oscar vasquezPor Oscar Vásquez S.

Óscar Vásquez Salazar (Santiago, 1936- Octubre 2012)

Ha publicado los volúmenes de cuentos Chacharacha y otros relatos, y El potro crucificado; y el poemario El esplendor de los calcinados. Ha ejercido profesionalmente el periodismo en Santiago, Quito y Caracas.

Letras de Chile expresa sus más sinceras condolencias a su familia y amigos y, de forma muy especial, a María Ester Céspedes.

***

“ Saberse morder sin que nadie lo advierta, es una         

ciencia que tiene su origen allí donde el individuo 

aprendió de la lágrima no llorada una lección de 

luz y probidad humanas”

Nicomedes Guzmán

 

Eustaquio Salinas ha permanecido solitario en el patio, más sereno que nunca, apretando un cigarrillo en los labios, mirando y remirando, de repente haciendo balanceos, su corpachón oscila entre la punta de los pies y los talones. Así, un buen rato observa detalladamente llegadas, saludos fríos, abrazos apasionados, explosiones de lágrimas en reencuentros y adioses. Y cuando la baraúnda humana comienza a bajar  el tono y él está por cambiar de sitio, es ella, con el atraso irremediable, ella, su mujer, la que en la entrada clama al guardia más con los ojos que con la voz para que la deje pasar, un momentito nomás, y antes que la súplica sea consentida trota ya hacia el interior con las antenas puestas, directamente hacia él, se apretujan, es como si hubiera llegado a protegerse con imperiosa urgencia entre y bajo esos brazos y olores tan dolorida y orgullosamente queridos.

   El guardián otea desde la puerta. Eustaquio está grato –piensa – sí, está felizcote con su mujer.  Yo, un poca cosa de vigilante, mierda de vigilante, solo aquí, solo, lejos de la mía, flor de paradoja.

Y vuelve a sapear, así, de reojo.

La pareja no habla, Eustaquio  toma el rostro de su mujer, conversan con los ojos, él mete su mirada en la de ella, la catea a fondo, de mirar a mirar fijo, dulcemente.  Esto, en la entrega de la buena ternura, de la ternura de los seres excelentes, de esa que se concreta en los cuándos más silenciosos o en los más carcajeados o en las reconciliaciones.

Vitalmente en esos de la agonía, en que uno podría estarle haciendo el quite a la parca, lo que significa que es una ternura más allá del temor, en el arrase de todas las distancias.  Es la fórmula humanísima con que el hombre da a su mujer toda la ternura producible.

Y a ésta, que ha estado y sigue junto a su varón en la pelea cotidiana, todo, la verdad es que todo en esos segundos la hace estallar, trepidar, quisiera contarle lo del allanamiento reciente pero prefiere callar, sí, mejor ignorar la cosa, para qué preocuparle.

Permanece como dormitando, pegada al cuerpo del hombre, hasta que le revienta por los ojos la angustia aglomerada, esa amargura que se junta sin que uno quiera, sin diferencias en el ser humano, en la magnitud de la fauna, en el macrocosmos de quien vibre con la vida o quiera vivir.  Y en ese lapso de la ternura incontable – la ternura no tiene guarismos, no tiene ceros ni a la izquierda ni a la derecha – ella logra la liberación tan necesaria para sus sobresaltos y aún para sus quebrantos.

Y el breve sueño forjado allí por la mujer, el sueño de su Eustaquio libre, sin trabas, en casa, porque ella ha soñado en esos minutos que él está en casa, se diluye cuando uno de los vigilantes toca por segunda vez la campanilla que pone fin al tiempo de visitas.  Su mirada, recientemente dulce, amante, ardorosa, ahora escarmena, cava a su alrededor.  Odia, ola contra roca, sequía y lluvia, los antípodas vivientes en expresión cabal.

Y es el chao, mija.

A ella no le queda más que resignarse, un beso, con labios y lengua multiplicados, el beso, con polvo, humedad y todo, qué se le va a hacer.  Los dos tragan las dos salivas, los dos sabores.

Mientras estemos vivos aunque separados, hay que conformarse con el beso, amor, sólo con el beso.  Después vendrá todo, si es que primero no me llevan a la desaparición.

Un paquete queda en las manos de Eustaquio, la mujer corre hacia la salida.

