Fondo de Cultura Económica, 1945
***
(Trad: Gabriela Cano) en Debate feminista Año 11 Vol. 21 abril 2000.
***
En: Debate feminista
Foto: Frida pintando “Las dos Fridas”. Nickolas Muray, 1939-40.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…