Por Gabriela Aguilera

 No odiaba a Alfredo, aún no había llegado a eso, pero si él seguía vivo, era cuestión de tiempo.

A las que lo pensaron más de una vez…

…y a Lizie y Rafael Humeres por la idea

           

Pilar tomó las pastillas y las trituró una a una en el mortero de piedra.

Setenta mil dólares, pensó. No sabía con exactitud su equivalencia en pesos chilenos, pero era cuestión de multiplicar por seiscientos o un poco menos. El dólar había tenido un alza. Pagaría la hipoteca de la casa y montaría un negocio propio. Recordó los últimos dos viajes a Europa, que no había podido disfrutar.

Después de que todo terminara, por fin podría viajar sola, sin Alfredo respirándole en la oreja, sin la sensación de estar metida en una caricatura, subiendo y bajando de buses y trenes. Diez minutos para recorrer una exposición, veinte para hacer compras, con el cuerpo molido por los horarios porque su esposo se obsesionaba con conocer lo más posible en el menor tiempo. Un tormento que la llevaba a desear el retorno a sus rutinas domésticas y a la tranquilidad de su casa para gozar de algún descanso.

No odiaba a Alfredo, aún no había llegado a eso, pero si él seguía vivo, era cuestión de tiempo. “¿A qué hora llegas?”, escuchaba en el celular, “sabes que no me gusta cenar sin ti”. No le importaba que ella estuviera con amigas, con sus padres o terminando un trabajo. Y aunque Pilar se enfurecía y le reclamaba, sólo con esa llamada, arruinaba sus momentos gratos. Se ponía tensa, miraba el reloj cada tanto, y terminaba por irse, para no pasar la vergüenza de recibir otra llamada de aquellas.

Alfredo tenía la capacidad de ubicarla en las multitudes, a pesar de que ella usaba mil artificios para escabullirse de su control. Y cuando se sentía libre mirando algo, una vitrina, un libro, las manos de él la aprisionaban por la cintura y tenía que oír: “¡Te pillé! Yo siempre te encuentro, guagua, no importa dónde te escondas”. Pilar se mordía los labios para no gritar, porque, además de todo, odiaba ese término que la empequeñecía y estaba harta de explicárselo a su esposo.

En los instantes en que estaba tranquila, con la mirada perdida, recordando o trabajando en una idea, él la abrazaba de improviso, asustándola y murmurando: “Dime, ¿qué estás pensando? Dímelo, quiero saberlo”.

En los primeros tiempos, ella se enojaba, defendía sus silencios, pero luego descubrió que era mejor inventar una historia para que él la dejara en paz. Aunque Pilar podía percibir una luz de sospecha en sus ojos, él terminaba aceptando su cuento. No tenía cómo corroborar si lo que ella decía era cierto o no. Nadie puede meterse en los pensamientos de otro.

Encontró los papeles mientras ordenaba el escritorio de Alfredo y por una corazonada hizo algo que nunca antes había hecho: los leyó, a pesar de que no estaban dirigidos a ella. Se sorprendió. Hablaban de setenta mil dólares en un seguro de vida que su marido había contratado. Y Pilar era la única beneficiaria.

En ese momento, aún con los papeles en la mano, pensó en Alfredo, en la costumbre insoportable de interrogarla cada vez que ella salía, aduciendo que podía perderse y que era incapaz de ubicarse con los puntos cardinales. Tenía que ir con él a lugares a los que la habían invitado sólo a ella, azorada, pidiendo disculpas por presentarse con un convidado de piedra. Si estaba en algún sitio con una amiga, él se aparecía de improviso. “Vine a acompañarte, para que no te vuelvas sola, te puede pasar algo en el camino”, decía. Revisaba sus cajones, como si estuviera buscando algo que necesitaba y se apoderaba de su celular para contestar alguna llamada intempestiva, riéndose y asegurando que le gustaba que todos supieran que él siempre estaba cerca de ella.

La llamaba varias veces al día para saber dónde estaba exactamente. “En el supermercado”; “En el dentista”; “Comprando unos libros para los niños”, eran excusas perfectas. “Tomando un café con una amiga que no conoces”, no era buena, porque entonces él se empeñaba en que le dijera el nombre de la amiga, qué hacía, donde la había encontrado. La mejor era “Justamente estaba pensando en ti e iba a llamarte”. Con ésa se deshacía de él por varias horas y lo dejaba contento sin tener que rendirle ni una cuenta más.

El colmo había sido lo del notebook, que él le había regalado la última navidad. Alfredo había intentado meterse en sus archivos con el subterfugio de instalarle unos  programas que ella no necesitaba ni había pedido. Entonces Pilar creó una clave secreta para el aparato, lo que llevó a una discusión tremenda entre ambos.