Nada extraordinario, señor, explica nerviosa, nada.  Le tiemblan los labios, las mandíbulas.  Sólo una gubia, señor, un trozo de madera, eso, señor, nada más.

Eustaquio mira el suceso desde el lugar de la reciente despedida.  Supone lo que pasa, se enmierda de impotencia, qué mosqueo, como le carga en ese instante la humildad de su mujer.  Algún día la cosa será diferente.

Por fin la mujer se va, ya debe haberse sumergido en la vorágine callejera.

Una gubia y un trozo de madera. ¿Gubia? ¿Qué es eso? interpela el guardián, mientras Eustaquio va a su celda. ¿Qué, pero qué es?

Primero la exasperación en el rostro del prisionero, después un respiro y la presentación de la herramienta y el trozo de palo.

Es esta güevá, jefe.  Un pedazo de espino, madera dura, fibrosa y que tiene hasta tinta propia, es el tronco preciso para el tallado.  Y ésta es la famosa gubia, ninguna cosa del otro mundo, jefe.

Lo de la gubia, el tallado, es cosa antigua, de antes que botaran al hombrón, recuerda Eustaquio.

Matricero habilísimo, tallador en sus ratos libres desde la adolescencia, no les hacía cartas ni poemas a las chiquillas, simple y espontáneamente les daba un poco de su oficio de hombre y artesano en cuerpo, alma y talento.

«Tronco» Eustaquio, tieso y duro para el fútbol, lo mismo tarambana, goza recordando no tan lejos en el calendario.  No le interesa si tiene oyente o si sus palabras se las traga el espacio.

Román Rojas, Lobos, Antúnez, Hermosilla, Santos Chávez, Zapata, Ampuero, Rojas, Ginés le dijeron estás bien muchacho, vas bien con tu arte, y hasta lo atacó esa borrachera de la vanidad cuando las luminarias, los consagrados, dicen algo bueno de uno.

Y continuó recordando, recontando al desgaire…

Y mi casa era un bodegón de tallados, un taller por donde lo miraran, mi orgullo, viruta por aquí y por allá, olor a madera, seca o húmeda, olor a aroma vegetal.  En el jardín mis troncos con formas de mujer, de puños en ristre, figuras y figuras que eran como un sello, como un cuño del vecindario, hasta que la bota pasó por ahí.

Eustaquio se remece con los recuerdos, aprieta rabiosamente las manos, los dientes, es la iracundia estremecedora de los despojados.

La noche entra en la celda.  A la distancia el reloj de pared comienza a contar sus segundos, minutos y horas.  A lo lejos, esporádicamente, brota algún quejido.

Eustaquio, entretanto, permanece inmerso, allí, en aguas de nostalgias, hay que desbordar la soledad.  Y hace cálculos, después de observar el cigarrillo trasnochado que extrae del bolsillo de su camisa, calcula cuántos milímetros deberá consumir antes del toque de retreta.  No le queda más que pitar una, dos veces, habrá que guardar el resto.  Y se arrellana en su camastro, este camastro con muchos lustros en sus metales y tomillos, con vidas innúmeras y anecdóticas en un pensionado hospitalario linajudo, sección féminas.  Cobijador de hembras de diferente edad sobre sus grupas, que entonces eran de espumas y plumas.  Arropador y balancín de famélicas, hermosas, obesas, olorosas a aguas de rosa o a jabones importados.  Abrigador de esas damas de cambio diario de deshabillés, de ninfomaníacas soñando desesperadas con el retorno a los cuerpos peludos o masturbándose a nombre e imagen de los varones.  Y aún más, contenedor de adolescentes histéricas y gesticulantes cuando, repuestas de las operaciones, se miraron espantadas las huellas dejadas por el bisturí y la sutura en sus cuerpos vírgenes.  La cosa es que el camastro dejado de mano, como desecho, el que fue jailaif, ahora está incorporado a la subvida de los presos y para Eustaquio y para unos cuantos, es el muelle físico y espiritual donde reposan gratamente los huesos, los músculos, los resuellos y hasta el gesto salobre que llegó a la boca desde los párpados en una noche de quiebres, en una de esas noches más que cabrona, que terminó cuando la madrugada tumbó al insomnio.

Allí, en el camastro, a patas sueltas, mirando el techo, tratando de encontrarlo de algún color definido, viendo sólo espectros y candelillas sonámbulos, Eustaquio vuelve a encender el pitillo, aspira con fruición y se queda observando la punta roji-cenicienta, observando a poca distancia de sus pupilas.

