edmundo mourePor Edmundo Moure

 “Impropio del tiempo en que sucede o se hace”.

 Como calza a la pantorrilla, me viene la primera acepción, consignada en el diccionario del maestro Martín Alonso.

Ahora que me ladran y acosan los perros de la vejez, mientras avanzo por el azaroso camino, me ocurre que actúo en ciertas ocasiones como si tuviera treinta años, lo que conlleva, a lo menos, dos riesgos: uno, físico, porque a los setenta y dos años el aplomo y el vigor no son los mismos; el otro es moral, tiene que ver con la vergüenza y la autoestima.

 Hace una semana, me hice cargo de trasladar un computador, de los antiguos, con CPU voluminosa, artilugios complementarios y cablería diversa, en una pesada maleta rígida. Dieciocho o veinte kilos serían, que arrastré y cargué, de modo alternativo y paciente, desde Ñuñoa hasta Concón, en transporte público y bus interprovincial.

 Yo pensaba, quizá, en los comienzos de la década de los 70’, cuando solía levantarme “porque hoy es sábado”, a las cinco de la madrugada, para viajar en microbús y en góndolas rurales con portaequipaje en el techo, a Isla de Maipo, donde habitaba la familia de los Escalante Vargas, modestos campesinos sin tierra, de apellidos españoles y traza indígena, desmintiendo a las claras y a las oscuras el supuesto “europeismo” de la mestiza y racista estirpe chilena.

 Si todo viaje supone, en mayor o menor grado, el síndrome rastrero de la huída, mis escapadas de entonces, por un día o dos, me distanciaban de aquello que no era capaz de remediar, como infante azorado que se esconde bajo la cama ante irracionales amenazas. Pero yo ansiaba el aire libre y los desafueros del rigor físico, como extraña terapia.

 Después de gratas jornadas a campo traviesa, que incluían la caza de tórtolas y codornices, amén del generoso condumio bien regado con los vinos espirituosos del valle del Maipo, yo regresaba a la casa del sur santiaguino, provisto de un saco harinero de hortalizas y frutas; en ocasiones, agregaba un cabrito lechón que cocinábamos en la casa-quinta de los Moure Rojas, bajo la celosa supervisión de Pai Galego, que lo aderezaba con una salsa de tinto, orégano, ajo machacado en sal marina y romero, para sacrificarlo en la dicha ardiente y demorada del horno de barro.

 Esta vez, en el apremiado “ahora” de febrero del 2013, la musculatura de mi espalda se ha resentido, como una vieja silla de mimbre sobre la que se dejara caer la pesada humanidad del convidado de piedra. Atilio Escalante me hubiera dicho que se trataba de un “aire malo”, y su silenciosa madre me hubiese corrido una ventosa sobre la dolorida superficie que se extiende entre la base del cuello y el omóplato derecho. Pero hoy tenemos paracetamol y diclofenaco, y dos manos blancas y diligentes para el masaje reparador.

 Dejo lo de la maleta y paso al evento que sigue, aunque su ocurrencia haya sido anterior.

 Una mañana, en que me bajo del Metro para transbordar a otra línea, un tipo veinteañero, fornido y moreno, está plantado como un poste en medio de la salida, con sonrisa estúpida y desafiante, obligando a los pasajeros que descienden a esquivarlo. Me rehúso a hacerlo. Le propino un empellón, con mi hombro derecho tenso como en defensa del área chica, y logro desestabilizarle. Me mira con airada sorpresa. -¿Qué te pasa?- gruñe… -¿Qué te pasa a ti, hijo de puta? ¿Por qué no te haces a un lado, mierda?  El fulano, entre flaite y reguetonero, me escruta e insinúa el ademán de lanzar un puñetazo. Le planto mi mano derecha extendida sobre el pecho, al tiempo que le digo, recalcando las palabras como si estuviese en el podio: -Mira, imbécil, bruto tecnificado -(lleva clavados en las orejas los fonos de rigor)-, si no quieres volver a la selva, cómprate un silabario, por trescientos pesos, en San Diego… No te hará mal aprender a leer.

 Mi violenta exhortación parece desconcertarle. Me mira como diciendo -¿qué bicho le habrá picado al veterano…?  Se aparta hacia la izquierda, mudo, y trepa al vagón. Colijo que las palabras rotundas todavía pueden resultar demoledoras.

 Pero no es equivalente el recuerdo del vigor remoto a la fuerza y resistencia que requieres para una pelea real, me digo, mientras acuden a mi memoria las imágenes de aquellos combates aficionados, en La Cisterna, con guantes de diez onzas que, al cabo de los tres minutos que dura un round, semejaban adoquines en los brazos.

 -De buena te libraste- mascullo para mí, riendo de mi torpe osadía.

 Al subir las escaleras, veo a una mujer mayor que trata de alzar una gran bolsa, peldaño a peldaño. Sin hablarle, cojo el bulto con la mano derecha y lo levanto en vilo hasta alcanzar la salida. Ella me agradece, algo turbada. En la superficie, me arrimo a un costado del kiosco para extraer del maletín el inhalador que aliviará, en parte, el esfuerzo desmedido y los clamores del asma.

 -Estás viejo, Moure- razono. Un amado maestro me susurra en el oído: “En los nidos de antaño ya no hay pájaros hogaño”.  

 El tiempo, con sus transeúntes inexpresivos, pasa junto a mí como si no me tocara. Entonces, entiendo que hay cosas y situaciones frente a las cuales no seré jamás extemporáneo: el humor que a diario me anima, y la muerte, con la que voy a encontrarme a tiempo, en la hora inexcusable de la cita.

 

Febrero 22,  2013