Sintió que podía morir de furia y angustia, cuando, al encender el notebook, apareció en la pantalla el saludo personalizado. “Hola, guagua”, decía. Le estaba demostrando que no había un lugar donde pudiera estar a salvo de él. La vigilaba sólo por el deseo de controlarla hasta lo más profundo y en lo más mínimo. Ya no tenía espacios ni tiempos propios, porque él estaba siempre presente, encima, sin darle respiro. Y por eso, en algunas oportunidades dejaba que el teléfono sonara, sin responderle, porque no quería escuchar esa voz preguntando dónde, con quién y hasta qué hora. Veía la pantalla del celular. Siete, diez, quince llamadas perdidas. Siempre él. Una pesadilla.

Setenta mil dólares. Fantaseó con la idea de que Alfredo no estuviera más. Analizó el escenario. Aparte de la hipertensión, era un hombre sano. Tenía el colesterol bajo, pese a comer como un cerdo. Padecía de resfríos pasajeros, igual que cualquiera, de alguna indigestión molesta que pasaba tal como había llegado. Era arriesgado al conducir y le gustaba correr, pasar las luces en rojo y usar los discos Pare como si fueran un Ceda el Paso, era cierto, pero nunca había tenido un accidente tal, que lo dejara en la puerta del otro mundo. Su esposo tenía enemigos, pero no podía contar con ellos, porque eran sujetos honorables y jamás iban a contratar un asesino a sueldo ni le iban a caer encima pulverizándolo en una paliza. Y por lo que sabía, los contactos de Alfredo con delincuentes no iban más allá de personas que habían robado espejos retrovisores a los vendedores de Diez de Julio, usaban palos blancos en sus negocios o evadían impuestos amparados en la convicción de que si no lo hacían ellos, lo haría otro y para qué darle esa plata a un gobierno de ladrones. No debía esperar ajustes de cuentas. Alfredo parecía inmortal. Ni siquiera había corrido peligro real durante la dictadura, porque siempre se había mantenido en actos que se vieran importantes, pero que no tenían significancia alguna en la acción política.

En los días siguientes, se dedicó a pensar cómo hacerlo, sin que nadie sospechara de ella. Tal vez un accidente casero, un resbalón en la escalera que ha quedado con exceso de cera, un golpe de electricidad en un enchufe destripado, un taladro que se escapa de las manos de una mujer inexperta que insiste en colgar un cuadro.

Setenta mil dólares. Las palabras y los ceros se amontonaban en su cabeza.

Y de pronto, la hipertensión cobró un sentido diferente. Alfredo no podía comer sal. Mucho cloruro de sodio afectaría su presión. Pilar, siguiendo las órdenes del médico, compraba sal sin sodio y trataba de darle sabor a las comidas, pero quedaban tan aburridas como Alfredo al momento de llegar a la mesa. Los niños se quejaban y entonces empezó a cocinar dos menús por vez.

Tenía poco tiempo. El nuevo control médico sería en un mes. Tomó el envase de sal sin sodio y lo vació en el tacho de la basura. Después lo llenó con sal común, mezclada con las pastillas molidas. Puñado a puñado, almuerzo a almuerzo, cena a cena, podría aniquilarlo. Y nadie se sorprendería porque este Alfredo era tan bueno para comer sin medir consecuencias.

Sonrió. Setenta mil dólares y la sal con su dosis extra de sodio, cayó blanca y prometedora encima del arroz y el pollo arvejado, tal como podría caer el polvo de nieve sobre una Europa invernal que la esperaba.

 

***

 

“Puñados de sal” pertenece al libro de cuentos En la garganta, Asterión, 2008.

 

Gabriela Aguilera V. (Santiago de Chile) estudió antropología en la Universidad de Chile entre 1979 y 1983. Es tallerista, profesora suplente en Ergo Sum, antologadora y editora de algunos libros objeto de Ergo Sum. Forma parte del comité editorial de Asterión Ediciones desde 2007. Es presidenta de la Corporación Letras de Chile.

Ha publicado  Doce Guijarros, (cuentos, 1976, Santiago); Asuntos Privados, (cuentos, col. Escrito en el Agua, 2006, editorial Asterión, Santiago); Con Pulseras en los Tobillos, (cuentos, col. La Luna de Venegas, editorial Asterión, 2007, Santiago); En la Garganta, (cuentos, col. Con Tinta Sangre, editorial Asterión, 2008, Santiago); Fragmentos de Espejos, (microcuentos, col. La Luna de Venegas, editorial Asterión, 2011, Santiago); Saint Michel (novela, Asterión, 2012).