Le parece tener a su vera al individuo ese de cabello corto, había otro con capucha, le cuesta     recordar, con camisón, sí, con un camisón

tres cuartos, que le puso el cigarrillo prendido justo sobre las cejas y le gritaba, tenis que hablar, tenis que cantar, suelta la pepa, el otro ya lo dijo todo y te jodió,  sí, canta güevón.  Y él permaneció mustio, de miedo al comienzo, luego con la sangre caliente, mezcla de entereza y relajamiento, saltándole el sudor por la vastedad de sus poros.

Y en seguida uno le preguntaba, mientras lo mantenían amarrado de supino en la parrilla, dónde están las armas, dónde, y lo amenazaba con meterle el cigarrillo en los ojos y le seguía hablando de armas, que dónde hijueputa, ¿dónde?

Y se lo llevaron – como semovientes al matadero – a palos al estadio donde Caszely, Ahumada, Valdés, el «Pollo» Véliz – Colo Colo en suma – habían collereado por la Copa Libertadores, buena la paradoja, buena.  Allí les simularon un fusilamiento en masa, para empezar, y Eustaquio estaba entre ellos.  Desde allí mismo fueron los paseos al velódromo en que muchos desaparecieron, de donde los sobrevivientes volvieron machacados de pe a pa, astillados, hechos leña.

Una noche más, otra y otra y las volutas de humo siempre saltando de los labios.  Hay que dar buena vida a los fantasmas, a las ausencias, hay que rehacerse y soñar, y definir lo que se podrá ser después de la tiniebla.  Debemos desmemoriarnos del dolor.  El reloj va disgregando, desde su pared- sin saber lo que pasa y lo que marca – las horas y los días, y sigue cronometrando tensiones, haciendo girar esperanza.

Un culatazo cae sobre la puerta.  Manía para el guardián, hábito en los oídos de Eustaquio.  Los postigos de la celda se abren jalados por acción coincidente de los dos.  El aire frío que penetra genera una escalofriera en el cuerpo del prisionero.  Un fardo ya hurgueteado pasa a sus manos.

Es una botella, dice el vigilante, una botella con liquido de olor fuerte.

Eustaquio la destapa de un tirón.

 Beba, jefe, si quiere.  Beba.

 Una proposición irónica.

Huela, huela.  Barniz, jefe.  Barniz. 0 creyó que mi mujer iba a traer droga o una bomba.

¿Para qué el barniz?

Los días continúan entrando y saliendo por entre los barrotes, dejando pasar portazos y culatazos.  Y consumiendo los incordiales diálogos guardián-preso, mientras las noches perseveran en mantener insomnios, ensueños y pesadillas.  El sol, por su parte, alumbra con intermitencias el jaleo deprimente y la trifulca infrahumana del cautiverio.  Y las madrugadas se mantienen haciendo bailar comparsas irremediables de fantasmas o de ninfas voluptuosas que estimulan hasta el mismísimo onanismo.

Eustaquio tiene que lidiar mucho para ganársela a sus ninfas.  Piensa, crea, forja ideas, las modifica, supera tósigos, transforma sus visiones, visualiza a una hembra y la pasa a la materia, la recrea, la embellece.  A veces fracasa y quisiera tenerlas al natural y de su estatura, mas logra sobreponerse, rodeado de los toscos muros, y de nuevo entra en faena, incrustando la gubia que se mueve bajo el peso y conducción de la mano derecha, bajo los dedos pulgar y meñique, porque tiene sólo dos en la diestra, y va horadando la fibra que desprovista de savia, revive gracias al toque maestro, al talento del hombre.

A culatazos, siempre presente la culata, le quebraron los otros dedos, le trituraron las falanges, porque un malhadado día calificó de mierda legitima la alimentación, comen mejor los chanchos, fue lo menos que alharaqueó.  El superior le hizo machacar la mano, para escarmiento argumentó, y allí había quedado Eustaquio sobre las aposentadurías del estadio, desmadejado, como estopa mojada, ante el espanto mustio de los demás, y a los dos días, en frío, le dejaron sólo los chongos de los dedos.

