Por Carlos Boyero
Catherine Camus, hija del escritor, describe a un hombre honrado, profundo, terrible, lírico, magnético y de verdad en el libro ‘Solitario y solidario’. Textos e imágenes demuestran que fue feliz aunque conociera todas las miserias del mundo.
Cuánto tiempo tardaron los espíritus pedestres en admitir que el invento de la imprenta era no ya algo fundamental en el desarrollo de la humanidad sino que también crearía uno de los entretenimientos más gloriosos que existen? ¿Alguien pensó que su vida ya no tenía sentido sin los códices que copiaban los monjes en sus conventos? Me hago reflexiones tan peregrinas ante la torturante avalancha de recomendaciones que me hacen sobre los gozos y milagros que acompañan al libro electrónico. Desde el alivio que sienten las maletas al prescindir del infame peso y espacio del papel hasta la posibilidad de acumular en una máquina tus mil libros favoritos y otros quinientos de los que tienes inmejorables referencias. En determinada gente ese entusiasmo resulta previsible, pero te asalta el pasmo cuando te habla con fascinación del lamentablemente revolucionario e-book alguien cuya extraordinaria biblioteca conoces. Y su antigua relación fetichista con los libros de papel. Que, como tú, ha disfrutado innumerables veces con el primer capítulo de Si una noche de invierno un viajero, en el que Ítalo Calvino describe incomparablemente el ritual del adicto a la búsqueda del libro. Y piensas que la batalla está perdida si los antiguos yonquis del papel se han redimido de droga tan antigua ante la comodidad y el enganche que proporciona la electrónica.
Sabiendo que la invasión es irremediable y que los sofisticados bárbaros van a instalarse por tiempo indefinido (tal vez siglos, pero también les llegará el invierno), mimas todavía más a esas criaturas que no tendrán descendencia, con sólida amenaza de extinción. Las hueles (¿van a dotar de olores al e-book?) y las acaricias, juras que se quedarán contigo aunque ya no haya sitio en la casa para nadie más de su raza. Y vuelcas un amor especial hacia esos libros grandes e incómodos (dicen) que no puedes sujetar con las manos, que tienes que tumbarlos en la mesa, en el suelo o en la cama para gozar de ellos.
Y la edición de algunos de ellos solo puede haber sido concebida desde el amor. Das por supuesta la sabiduría y la exquisitez. Qué garantía de todas esas cosas ofrece el catálogo de Taschen, afirmo, mientras que vuelvo a manosear Jazz life, ese impagable homenaje de William Claxton a una música que parece haber pasado a las catacumbas, la clandestinidad y el anonimato en el siglo XXI, después de haber sido una de las imprescindibles bandas sonoras del siglo anterior, una música que ya solo escuchamos sus viejos amantes, que parece sobrevivir exclusivamente de las reediciones de los clásicos. Qué escalofrío pensar que jamás volverá a surgir alguien como Ellington, Coltrane, Evans, Webster, Monk o Miles Davis. Y paseo la mirada y el tacto por el lujo con el que fueron editados muchos libros dedicados al cine. El favorito para cualquier cinéfilo de bien siempre será El cine según Hitchcock, aquel memorable encuentro entre el gordo genial y misántropo y el hipersensible y penetrante Truffaut, empeñado en demostrar al mundo que detrás del traficante de emociones se ocultaba un poeta tenebroso. Pero si hablamos del libro más cuidado y espectacular sobre el cine que se ha publicado nunca, este es una obra de arte del libro impreso titulada David 0. Selznick’s Hollywood. De acuerdo. Han existido creadores en la historia del cine que se merecían idéntico o superior despliegue bibliográfico que el productor de Lo que el viento se llevó y Duelo al sol, pero así son las cosas. Selznick fue la representación más grandiosa, aparentemente convencional y subterráneamente compleja del productor de Hollywood. Entre otras cosas porque Irving Thalberg murió demasiado pronto y con enigmas por aclarar. Y cómo no, los libros de tantas cosas raras, excéntricas, profundas y bonitas tuvieron en España un momento de irrepetible fulgor. La editorial se llamaba Siruela. Y el gusto de su noble editor (me refiero a nobleza heráldica, no a una virtud del carácter) era aristocrático en el sentido artístico, elitista y cultural que ha caracterizado ancestralmente a determinados mecenas. Hay muchas evidencias de eso. Pero yo esta noche estoy mirando con renovado asombro America, de De Bry, y repito como en el momento en el que me lo regalaron: “Qué belleza de libro, qué bien sigue oliendo”.
Descubro después de prólogo tan largo y gratuito que casi no me queda espacio para hablar de lo que me ha apasionado, de un libro de papel que voy a guardar como una joya cuando el acto de leer solo sea coto privado de una máquina. Está dedicado a un fulano que se parecía a Bogart. No solo por lo bien que le quedaban las gabardinas y por fumar con estilo. Pero no era un complejo canalla. Era fundamentalmente honrado, profundo, terrible, lírico, magnético y de verdad. Se llamaba Albert Camus, estaba desoladamente convencido de que “no existe amor a la vida sin desesperación”, de que “los hombres mueren y no son felices”, de que “nosotros hemos desterrado a la belleza, los griegos empuñaron las armas por ella”, de que “no quiero ante este mundo mentir ni que me mientan. Una verdad es algo que crece y se afirma. Es una obra que realizar. Y esa obra es lo que hay que perseguir en el papel y en la vida con todos los recursos de la lucidez”. Camus se inventó a Meursault, ese extranjero de todo que no recuerda si su madre murió hoy o ayer, que mata a un árabe en una playa porque hacía calor, que para que todo se consumara, para sentirse menos solo deseaba que hubiera muchos espectadores el día de su ejecución y que le acogieran con gritos de odio. Se inventó al doctor Rieux, aquel humanista que sabía que la peste volvería a invadir la ciudad y se quedaría para siempre. Fue el hombre rebelde “un hombre que dice no. Pero aunque rechace su renuncia también es un hombre que dice sí desde el primer acto”. Fue también aquel maravilloso imprudente que aseguró que entre su madre y la justicia se quedaba con su madre.
Su hija Catherine ha sido la guía. Lo titula Solitario y solidario y los textos y las fotografías de Camus demuestran las razones de eso. También fue feliz con su familia y sus amigos, aunque conociera todas las miserias del mundo. Se jugó la piel en la Resistencia contra los nazis. Se apuntó al partido comunista y abjuró cuando entendió que en Rusia se había perpetuado el sistema zarista, la explotación de una clase dirigente sobre el resto en nombre de Marx y de Lenin, denunció como Orwell el fracaso de la rebelión en la granja. Y aceptó a los 44 años el Premio Nobel, ese que luego rechazó la pureza de Sartre (aunque el gran ladino no se olvidara de cobrar la pasta), recibiendo acusaciones de traidor. Camus era consciente de que “en los círculos intelectuales, no sé por qué, siempre tengo que pedir perdón. No puedo evitar la sensación de haber transgredido algunas de las reglas del clan. Naturalmente, eso me impide ser espontáneo y a falta de espontaneidad me aburro hasta a mí mismo”. Murió en un accidente de coche a los 46 años. No sólo admiro a Camus. También le quiero. Para siempre.
Albert Camus. Solitario y solidario. Catherine Camus. Traducción de Elisenda Julibert. Plataforma Editorial. Barcelona, 2012. 208 páginas.
Foto: Albert Camus (1913-1960, premio Nobel de Literatura 1957), en una imagen de 1959. / BETTMANN (CORBIS)
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En: El País. Cultura
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…