El trozo de madera continúa adquiriendo relieve mediante el obraje persistente, pese a los avatares vividos por su diestra.  Lentamente, bajo el innato y férvido impulso del hombre, desde los trazos y cortes emerge el rostro de ella.  Así, ahora, es más el celo ardiente del artesano hacia su creación.  Las movidas del reloj ya no cuentan, pule que pule los minutos se van convirtiendo en aserrín, y finalmente, de amanecida, el arranque de la ternura.  Eustaquio acaricia ya el burilado que brilla ostentosamente, que satisface con los afeites del barniz, posa los dedos como si los estuviera posando sobre el auténtico rostro de su mujer, las pupilas le espejean.  Uno es varón, se supone que debe ser duro, soliloquia mientras traga los lagrimones que bajan por sus mejillas … Puchas que te quiero, ñatita linda…

Eustaquio acomoda la efigie en el saquillo lleno de paja que emplea como almohada, cuando un golpe de nudillos que suena en el postigo lo alerta.  Un golpe que no es culatazo no es cosa común.  Se alza descamisado, camina mientras revuelve la lengua entre los dientes y el paladar tratando de eliminar el amargor de la boca.  El peso de la trasnochada ha hecho estragos en su cuerpo.  Y abre.

Salinas, le dice alguien desde la penumbra, Salinas, a las seis y cuarenta debe pasar al otro patio.  Puntual, debe ser puntual, le advierten, faltan sólo veinte minutos, va a salir uno cada dos minutos, apúrese.

Puede ser mi libertad, piensa.  Y puede ser lo otro.  Se deshace del sueño que le queda, se viste, se amonona como puede, reúne su escuálido equipaje en un bolso desteñido de lona, sólo le falta el palo para ser linyera.  Sale, va al fondo de la vereda, a la cañería a mojarse el rostro, y en tanto se siente atacado soterradamente por la incertidumbre.  Pasa una peinetilla por sus cabellos.

Putas que son misteriosos estos piñuflentos … ¿Será que me dejarán libre?  Sí, libre quizás hasta la próxima esquina.  Y siente el otro pinchazo de las dudas.

Es su guardián cotidiano quien le pone el pase liberador en el bolsillo de la chaqueta.  Eustaquio le estira la diestra mutilada y lo observa fija y sinceramente, mirada ni blanda ni rencorosa, limpia, clara.  Y habla.

No, no importa lo que luego pase afuera, jefe, ahora no estoy mosqueado.  Más de alguna vez usted me alborotó y me hubiera gustado haberlo tenido a mano.  Pero ya no.  Algunos pormenores se borran, se olvidan, jefe, algunos, se lo digo con sinceridad.  Al fin, durante este tiempo nos llevamos bien, con culatazos y todo.  Chao, jefe, suerte, suerte.

Recién cuando las diestras quedan arrimadas una a la otra, palma a palma, cuando viene la presión, la apretada, el guardián se percata de la mutilación y momentáneamente, aunque nunca ha sido muy locuaz, pierde su escasa capacidad de hablar.

Tallador, la gubia, la madera, el barniz, la lija.  Son los elementos que adquieren flotación en la cabeza del vigilante.  Con tres dedos menos y en la mano derecha todavía, putas carajo, hay que tener los cocos bien puestos para no arredrarse, alega con sí mismo, mientras Eustaquio se aleja hacia la salida.

A las horas, es el mismo vigilante quien asea el calabozo vacío.  Los detalles saltan a sus ojos, un tarro volteado que sirvió de cenicero, las colillas sobre el piso.  Varias huinchas del camastro sueltas.  En la pared, sobre uno de los lados de la cabecera, perfiles humanos repetidos y un conjunto de puños en alto, canaleados seguramente con un clavo, cortaplumas o con la misma gubia.  Además, un hueco en el muro que sirvió, se nota, de base al candil de cada noche.  En el rincón opuesto una madera.  El guardián la toma, la levanta, sus manos perciben que es un tallado.  Sus dedos le tiemblan, no sabe el porqué.  Es una obra terminada de Eustaquio.  Se mueve hacia la luz natural con ella bajo el brazo.  La mira.  En primer plano unos barrotes, una manos asidas a estos, donde resaltan dedos ávidos, clamantes de libertad.  Y luego, un rostro perfectamente legible, que observado con más detención, es su propio rostro.

 

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“Celda de queda” fue incluido en la antología Cuentos en dictadura, Lom Ediciones, Santiago de Chile, 2003.